on Sunday, March 27, 2011
La angostura y pobreza de nuestros conceptos a menudo nos impiden ser flexibles en el diálogo y comprender a los demás. Con frecuencia en los debates públicos, por ejemplo, unos acusan de intolerantes a quienes consideran injustificables sus ideas o actitudes. «Tú eres dueño de sostener las ideas que desees, pero no intentes imponerlas a los demás». «Nadie te obliga a cambiar de opinión ni actitud. Pero es demasiado pretender convertir en exigencia pública lo que es una mera convicción o creencia privada».

Frases de este tipo se dicen a menudo como algo consabido e incuestionable. Por si fuera poco, a todo el que muestra entusiasmo al defender una convicción se le reprocha que pretende «imponerla» a otros de forma intolerante.

Sentir entusiasmo por algo significa que uno se ve muy enriquecido por ello y desea conservarlo como una fuente de plenitud y felicidad. Defenderlo no significa imponerlo, sino querer vivirlo y compartirlo con otras personas. Ese deseo no tiene carácter coactivo, sino participativo. Un valor no se impone nunca; atrae. Quien participa de algo valioso tiende naturalmente a sugerir a otros que se acerquen al área de imantación de tal valor. El resto lo hace el valor mismo, que, si tienen la sensibilidad adecuada, acaba atrayéndolos.

Quien se entusiasma con algo que juzga valioso y lo defiende tenazmente, sin duda está dispuesto a cambiar de opinión si alguien le convence con razones de que se trata de una ilusión falsa. Entusiasmarse no equivale a exaltarse. Si pienso que la vida humana merece un respeto incondicional, de forma que cualquier problema que se suscite por la vida naciente ha de ser resuelto sin ponerla en juego, y manifiesto esa convicción en privado o en público, no soy intolerante con quienes opinen de otro modo.


CUÁNDO ES VÁLIDO UN PUNTO DE VISTA

Existen varias formas de tolerancia. En el plano fisiológico, tolerar indica que se soporta un dolor o una incomodidad, significa aguantar. En el trato personal hay también varias formas: pensemos por ejemplo en la relación de un padre con un hijo que pasa las noches fuera de casa y llega de madrugada; para evitar una confrontación lo tolera, transige.

Finalmente, en el terreno de las ideas y opiniones, cabe preguntarse si, para ser tolerante, hemos de aceptar todas las opiniones que puedan verterse en un debate. Hoy suele considerarse obvio e incontrovertible que toda opinión es digna de respeto y se tacha de intolerante a quien afirme lo contrario. ¿Es justo tal reproche?

Una opinión es respetable, honorable, digna de estima, si responde al papel de una persona en su comunidad. Al hablar, actuar, escuchar, escribir o realizar cualquier acción dirigida a los demás, debemos cuidar que nuestra actividad colabore a la edificación de la vida común. A menudo se dice que cada uno ve la realidad desde su propia perspectiva y aporta siempre un punto de vista peculiar, tan válido como el de cualquier otro el llamado perspectivismo. En un plano de la realidad esto es verdad, en otros no.

Si dos personas contemplan una sierra desde vertientes distintas, tendrán vistas diferentes y ninguna podrá considerarse la única aceptable y válida. Ambas obtendrán escorzos igualmente legítimos y fecundos en orden a un conocimiento completo de esa realidad.

Pero ascendamos a un modo de contemplación más complejo, por ejemplo, el estético. Aquí, las condiciones son más sutiles. Necesitamos una preparación adecuada para que nuestra experiencia estética sea auténtica.

Muchos podemos contemplar El entierro del Conde de Orgaz, la genial pintura del Greco. Las diferentes perspectivas serán justas, pero la visión estética del cuadro sólo vendrá de quien previamente haya cultivado su sensibilidad. ¿Por dónde empezar a contemplarlo? ¿Qué función artística ejercen el amarillo sulfuroso del manto de san Pedro y el azul del de María? ¿A qué responde que el artista acumule varias cabezas de caballeros castellanos por encima de la de san Agustín?

Los legos en estética no sabrán contestar estas preguntas. No cabe decir que cualquier forma de ver el cuadro es igualmente válida. Y no nos tacharían de intolerantes por sostenerlo.

Aunque en gustos no hay nada escrito, es cierto que el gusto necesita cultivarse. Si una persona formada estéticamente emite un juicio sobre una obra de arte, su opinión estará mejor fundamentada aunque contradiga la nuestra.

Por eso es justo no prestar oídos a quien, carente de toda sensibilidad estética, manifiesta aversión hacia una obra de calidad. Lo respetaremos, pero evitaremos dedicar tiempo a un juicio poco serio y mal fundamentado. Los distintos aspectos de la vida exigen cumplir determinadas exigencias, de lo contrario, no se logran ciertos objetivos en cuanto a conocer, sentir, amar y crear.

Para dialogar, lógicamente, deben cumplirse los requisitos de todo diálogo auténtico, distinto de dos monólogos alternantes. Si al hablar conmigo alguien me encuentra agresivo, impaciente, poco o nada acogedor, tendrá derecho a abandonar la conversación. No podré acusarle, por ello, de intolerante.

Sin embargo, hoy es frecuente oír: «esta es mi opinión, mi verdad, usted quédese con la suya». Con ello se da por supuesto que la verdad es relativa a cada sujeto porque depende de él. ¿Es esto aceptable? La creatividad artística arroja luces al respecto, veamos por qué.


CREATIVIDAD COLECTIVA

A solas, nadie puede ser creativo. Aun la persona mejor dotada del universo debe contar con realidades distintas y, en principio, externas, extrañas, ajenas. Al entrar en relación colaboradora con ellas, dejan de ser distantes, ajenas y extrañas para tornársele íntimas, sin dejar de ser distintas. Con ello se instaura un campo de juego entre nosotros, y surge el sentido y la belleza.

La belleza del Partenón se alumbra cuando una persona sensible a los valores artísticos entrevera su ámbito de vida con el de esa realidad. La belleza no se halla en la obra ni en el sujeto. Surge dinámicamente entre ambos cuando se da una donación mutua de posibilidades. La belleza debe ser considerada, por tanto, un fenómeno relacional, no relativista.

Quien no vive el arte de forma relacional no entra en el campo de juego donde se alumbra la belleza. Decirlo es constatar un hecho que responde a una ley del desarrollo humano, la ley de la dualidad: «Toda forma de creatividad humana es siempre relacional; requiere dos o más realidades que entren en colaboración».

La creatividad siempre es abierta, relacional, dialógica. No lo olvidemos, porque esa ley de la naturaleza nos da una clave para entender a fondo, lúcidamente, lo que es e implica la verdadera tolerancia.

La auténtica tolerancia no es mera permisividad; no implica indiferencia ante la verdad y los valores; no supone aceptar la verdad de cada uno ni su forma propia de pensar por el hecho de pertenecer a una generación u otra; no se reduce a afirmar que se respetan las opiniones ajenas, aunque no se les preste la menor atención.

Quien se proclama respetuoso con otra persona sin prestar la debida atención para descubrir la parte de verdad de su discurso es indiferente, no tolerante, que supone una actitud muy distinta: respetar al otro, estimarlo.


SEPARAR EL TRIGO DE LA PAJA

Para ser tolerantes debemos partir de una convicción decisiva: la inteligencia humana es portentosa, sobrecogedora, pero limitada. Dada su condición temporal, el ser humano no puede encontrar la verdad toda, aunque sí toda la verdad específica de algo. De modo semejante a como puedo encontrar en la calle a Juan, pero no a Juan con la diversidad de vertientes que implica. Cierto, cuando saludo a Juan veo toda su persona no sólo sus manos o sus ojos, pero no su persona en su trama entera de implicaciones. Necesito más de un encuentro para conocer los diversos aspectos de su personalidad.

No llegamos a la verdad de repente ni a solas, se requieren diversos contactos con cada realidad, en distintos momentos y lugares, necesitamos complementar nuestros esfuerzos y perspectivas. Tanto más, cuanto mayor sea la riqueza y complejidad de la realidad que deseamos conocer.

Con este convencimiento, no sólo aguantaré a quien defienda una posición distinta de la mía, sino que agradeceré que converse conmigo y pondré empeño en descubrir lo que pueda ofrecerme de valioso. Así, la discusión no degenerará nunca en disputa.

En la antigua Roma, discutir era mover el cedazo para separar el trigo de la paja. Disputar no es buscar la verdad, sino el propio enaltecimiento. En la auténtica discusión se concede al otro un espacio de libertad para moverse con holgura y mostrar la posible razón que le asiste.

En la disputa no se atiende a la posible validez de otras opiniones; se defiende la propia como cuestión de honor, con una fiereza que no es tenacidad sino terquedad. Por eso degenera rápidamente en fanatismo. Si quiero ser fiel a una doctrina o conducta y defenderla con entusiasmo, debo estar dispuesto a asumir lo que otras posiciones puedan encerrar de relevante para la vida de todos.

Para tolerar es decisivo comprender que el dominio y posesión sólo se dan en el plano de los objetos y los procesos fabriles, no en el de las realidades superobjetivas (ámbitos) obras de arte, personas, instituciones, valores. En este nivel, las experiencias no son de tipo lineal, sino reversibles. El intérprete configura la obra en cuanto se deja configurar por ella; no la domina ni es dominado por ella.

En las experiencias reversibles nadie domina, porque el dominio es muy pobre en cuanto a creatividad. Todos desean, más bien, configurar y ser configurados. Buscan tener autoridad [1] , no simple mando. Esta es la actitud tolerante por excelencia. En un diálogo, el verdadero conversador no intenta dominar, sino perfeccionar su propia mente y actitud ante la vida exponiendo sus puntos de vista y acogiendo atentamente otras perspectivas distintas.

La cuestión decisiva será, en consecuencia, descubrir cómo convertir nuestra existencia en una trama de experiencias reversibles. Para lograr esta meta se requiere seguir un proceso formativo en cinco fases que esbozo a continuación [2] .


5 FASES DEL PROCESO FORMATIVO

1. Distinguir entre objetos y ámbitos

Una persona no es sólo su cuerpo. Es un centro de iniciativa; con deseos, ideas, sentimientos, proyectos; crea vínculos de todo orden; asume su destino; presenta una vertiente objetiva, corpórea, pero supera toda delimitación; abarca cierto campo en diversos aspectos: biológico, estético, ético, profesional, religioso Es todo un «ámbito de vida» o, dicho con la filosofía actual, es un «ser-en-el-mundo» que para desarrollarse y ser creativo necesita las posibilidades que le ofrece el entorno.

Quien acepta la realidad como un gran campo de posibilidades donde ha de crecer como persona, se esfuerza por conceder a cada realidad todo su rango. Distingue, por ello, cuidadosamente los «objetos» y los «ámbitos». Objeto es una realidad mensurable, situable, ponderable, delimitable, asible Un ámbito es una realidad que abarca cierto campo en diversos aspectos, capaz de ofrecer y recibir posibilidades.

Esta distinción es decisiva para comprender a fondo la vida humana y la educación en la tolerancia, porque los ámbitos hacen posibles las experiencias reversibles, entre las que descuellan las experiencias de encuentro.

2. Asumir la importancia de la creatividad

Las experiencias reversibles son muy importantes en la vida humana porque implican siempre alguna dosis de creatividad: el poeta troquela el lenguaje y el lenguaje nutre al poeta, el intérprete configura la obra musical y esta modela su actividad El hombre madura como persona a medida que realiza más experiencias reversibles y menos experiencias lineales que van del sujeto al objeto y suponen que el primero se imponga a la realidad circundante.

Al estudiar a fondo estas experiencias se advierte la posibilidad de convertir lo distinto-distante en distinto-íntimo, y resolver el problema de conjugar la libertad y las normas, la autonomía y la heteronomía. Como cuando se memoriza una canción y se repite una y otra vez, fraseándola de modo diferente y cambiando el ritmo, hasta que se siente como una voz interior. La canción sigue siendo distinta, pero ya no es distante, ni externa, ni extraña. Constituye un impulso íntimo que sirve de norma de acción y de cauce a la libertad interpretativa.

Al hacerse cargo, íntimamente, de la importancia de las experiencias reversibles para la vida, se descubre la inagotable fecundidad de la forma relacional de pensar. La belleza de una canción o un poema no reside en el poema mismo (lo que sería una interpretación «objetivista»), ni en el sujeto que lo interpreta (interpretación «subjetivista» o «relativista»;brota en el acto de ser interpretados; es fruto, por tanto, de la interacción fecundadora de objeto y sujeto, vistos ambos como fuentes de posibilidades.

El pensamiento relacional no fija la atención en el objeto ni en el sujeto; mantiene la mirada en suspensión para verlos a ambos en la relación que los une y enriquece mutuamente.

Esta atención comprehensiva es capaz de ver como perfectamente lógicas ciertas características de nuestra vinculación a los demás que a menudo se consideran «paradójicas». Léase con atención el texto siguiente, escrito por un eminente psicólogo. Tras destacar tres pares de conceptos «paradójicos» (fuerza-debilidad, identidad-diferencias, singularidad-universalidad), escribe:

“Te reconozco, acepto y respeto como un tú personal y por eso me siento «fuerte» para tolerarte, aun a riesgo de aparecer «débil», en ocasiones, ante los demás o ante ti; pero, a la vez, yo no puedo renunciar a que tú me reconozcas, me aceptes y me respetes como persona y me toleres-soportes igualmente. Y si yo te acepto en tus diferencias y singularidades, es porque me sitúo en un espacio de identidad humana y de valores universales, que las asumen-trascienden a la vez; pero entonces, aun en el caso de que tu intolerancia no lo reconociese, mi actitud tolerante es capaz de estar en permanente apertura en ese punto de encuentro humano, arquetípicamente «inmanente» y que «nos trasciende» a ambos”. [3]

3. Entreverar ámbitos

El fruto de las experiencias reversibles es el encuentro, acontecimiento que está en la base de todo proceso humano de desarrollo. El encuentro no viene dado por la mera vecindad física; supone un entreveramiento de dos realidades que no son meros objetos, sino ámbitos. Entreverarse significa ofrecerse mutuamente posibilidades de acción y enriquecerse.

Para realizar un auténtico encuentro deben cumplirse diversas condiciones: adoptar una actitud de generosidad, respeto y estima; abrirse al otro con actitud de disponibilidad, vibrar con él, es decir, mostrar auténtica simpatía; ser veraz, sincero, fiel, paciente, tenaz…; compartir ideales elevados.

Estas son también condiciones de la creatividad toda forma humana de creatividad se da a través de algún tipo de encuentro, por eso vale denominarlas virtudes: modos de comportarse que hacen posible y fácil crear encuentros, es decir, formas valiosas de unidad.

4. Rechazar el vértigo de la fascinación

El proceso que conduce al encuentro es llamado desde antiguo «éxtasis», ascenso a lo mejor de sí mismo. Este acontecimiento el encuentro puede ser anulado por la entrega al «vértigo», un proceso de fascinación que no exige nada al hombre, le promete todo y acaba quitándoselo todo. El vértigo de la ambición de poder y dominio parece garantizar una posición de supremacía y acaba asfixiando a quien se entrega a su embrujo [4] .

5. Descubrir la riqueza

Quien sigue el proceso que lleva al encuentro va descubriendo por sí mismo la riqueza que encierran para su vida las distintas formas de unidad. Este descubrimiento le hace ver con toda sencillez la fecundidad que presenta una conducta ética recta, ajustada a las exigencias de la realidad. Tal fecundidad se debe a los valores, que no son otra cosa más que posibilidades de actuar con pleno sentido. Y como los auténticos valores atraen, no procede imponer su realización, y tanto más cuanto más altos son. Con razón afirmó Tertuliano que «no es propio de la religión obligar a la religión».

Comprender a fondo este proceso constituye además un foco de luz para orientar rectamente la propia vida e interpretar qué ocurre en la sociedad contemporánea.


LA TOLERANCIA SE DA EN EL ENCUENTRO

La verdadera tolerancia implica una forma de encuentro. No es sólo aguantarse mutuamente para garantizar un mínimo de convivencia. Va más allá: intenta captar los valores positivos de la persona tolerada a fin de que ambas se enriquezcan.

Esta forma de entender la tolerancia sólo es posible si se ha cultivado el arte de jerarquizar debidamente los valores. Cuando se considera que el encuentro presenta un valor altísimo porque permite al hombre alcanzar el ideal de la unidad se está en disposición de dialogar con personas o grupos que sostienen ideas y conductas distintas, incluso extrañas a las propias.

El valor supremo, el que decide nuestra conducta, no viene dado en este caso por el carácter confiado de lo que nos es próximo y afín, sino por la capacidad de crear auténticas formas de encuentro y buscar la verdad en común. Esta búsqueda y ese encuentro exigen respeto, entendido positivamente como estima, aprecio del valor básico del otro, en cuanto persona, y de los valores que pueda albergar. Esa estima se traduce en colaboración, oferta de posibilidades en orden a un mayor desarrollo de la personalidad.

Quien de verdad es tolerante no es un espíritu blando que se pliega ante cualquier idea o conducta porque en el fondo no se compromete de verdad con ninguna. Es una persona entusiasmada con ciertos principios, orientaciones e ideales que defiende con vigor. Sabe que la vida es un certamen y compite con fuerza, pero acepta gustosamente al adversario y se esfuerza por verlo en toda su gama de implicaciones y matices.

Lo contrario de este modo de ver comprehensivo y respetuoso es el reduccionismo, que rebaja a las personas y grupos a algo poco relevante o incluso aversivo. Tal envilecimiento es el presupuesto para el ataque. Se dice que los boxeadores, antes del combate, no quieren oír nada relativo a la vida personal de su contrincante. Es comprensible: para atacar necesitan reducirlo a mero adversario, a obstáculo en el camino del triunfo.


ATENERSE A LA REALIDAD

De aquí que cultivar el «pensamiento débil» sin hondura ni la debida fundamentación, aceptar el «relativismo cultural» rehuir a compromisos firmes al pensar que todo punto de vista es igualmente válido, fomentar el escepticismo negar la posibilidad de alcanzar la verdad y exaltar el subjetivismo recluir al hombre a su soledad no ponen las bases de una mayor tolerancia; al contrario, avivan la intolerancia y el dogmatismo.

Sólo si reconozco, con Gabriel Marcel, que «lo más profundo que hay en mí no procede de mí», y me esfuerzo por clarificar la verdad de cuanto me rodea y la mía propia, supero el ansia de dominar que inspira las diversas formas de opresión dictatorial.

Es muy peligroso para toda sociedad carecer de convicciones sólidas por falta de capacidad para ahondar en la realidad o de voluntad para hacerlo debido a ciertos prejuicios antimetafísicos o como se dice hoy enfáticamente «posmodernos». La única garantía de libertad interior para hombres y pueblos viene dada por la decisión de atenerse a la realidad que nos sostiene a todos.

Renunciar a la metafísica al estudio de la realidad es alejarse de nuestras raíces y quedar desvalidos ante el poder del más fuerte. Los castillos de bellas palabras acerca de la solidaridad y la tolerancia edificados por los partidarios de una vida intelectual «débil» se vendrán abajo con un simple golpe de astucia por parte de los prestidigitadores de conceptos. La actitud de tolerancia y solidaridad sólo puede ser estable cuando conocemos las exigencias de nuestra realidad personal y decidimos cumplirlas.

En esta línea se mueve el dirigente político y pensador Václav Havel cuando escribe: «No debería existir un abismo entre la política y la ética. () La tolerancia empieza a ser una debilidad cuando el hombre comienza a tolerar el mal».

Una sociedad que descuida la educación de las personas en la creatividad y los valores no puede ser tolerante. Este tipo de formación exige el previo cultivo de las tres cualidades básicas de la inteligencia: largo alcance, amplitud y profundidad. Bien entendida, la tolerancia implica madurez espiritual, y esta no se logra con el mero exigir unos «mínimos de convivencia».


ANTÍDOTOS CONTRA LA MANIPULACIÓN

A este concepto de tolerancia como voluntad de buscar la verdad en común se opone la manipulación, que tiende a anular en las personas la capacidad de pensar por propia cuenta. Mientras que la tolerancia construye al promover el poder de iniciativa de los demás en cuanto a pensar y decidir, la manipulación destruye, porque juega con los conceptos y las palabras, lo tergiversa todo, siembra el desconcierto en las personas y las priva de libertad interior.

Para enfrentar con éxito la manipulación, debemos recurrir a tres medidas:

Estar alerta y saber qué es manipular, quién manipula, para qué y cómo lo hace.

Esforzarnos en pensar con rigor, utilizando el lenguaje de modo preciso.

Desarrollar nuestras posibilidades creativas en todos los órdenes: deportivo, ético, estético, profesional, religioso

Necesariamente, estas tres medidas culminarán en un cambio de actitud ante la vida y, por tanto, en un cambio de ideal. El ideal del dominio y la posesión debe ser sustituido por el ideal de servicio.

Charles Chaplin, dotado de poderosa intuición, subraya la necesidad de superar la práctica ambiciosa de la manipulación mediante la adopción de una actitud tolerante.

Después de encarnar papeles antagónicos un judío perseguido y «el gran dictador», el genial cineasta acaba convirtiendo al dictador en el portavoz de un mensaje de esperanza. No habla desde el rencor producido por los trágicos sucesos de los Doce Años. Se expresa desde ese lugar secreto donde habita lo mejor del ser humano, la capacidad de perdón, la preocupación por abrir a todos los pueblos vías de dignidad y felicidad.

«No pretendo gobernar ni conquistar a nadie proclamó Chaplin. Me gustaría ayudar, si fuera posible, a judíos y gentiles, negros y blancos». No reclama venganza contra los culpables del horror de los campos de exterminio. Pide unidad, unión en la lucha por «un mundo mejor en que los hombres estarán por encima de la codicia, del odio y de la brutalidad». Para ello debemos elevar el espíritu, situarnos en un nivel superior de pensamiento y de conducta.
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[1] Recuérdese que autoridad proviene del latín augere (promocionar), del que se deriva auctor y auctoritas.

[2] Una exposición amplia de estas fases puede verse en mi obra Inteligencia creativa. El descubrimiento personal de los valores. BAC. Madrid, 1999. O también Cómo lograr una formación integral. San Pablo. Madrid, 1997 y Manual de formación ética del voluntario. Rialp. Madrid, 1998.

[3] Antonio Vázquez Fernández. «Educación para la paz, la tolerancia y la convivencia» en Tolerancia y fe católica en España. Universidad Pontificia. Salamanca, 1996. pp. 210-211.

[4] Cfr. Inteligencia creativa Op. cit.


Por Alfonso López Quintás, 10 septiembre, 2003
Fuente:  REVISTA ISTMO

on Thursday, March 24, 2011
A veces me pregunto cómo es posible que los jóvenes no se rebelen contra la imagen que de ellos ofrecen muchos medios de comunicación. El caso es que su imagen queda siempre por los suelos, ya que ligan a la juventud con todos los registros posibles del desencanto: violencia, alcohol, drogas de diseño, uso irresponsable del sexo y un único y continuado afán por pasárselo bien. Esta pátina hedonista en la que destaca la falta de responsabilidad ha deformado una etapa de la vida por la que han suspirado todos los hombres sabios de la tierra desde la antigüedad hasta nuestros días, convencidos de que es durante la juventud cuando se forjan los auténticos valores que dan sentido al resto de nuestros días.

Hace unas semanas me topé con un viejo misionero que había vuelto a España después de treinta años ininterrumpidos en las selvas de Burundi. Su regreso tenía como propósito encontrar fondos para construir una escuela. “He visitado numerosos colegios e institutos”, me confesaba, “con la nostalgia de cuando yo me sentaba en aquellos mismos pupitres”. Fue el ímpetu de su juventud el que le empujó —después de escuchar el testimonio de otro anciano misionero— a dejarlo todo para jugarse la vida a una carta en el continente africano. “Sin embargo, en esta ocasión no he encontrado un solo chaval que sueñe con hacer de su vida una aventura. Sólo les interesa lo inmediato, lo seguro, su bienestar. A lo máximo que aspiran es a disfrutar del fin de semana, de las vacaciones”, se sinceraba.

El religioso les había relatado, con todo lujo de detalles, su experiencia en primera persona durante el genocidio de los Grandes Lagos, cuando pese al riesgo que corría decidió jugar su destino junto a la población masacrada. “Pensé que les interesaría conocer cómo hemos logrado superar el odio, pero no. La mayoría de los chicos y chicas que me escuchaban estaban pendientes del reloj”.

La juventud es la puerta de entrada a la edad adulta y en ella nos demoramos más o menos tiempo, dependiendo de numerosos factores que adelantan o retrasan el enfrentamiento con una realidad que, muchas veces, tiene poco que ver con el mundo idealizado en el que tanto tiempo estuvimos detenidos. Tal vez por eso, como me recordaba el misionero, en los países pobres la juventud apenas dura unos años mientras que en occidente se extiende durante buena parte de la vida.

La juventud es una catarsis sobre la infancia, porque nos desvela un mundo nuevo y cegador más allá del velo de la inocencia. Los jóvenes descubren una realidad en la que también hay matices oscuros que antes ni siquiera imaginaban. Al mismo tiempo, se saben dueños de una libertad que no es fácil aprender a manejar.

El joven suelta la mano del niño que fue al tiempo que el corazón le reclama ideales que den contenido a su existencia. A la fuerza quiere convertirse en voz de la justicia, en herramienta para la solidaridad, en consejero de sus amigos… Considera que esas metas son las únicas que de verdad merecen la pena. Es entonces cuando busca líderes que las representen. Porque la juventud no deja de ser un periodo de aprendizaje en el que son básicos unos referentes adecuados.

Quizás sea este el problema al que se enfrentó el misionero de Burundi: la mayoría de los jóvenes con los que se encontró carecen de esos referentes, más allá de un jugador de fútbol que se ha convertido rápidamente en millonario o de una estrella del show business que muestra una vida de cartón piedra. A fin de cuentas, la juventud actual se desenvuelve en un periodo incierto: en muchos hogares falta la figura paterna e incluso la materna por la desestructuración familiar y por las dificultades para conciliar trabajo y hogar. Muchos adolescentes llegan del instituto a una casa desierta en la que la única compañía es un televisor que no respeta horarios para menores.

Fenómenos de masas como las dos entregas de “High school musical” demuestran que los jóvenes se entusiasman cuando les presentamos personajes en los que se pueden ver justamente representados. Estas películas para la televisión de la factoría Disney han desbordado los mejores augurios de la multinacional norteamericana, que ha encontrado un filón despreciado por otras cadenas. Llegada la hora de elegir, muchos jóvenes prefieren divertirse con una pandilla en la que reina el espíritu de lucha a la hora de conseguir una meta atractiva (cantar y bailar en la fiesta de fin de curso del instituto), por más que para lograrlo deban superar numerosas dificultades, desde las malas artes de algunos de sus compañeros a la burla de aquellos a quienes les cuesta reconocer un talento singular como el del protagonista, capaz de jugar al baloncesto como el mejor, cantar, bailar y enamorarse de la alumna tímida, recién llegada al high school.

La ventaja de este tipo de películas frente a las series en teoría “diseñadas” para jóvenes, es que los estereotipos no tiran a la baja, es decir, que los líderes a admirar, los referentes, no son muchachos indolentes, mal hablados, desapasionados y conflictivos, sino todo lo contrario, lo que confirma una preocupación ya manifestada en algunos países anglosajones y en la vecina Francia a la hora de recuperar lo que conocemos como “valores tradicionales” en la escuela y la familia.

La educación en el esfuerzo y el respeto, el principio de autoridad, la responsabilidad personal o el regreso a los buenos modales no corresponden a una época pasada, arcaica, superada, sino que son los armazones indispensables para que el joven pueda adquirir seguridad en un mundo desconcertante por la rapidez con la que suceden todo tipo de acontecimientos. Las viejas virtudes de la antigua Grecia —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— siguen vigentes hoy en día. Es más, son los valores sobre los que el joven desea construir su propia vida.

Por Miguel Aranguren, publicado en ÉPOCA en abril 2008.

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on Tuesday, March 22, 2011
Como ya casi me paso de la madurez física -de la otra, que más quisiera yo-, podría hablaros del sin fin de maestros que he  conocido en mi vida. La mayor parte de ellos forman parte de  los maestros ciruelas; esos que no saben leer y ponen escuela. Tan solo un puñado muy escogido, tanto en la ficción como en la realidad, permanecen en mi recuerdo como tales.
 
Entre los maestros de "mentirijillas" de mi infancia hay dos que se adueñaron de mi corazón que, dicho sea de paso, se lleva fatal con mi raciocinio. Uno de ellos estaba interpretado por Aldo Fabrizzi y el otro por Cantinflas. Cada uno de ellos pertenecen a lo que hoy se ha dado en llamar antihéroes. Uno era fofo y con ojos de huevo, el otro ridículo y raído. Los dos para mí tiernos, entrañables con un sentido del humor y de la tragedia tan especiales que nunca consiguieron provocar en mí risas ni lágrimas, pero me mantuvieron siempre en ese espacio mágico que media entre la sonrisa y el suspiro. Aún hay un tercero que se convertía, por obra y gracia del celuloide, de sabio atómico en alumno-maestro de la inolvidable escuela de "Calabuch"; Edmund Gwenn, espléndido actor aunque hombre regordete y aparentemente insignificante conseguía robarle protagonismo, lo que hoy se llama "chupar cámara", a la maestra titular interpretada por Valentina Cortesse, sin más artilugios que la fuerza de su humanidad y unas cuantas sonrisas. Hubo otros maestros o profesores más o menos inolvidables en el cine de mis tiempos mozos. Deborah Kerr en "El rey y yo"; John Mills en "Que grande es ser joven"; Peter O´Toole en "Adios, Mr. Chips", toda una legión de estrictos jesuitas en las películas intimistas francesas, quizá mejor logrados pero que no permanecen en mi recuerdo ni para bien ni para mal. Y ya en épocas cercanas el inolvidable Fernan-Gómez de “La lengua de las mariposas” de José Luis Cuerda.
 
De todos los demás seres humanos que han sido o han pretendido ser mis maestros guardo una memoria casi fotográfica y, a pesar del tiempo transcurrido, todos ellos, según fuera su comportamiento, tienen un lugar en mi corazón con su correspondiente etiqueta de disculpa, comprensión o gratitud. Lo más triste es que, después de tantos años, a ninguno de ellos muertos o vivos les propondría -ahora se dice absurdamente "nominar", que no es más que dar nombre a una persona o cosa- para el Oscar de la Academia, porque me educaron para un mundo inexistente y no se preocuparon de enseñarme a vivir.
 
Cuando, tras muchos años de ignorancia, he conseguido descubrir que "solo sé que no sé nada" y cuando más falta me hace, no tengo maestro alguno a mi alcance que me ayude a superar este trance. Me queda, sin embargo, el enorme consuelo de saber que mis hijos, y tantos otros hijos han tenido y tienen, espléndidos seres humanos como maestros-amigos a los que siempre recordarán. Me queda, además, la esperanza de que mis nietos, y tantos otros nietos, no tengan que recurrir al cine para guardar memoria de un buen profesor, y de que alguien con buen sentido logre llevar a cabo la redacción de una buena Ley de Educación, milagro que todos esperamos desde la noche de los tiempos.
 
Y como el cine ha sido tema recurrente en estas líneas,  hay algo que quiero deciros solo a vosotros y confidencialmente. Hay un ser especial y magnífico que me acompañó, y me acompañará durante todos los días de mi vida. Sabía de ella casi tanto como de cine. Nunca intentó ser mi amigo pero ni un solo día dejó de ser mi padre. Lo poco que soy se lo debo a él. De lo mucho que quiso que fuera y no fui, solo yo soy responsable. Nadie pretendió nunca enseñarme menos. De nadie he aprendido más que de él. Llevo grabado en el alma el hermoso ejemplo de su silencio. ¡Él, que dominaba siete idiomas, medía siempre sus palabras! En alguna ocasión ya he dicho que me enseñó a  valorar, como de puntillas y sin querer, lo preciosa que es la vida. Fue él quien me adiestró en la difícil tarea del diálogo y de la comprensión; quien me proporcionó los primeros libros; quien me aficionó al estudio de otras lenguas; quien me animó en mis primeros escarceos en la poesía; quien, desde que era una mocosa, me hablaba como si fuera un premio nobel. De este maestro vocacional aprendí todo lo que sé de bueno y nada de lo que la vida me ha ido enseñando de malo. Este maestro mío, ingeniero industrial por más señas, tuvo muchas más penas que alegrías. Gozó de una precaria situación. Trabajaba en una empresa familiar que le explotaba sin miramientos y escribía o traducía hasta altas horas de la madrugada para que su mujer y sus hijos pudieran tener, sin caprichos, todo lo mejor. En mi recuerdo y en mi presente, vengan bien o mal dadas, siempre encuentro un lugar para la sonrisa y la disculpa, no porque yo sea más o menos benevolente, sino, porque cuando era niña y más lo necesitaba, ese maestro de maestros supo inculcar en mi ánimo y sin pretenderlo lo único realmente importante. Ahora ya no sé como se define. Antes lo llamábamos... amor.

Por Elena Méndez-Leite
 
 
on Friday, March 18, 2011
Reseña Literaria: "MEMORIAS Y DESAHOGOS",  de Amando de Miguel.


El sociólogo Amando de Miguel se confiesa en estas interesantes memorias, escritas a la edad de 73 ya que el protagonista nació en 1937. En lo concerniente a la presentación del libro se nota que INFOVA ha realizado una edición de calidad, en la que cabe resaltar papel y originales dibujos y diseños que ilustran el mismo, me parece muy buena la idea de que el texto tenga como fondo algunas fotos que acompañan al libro, el ensayo tiene múltiples fotografías del autor y de los protagonistas. Lo primero que cabe destacar de esta obra es que Amando de Miguel escribe con sinceridad, que se agradece pues se confiesa en muchos ámbitos, especialmente en lo referente a sus relaciones familiares y en el papel axial que juega su madre en su vida.

Comienza el sociólogo hablando de los duros años de la posguerra y de la vida en el pueblo zamorano de Pereruela donde vio la luz el ilustre intelectual.

Como vivimos en una sociedad muy confortable conviene reflexionar sobre la dureza de la vida hace no tantos años. Prosigue el autor con la emigración de su padre a San Sebastián, donde tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir.

El retrato de la vida escolar de Amando es una interesante descripción de cómo era la vida infantil en la época y del tipo de educación que recibió, en líneas generales la Iglesia sale bien parada en este capítulo, De Miguel nos habla de su formación universitaria, de sus opiniones sobre los profesores y de su etapa de Estados Unidos dónde amplió sus estudios.

El libro es de fácil lectura y va ganando conforme se va leyendo, el autor confiesa su admiración por Pío Baroja y Cela. Dedica algunas páginas a analizar su propio estilo de escribir, que a mi juicio abusa de las frases cortas. Es un ensayo que conviene leer con el diccionario cerca, ya que la gran cultura del autor conlleva la utilización de palabras que, al menos para mí, resultaron desconocidas y que paso a enumerar: Trebejo (juguete), iatrofobia (fobia a los hospitales), mancera (esteva del arado), lábil (frágil, caduco, débil), hipocorístico (dicho de un nombre que en forma diminutiva, abreviada o infantil, se usa como denominación cariñosa, familiar o eufemística).

Por Martín Hernández-Palacios 



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on Thursday, March 17, 2011
Antiguamente, ser abuelo era tenido como signo de gran cariño y de respeto dentro de la familia más extensa que entonces existía, y también era sinónimo de distinción, de sabiduría y de alta consideración por parte de toda la sociedad. El abuelo era visto entonces algo así como portador de los valores esenciales de la familia, de las tradiciones y de las buenas costumbres que iban así pasando de padres a hijos y nietos, enlazando las sucesivas generaciones. Y se les consideraba también como un valiosísimo depósito de experiencias, de sabios consejos y de remedios y soluciones para afrontar los diversos problemas surgidos en la vida real dentro de las relaciones tanto familiares como sociales. Y es que, las personas y los pueblos que no respetan a sus mayores, en este caso a los abuelos, ni siquiera se respetan a sí mismos, porque un país que no valora su pasado, lo mismo que un individuo que no honra sus raíces, sus vínculos de sangre, pues difícilmente puede mirar hacia su futuro y honrarse ellos mismos. Y ahora, en demasiados casos, es casi consustancial con nosotros mismos la indiferencia y pérdida de estima, de reconocimiento y consideración hacia los abuelos incluso por los propios hijos y nietos. Y ello se cree que sucede así por la pérdida y menoscabo general que, a todos los niveles, están sufriendo los valores esenciales que siempre fueron elemental norma de conducta y soporte básico sobre el que se han apoyado la familia y la sociedad en todas las épocas pasadas.

Y es este un aspecto sumamente importante en las familias. Porque, ¿quién no recuerda de la época ya lejana en la que fuimos niños aquella imagen siempre cercana, bonachona, cariñosa, tolerante y tierna de nuestros abuelos? Y es tan intenso y tan verdadero el cariño de los abuelos hacia sus nietos, que con frecuencia se suele decir por ellos mismos que quieren tanto o más a éstos que como en su día quisieron a sus hijos cuando eran pequeños. Uno piensa que quizá no sea eso del todo cierto, porque un hijo es el vínculo más fuerte de sangre que une a las personas dentro de la familia. Y, aunque son dos cariños probablemente igual de intensos, ambos son luego distintos por su propia naturaleza. Lo que sucede es que los nietos son para los abuelos algo así como un refresco de nuevas sensaciones y de renovados sentimientos de cariño, precisamente cuando comienzan a sentir cierto vacío por parte de los hijos cuando éstos ya se emancipan, se independizan y se van haciendo más distantes a medida que ellos van también formando su propia familia y les va naciendo su nuevo cariño y nuevas preocupaciones de padres por sus hijos.

Les ocurre también a los abuelos que ven en sus nietos el recuerdo que sobre ellos más se va a prolongar en el tiempo por ley natural de vida, porque normalmente van a durar más para recordarlos durante más tiempo que sus propios hijos. Y, asimismo, ven los abuelos en sus nietos la necesidad que éstos tienen cuando son pequeños de protección y de dedicarles los mejores cuidados y los muchos mimos, que sus hijos ya no necesitan por ser mayores; mas ese mejor trato, quizá más tierno, más tolerante y menos severo de los abuelos con los nietos que cuando tenían la responsabilidad de criar a sus hijos, pueden tenerlo ahora con los nietos al no alcanzarles ya la responsabilidad directa que en su día les obligaba para con sus hijos, y también por aquello de que los abuelos comenzamos a entrar en el declive de la edad, cuando ya uno va estando de vuelta de todo en la vida y comienzan a relajarse el más firme carácter y la intolerancia anteriores en los planteamientos y en las actitudes de cara a darles una esmerada educación, formarlos y educarlos dentro de un ambiente de absoluto cariño, pero, a la vez, bajo los principios de responsabilidad, entrega y dedicación al estudio y buenas costumbres.

Pero es lo cierto que esa situación de mayor tolerancia, de cariño más tierno y hasta de disimulada complicidad que suele darse entre abuelos y nietos, pues resulta que, en esta sociedad cada vez más laica, más consumista, más materialista y de progresiva pérdida de los valores en que vivimos, pues con mayor frecuencia se ve luego truncada por esa realidad tan compleja, tan lamentable e incluso en ocasiones tan enconada de ira que suele darse en los actuales matrimonios, como es la ruptura conyugal de los padres de los niños. Y eso resulta ya de por sí tan traumático y doloroso para los hijos pequeños, sobre todo cuando la separación o el divorcio tan frecuentes no se hacen de forma civilizada o de mutuo acuerdo, como que esa situación suele utilizarse por el cónyuge que tenga la guarda y custodia de los hijos como arma arrojadiza para chantajear y vengarse del otro cónyuge que no la tiene, negándose entre ambos el régimen de visitas a los hijos no ya solamente entre ellos mismos, sino que en bastantes ocasiones el problema trasciende igualmente a los abuelos, a pesar de que lo más probable es que ninguna culpa hayan tenido en las desavenencias matrimoniales. Y, a juicio de quien escribe, esa es una crueldad inhumana e injusta que jamás deberían sufrirla como problema añadido ni los abuelos ni los nietos, y a la que los Tribunales de Justicia se han encargado de poner ya coto en numerosas sentencias, reiteradas y constantes, que han llegado a constituir un amplio acervo jurisprudencial del Tribunal Supremo, que insistentemente ha venido aplicando el derecho al régimen de visitas de los abuelos a los nietos, principalmente, desde sus sentencias de 7-04-1994, 11-06 y 17-09-1996, 11-06-1998 y Auto de 3-05-2000, entre otras muchas, y de los demás órganos judiciales. . Y, además, esa es también la doctrina que emana del espíritu de la Convención de las Naciones Unidas sobre el menor, ratificada por España.

Buen ejemplo de lo que se aduce se tiene en dicho Auto de 3-05-2000, cuyo relato fáctico se refiere a la prohibición que a una menor había impuesto su padre de entrevistarse y continuar manteniendo relaciones familiares con los abuelos maternos, por el simple hecho de que se hallaba separado de la madre de la niña y sin que para ello mediara otra causa alguna, ya que como único motivo de tal prohibición, se aducía por parte del padre que no debía obligarse a la niña a cumplir con el derecho de los abuelos a entrevistarse con ella, sino que debía ser la nieta la que libremente decidiera si quería mantener o no tales relaciones familiares con los abuelos. Sin embargo, a instancia de éstos, el Tribunal Supremo se pronunció en todos los casos en el sentido de que es el interés superior del menor, como principio inspirador de todo lo relacionado con él, lo que vincula al Juez, a todos los poderes públicos e incluso a los padres y a los ciudadanos. O sea, que es aquello que más interese al menor lo que ha de prevalecer y ser tenido en cuenta como bien jurídico más necesitado de protección; cuya doctrina jurisprudencial, lógicamente, lleva necesariamente aparejada una más favorable situación para los hijos menores de edad de matrimonios desavenidos que quizá puedan así encontrar en las relaciones con sus abuelos la estabilidad y el buen ejemplo que muchas veces no pueden tener tras la ruptura de la convivencia conyugal de los padre; cuyo cariño, calor familiar, buenos consejos y especiales atenciones de los abuelos tan importantes son para el desarrollo integral de todos los niños en esa temprana edad en la que todo tanto se les graba.

Pero es que, además, con independencia de lo que digan las normas reguladoras y las sentencias de los Tribunales de Justicia, en materia familiar se tiene luego también lo que es la figura entrañable de los abuelos, que unen luego también a su dulzura de trato familiar ese caudal tan rico de experiencias y de sabidurías acumulado que los mayores poseen, y que a través de ellos se van transmitiendo a las sucesivas generaciones. Por eso, los abuelos son también algo así como profesores eméritos de las cosas de la vida y de las relaciones familiares, que sería muy conveniente valorar bastante más, como elemento que cohesiona la estructura familiar y que luego redundaría en favor de la sociedad en general. Quitarle a un niño la posibilidad de recibir el tierno cariño y el caudal tan grande de la sabiduría y la experiencia que pueden aportarle sus abuelos, además de crearles a abuelos y nietos uno de los mayores traumas, es privar al menor de uno de los bienes más grandes que se pueden tener dentro del desarrollo integral del niño. O, al menos, quien tiene hoy la dicha de poder disfrutar, sin traba alguna, de un ramillete de cuatro preciosos nietos (dos niños y dos niñas), que le roban a uno los cinco sentidos y que, a su vez, también goza de poder ver la felicidad de los padres de los pequeños que adorando a los niños, pues, así, necesariamente se siente obligado a expresarlo tal como lo vive.

Por Antonio Guerra Caballero


on Saturday, March 12, 2011
 "Es necesario colocar el bien supremo en un lugar tan elevado que ninguna fuerza humana pueda derribarlo: allí donde no tengan acceso ni el dolor, ni la esperanza, ni el temor, ni cosa alguna que pueda causar deterioro en los atributos del sumo bien". Séneca

La corriente revolucionaria y reivindicativa que esta sacudiendo el norte de África en las últimas semanas, no es algo casual o sobrevenido de forma repentina. Independientemente de que en algunos casos pueda haber intereses ocultos, una cierta organización o determinada premeditación, que puedan estar contribuyendo a impulsar todo ese movimiento social, lo que verdaderamente moviliza al conjunto de una sociedad es un profundo sentimiento de frustración, la pobreza y las condiciones precarias en la que viven la mayoría de las personas que la componen, la limitación de las libertades personales y una manifiesta sensación de injusticia. Cuando confluyen esas variables, el orden social y el sistema establecido terminan siendo insostenibles, de forma que, antes o después, se colapsan y acaban siendo sustituidos por nuevas formas de ordenamiento político y social.

Aparentemente, en nuestra acomodada sociedad occidental y particularmente en España, las cotas de prosperidad económica y de libertad alcanzadas son de las mayores que podemos encontrar en nuestro planeta y sin duda nuestras condiciones de vida son, con diferencia, netamente superiores a las que podemos observar en otras muchas regiones del mundo y en particular respecto al norte de África.  Sin embargo, al profundizar algo más en el asunto y si nos paramos a reflexionar y a estudiar las cifras estadísticas, es relativamente fácil constatar que la nuestra, todavía dista mucho de ser una sociedad de verdaderas libertades, la injusticia sigue estando presente y la crisis económica esta provocando que los índices de pobreza sean cada vez mayores. De hecho, y respecto a esto último, los datos son estremecedores:

  • En la UE hay cerca de 20 millones de niños en riesgo de pobreza y 80 millones de pobres, de los que más de 9 millones corresponden a nuestro país.
  • El 22,7% de la población en España esta por debajo del umbral de pobreza, más de 10 puntos por encima de la media de la UE. 
  • La tasa de riesgo de pobreza infantil es del 24%, la de los ancianos un 28% y la de las mujeres de un 30%
  • En España casi 2 millones de niños viven en hogares con riesgo de pobreza.
  • Casi el 60% de los hogares españoles tienen dificultades para llegar a fin de mes.
  • En las cárceles españolas hay cerca de 80.000 reclusos; en el año 2001 la cifra era de 47.571, es decir, casi se ha duplicado en los últimos 10 años.
  • La cifra de parados ya se aproxima en España a los 5 millones, lo que supone una tasa cercana al 21%, más del doble de la media de la Unión Europea. 

Con todo, lo que verdaderamente contrasta con estos datos y constituye una verdadera aberración es el hecho innegable de que no es tanto un problema de falta de riqueza, o incluso de distribución de la misma –al menos sobre el papel-, sino de la pésima gestión durante las dos últimas décadas que las administraciones locales, regionales y nacionales han hecho de ingentes cantidades de recursos económicos, que en una importante proporción han sido dilapidados, empleados en triviliadades o en proyectos de más que dudosa utilidad, o cuya principal utilidad era de carácter electoralista, sin que además existiera una adecuada planificación a medio y largo plazo.

A ello habría que añadir el continuo desvío de las importantísimas sumas de dinero que terminan colándose por el sumidero de la corrupción. Así y según las Memorias 2010 de la Fiscalía Anticorrupción, durante los últimos 10 años en España se han sustraído 4.158 millones de Euros por casos de corrupción, es decir casi 700.000 millones de Pesetas… Cifra en la que todavía no se computan los últimos casos que están apareciendo, como el tema de los ERES de Andalucía, que ya se estima en cifras próximas a los 700 millones de Euros. Y estos son los casos de los que se tiene constancia, pero como la misma fiscalía cita “es de todos conocido que un número indeterminado de acciones criminales realmente ejecutadas, delitos o faltas según su entidad, nunca llegan a conocimiento de los órganos encargados de su persecución y por tanto nunca pueden ser computadas a efectos estadísticos en los estudios y valoraciones”.

Al final y en esencia, el problema es que de alguna manera seguimos inmersos en un régimen feudal, disfrazado, eso sí, de democracia. Un régimen en donde el ejercicio de la violencia, la injusticia y la rapiña se lleva a cabo de manera mucho más sutil, pero en el fondo casi de forma tan injusta y esclavizante como la que podía existir en nuestra sociedad hace 700 años. Como ya apuntaba Platón, “La obra maestra de la injusticia es parecer justa sin serlo”.

En ello influye el ínfimo nivel moral e intelectual que de un tiempo a esta parte demuestran tener la mayoría de nuestros políticos y gobernantes. No sólo eso, sino que poco a poco se han ido convirtiendo en una clase privilegiada, que generalmente vive de espaldas a la sociedad que se supone representan. Una casta arraigada al margen del resto de la sociedad y sin duda muy por encima del nivel económico de la mayoría, como lo demuestran tanto las diferencias toleradas y consentidas en lo que se refiere a las condiciones salariales y de acceso a la pensión de jubilación, como la sensación de impunidad frente a las leyes a las que, en cambio, si deben someterse el resto de los ciudadanos. Leyes que además se perciben muchas veces como injustas e inadecuadas y que con frecuencia se adentran claramente en el ámbito de la libertad individual, para restringirla a unos mínimos que empiezan a ser asfixiantes.

Junto a ello, una de las causas más directas e importantes de esa sensación de asfixia, es que para que las administraciones puedan mantener su nivel de gasto desaforado, para mantener el tren de vida de los políticos, o para tapar los agujeros que toda esa deficiente gestión va dejando tras de sí, no queda más remedio que recurrir –igual que en la edad media-, a un aumento exagerado de la presión fiscal sobre los ciudadanos y a un empobrecimiento de su calidad de vida, que de nuevo se maquilla y ampara tras algunas leyes cuyos principios inspiradores se supone que son otros. El problema es que cada vez queda menos que exprimir de esos bolsillos y las condiciones de vida empiezan a ser realmente duras para una buena parte de nuestra sociedad.

Entre otras cosas, porque el liberalismo desmedido, el consumismo desproporcionado, la especulación inmobiliaria y las veleidades de la banca, han acabado con la independencia económica de la mayoría de los españoles, convirtiéndonos en esclavos del dinero. Un dependencia que día a día se acentúa y condiciona buena parte de nuestra vida, hasta el punto de poner en peligro nuestra felicidad, las metas personales en lo que a realización y espiritualidad se refiere, la libertad e incluso los propios valores sobre los que, al menos en un principio, se habían asentado todos esos derechos que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra historia y que hoy vuelven a estar en claro retroceso.

Ante este panorama podemos seguir mirando para otro lado; podemos seguir asistiendo a los espectáculos que nos abstraen de la realidad; podemos seguir viviendo de fútbol y de farándula iletrada, amoral y chabacana; podemos seguir consumiendo sin medida, de forma irresponsable y por encima de nuestras verdaderas posibilidades y de las de nuestro planeta; podemos seguir viviendo de prestado, de lo que no tenemos o de espirales especulativas; podemos seguir consumiendo riqueza para subvencionar lo injustificable y maquillar gestiones deficientes y deficitarias de las administraciones públicas; podemos seguir alimentando esas cifras de pobreza, fracaso escolar, paro y población reclusa. Podemos seguir exprimiendo los bolsillos de los ciudadanos, hasta que ya no quede nada más que exprimir. Podemos seguir insultando a la esencia misma de la vida con las espeluznantes cifras del aborto: entre 1994 y 2008 se produjeron 20.635.919 de abortos en Europa y 1.106.743 en España. Podemos seguir pateando los valores, trastocando la esencia del concepto de justicia y legislando para recaudar o con las miras puestas en las urnas, en contra de la razón, la inteligencia y el sentido común...

Podemos seguir engañándonos… Pero me temo que no podremos eludir por mucho más tiempo las responsabilidades y las consecuencias que todo ese despropósito mantenido en el tiempo conlleva. El modelo no es sostenible y al igual que en el norte de África, al final terminará por colapsarse… en realidad ya ha comenzado a hacerlo y es tan sólo una cuestión de tiempo el que podamos asistir a la desaparición de este modelo social irresponsable, ilógico, antinatural, corrupto, injusto, esclavizante y deteriorado, que nos ha llevado a una absoluta pérdida de referencias adecuadas y a una crisis de aquellos valores que hicieron posible construir el estado de bienestar… de bien estar. Entre otras cosas, porque la inmensa mayoría ya no esta bien; ya no se siente bien.

Si queremos que nuestra sociedad sea verdaderamente sostenible, deberemos recuperar la mesura, la buena gestión de las administraciones, el control del gasto. Deberemos erradicar la corrupción, controlar la especulación y volver a unos impuestos razonables y razonados. Deberemos terminar con la política de la subvención y el subsidio fácil e injustificado, apoyando por el contrario a la investigación, a lo que verdaderamente constituye y forma parte de nuestra cultura y a las iniciativas empresariales serias y respaldadas por estudios de viabilidad equilibrados. Deberemos conseguir que las leyes nos vuelvan a hacer más libres, en lugar de sentirnos más esclavos ante su presencia. Deberemos volver a valorar el esfuerzo, el tesón, la habilidad, el arte, la maestría, el afán de superación, el conocimiento, el sentido común. Deberemos mejorar nuestro sistema educativo, como uno de los mejores instrumentos para impulsar el conocimiento y el pensamiento crítico. Deberemos proteger a la familia, como la institución social más importante, núcleo de solidaridad social esencial y elemento fundamental en la transmisión de valores. Deberemos superar la crisis de liderazgo que nos atenaza y llevar también a la política el concepto de excelencia. Volver a lo ejemplarizante, a lo que puede ser ensalzado desde el humanismo y los valores esenciales... Volver a inspirarnos en la inteligencia y en el amor, los dos principios universales que deberían impulsar y presidir todos nuestros actos.

Por el contrario, un modelo social en donde todo ello se ha convertido en una desventaja competitiva, en una pesada mochila que algunas personas parecen llevar a cuestas, en algo que rara vez se recompensa o que se recompensa en mucha menor medida que lo opuesto, es un modelo social insostenible y avocado al fracaso; a su desaparición; a su colapso. Un modelo social basado en el economicismo, que recompensa todo aquello que llama la atención, “vende” y genera beneficios materiales, todo lo que incrementa los índices de audiencia, las discusiones y la polémica de corrala o simplemente por el hecho de ser basto, grosero, provocativo, novedoso, escandaloso, alterador del orden, fácil o parte de una moda e independientemente de cualesquiera aspectos éticos y morales, es un modelo que lleva escrita su fecha de caducidad.

Si queremos que nuestra sociedad sea verdaderamente sostenible deberemos invertir ese perverso modelo, ese insostenible proceso involutivo, de forma que lo atractivo, lo que llame la atención, lo que venda, lo que convoque a los medios de comunicación, lo que obtenga minutos en la televisión, lo que sea ensalzado, deseado, transmitido, comunicado, valorado y recompensado; lo que enseñemos a nuestros hijos, lo que quede como legado para las generaciones venideras, lo que nos permita, en definitiva, evolucionar hacia un mundo mejor, sea todo aquello que hace mejores a las personas y no justamente lo contrario. Como nos recuerda Aristóteles, "La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía".

Para ello es muy posible que debamos renunciar a algunas cosas y sobre todo recuperar ese sentido común y esas referencias que nunca deberíamos haber extraviado. A cambio obtendremos un modelo de sociedad sostenible y por encima de ello, las condiciones para que las personas puedan buscar esa paz interior que no tiene precio y que debería ser el verdadero y último objetivo de toda sociedad. Una paz que por momentos nos aproxime a una felicidad que no dependa exclusivamente de lo material y que nos ayude a profundizar en esa espiritualidad que debería guiar siempre los pasos del ser humano. Nos queda mucho –muchísimo- por recorrer, pero me gustaría pensar que cada día estamos un poco más cerca por el simple hecho de caminar en la dirección adecuada.

on Thursday, March 10, 2011
Había una vez, en las lejanas tierras de Asia Central, al no­roes­te de Kabul, un hermoso valle al pie de las montañas del Indu Kux. En sus riscos de arena rojiza brillaban al sol los filones de plata, entremezcla­dos con la riqueza mineral del cobre, el plomo el cinabrio el cinc y el azufre que, en silen­cio, envi­dia­ban las irisaciones mágicas de los rubíes del vecino Badas­chan. Del Indu Kux nacían numerosos ríos que rega­ban generosa­mente sus campos de trigo y saciaban la sed de los tamarindos los álamos, las zarzamoras, los sauces, pinos y plátanos que poblaban los bosques cercanos, por los que paseaban leones y leopar­dos, tigres, osos, hienas y chacales, mientras se oían las risas chi­llonas de los monos jaraneros que , a cientos, saltaban de rama en rama  por la espesura. 

Como la región era paso obligado entre la India y el Golfo Pérsico, muchos eran los que contaban ,a su regreso, las expe­riencias allí vividas. Enterados así los Superiores budistas hindúes de la existencia de este lugar privilegiado, envia­ron a sus monjes para que construyeran en aquel paraíso un lugar de reposo y ora­ción, en el que los integrantes de las cara­vanas que empren­dían la Ruta de la Seda, pudieran descansar sus maltrechos huesos y elevar sus oraciones a Buda. Así pues, desde el siglo II y a lo largo de los siglos III y IV de nuestra era, aquellos hombres excavaron la roca edificando un total de 10 monasterios y habilitando innume­rables cuevas, que llegaron a alojar a más de 5.000 monjes. Fueron aquellos misioneros los que decidieron levantar dos esta­tuas inmensas que pudieran ser distinguidas como puerto de claridad desde la lejanía, por los peregrinos que hacia allí se acerca­ban. Pidieron ayuda a los nobles campesinos afga­nos, que hubie­ron de abandonar por algún tiempo su tarea de cazado­res, ocupar a las mujeres en las tareas del laboreo, y dejar descan­sar a sus halcones, para prestar el sudor de sus brazos a tan magna tarea. Una vez cavados los impresio­nantes nichos que habían de albergar las efigies de los dioses, talla­ron en la piedra las estatuas. No les pareció suficiente su imponente tamaño, habían de esculpir manos que acogieran, ojos que miraran, cubriendo luego  sus cuerpos divinos de fastuosos ropajes tallados en la piedra, sober­bias túnicas de aire grie­go, como aquellas que la tradi­ción atribuía a Alejandro el Grande, cuan­do, al frente de sus tropas, cruzó los desfiladeros cercanos de Kodxak y Cha­wack. Terminada la talla, las recubrieron de estuco y las pintaron. El Buda grande, de más de medio centenar de metros, sería el Buda rojo, como los rubíes de Badaschan, el Buda de menor tamaño se teñiría de azul, el añil de los cuen­tos.

Muchos de cuantos comenzaron el trabajo no llegaron a ver culmi­nada su obra pero, al fin, llegó el día en que desde la leja­nía aquella mágica visión podía contemplarse, y cuantos se acer­caban al valle de Bamiyán admiraban extasiados el milagro de los majes­tuoses dioses, puestos en pie, guar­dan­do la puerta de su cueva, dominando el paisaje, mirando desde las cuencas potentes de sus ojos la fe del caminante, al resguardo de las crueles tor­men­tas de nieve en el invierno, y a altura conve­niente para evitar la incle­mencia de los cincuen­ta grados de calor que el sol dejaba en el valle durante la época de estío. La piedad de propios y extraños, peregrinos de aquellos caminos, agradecía su presencia. Les atribuían poderes benéficos de paz espiritual y prosperidad en sus trueques, y alentaban su fe religiosa. Los monjes, por su parte, curaban las enferme­dades de alma y cuerpo y, así, este valle se fue poblando de visitan­tes que mostraban su gratitud cubriendo a ambos dioses de es­plen­dorosas joyas. Allí perma­necie­ron las dos imágenes durante milenios de vino y rosas, allí se encontraban hasta hace unos años, impasibles, mudos, expectantes.

La humanidad avanza ¿o retrocede? En nombre de otra fe, hace más de diez siglos, habían mutilado las manos y las piernas de los budas; su altar y su cobijo fue utilizado en la pasada centuria como almacén de misiles; los campos de trigo intermi­na­bles se cubrieron de opio y hachis asesinos, hasta llegar al momento en el que los chacales y lobos que antaño la pobla­ron pacíficamente dieron paso a otras fieras más dañinas que, con disfraz de hombre, expandieron el horror indes­criptible en el que desde hace ya demasiados años, se debate el pueblo afgano,­ víctima de un fanatismo tremendo, inex­plicable.

Fue en otro mes de marzo de hace ahora diez años, cuando supimos que todas las imáge­nes de Afganistán iban a ser destruidas, y nadie en todo este llamado civilizado mundo fue capaz de impedirlo ¿y aún nos extraña? Sabíamos, ya que los enemigos eran colgados como trofeos de guerra en la boca de sus cañones; que sus propios hermanos eran ahorcados en la plaza pública a la vista de propios y extraños; que había más de 800.000 minas ente­rra­das segando cada año la vida de más de 8.000 afganos y sembran­do los caminos de cientos de mutila­dos. Sabía­mos también, por activa y por pasiva, que las mujeres vivían enfundadas en la cárcel de tela del Burkha maldi­to de por vida, que miles de ellas enloquecían de sufrimiento, y que otras tantas se suici­daban, hartas de frío, de terror y de hambre. Que las escue­las estaban cerra­das, y los niños que, a duras penas, sobrevivían, deambu­laban por las calles tuberculo­sos, asmáti­cos, y mal nu­tri­dos, sin tener derecho a asis­tencia médica, como sus abuelas, como sus madres- Lo sabíamos pero....!No hícimos nada! 

Este el suma y sigue de aquella historia que comenzó en las serenas colinas del Hindu Kush hace ya miles y miles de años y en su espanto seguirá si no lo impide nadie, En la actualidad nobles expertos de la UNESCO  reúnen cuidadosamente los pedazos de aquella tropelía para estudiar la posibilidad de su reconstrucción, magna tarea que alabamos pero...¿Hasta cuando deberemos estar cosiendo heridas de fanatismos de uno u otro signo y restaurando en años lo que la metralla tarda segundos en destruir?  Sigue habiendo demasiados errores y  horrores que claman justicia mientras nosotros desde la lejanía  miramos hacia otro lado sabedores de que la inhumanidad es nuestro patrimo­nio.¡Que Yahvé, Buda o Alá nos amparen, si así puede ser!    

Por Elena Méndez-Leite