on Tuesday, September 27, 2011
DISCURSO DEL PAPA ANTE EL PARLAMENTO ALEMÁN
Reichstag, Berlín
22 de septiembre de 2012

Ilustre Señor Presidente
Señor Presidente del Bundestag
Señora Canciller Federal
Señor Presidente del Bundesrat
Señoras y Señores Diputados

Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a tener este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a tener este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el  dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]. 

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil. 

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza  – con palabras de Hans Kelsen  – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública  – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que  – me parece  – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años –en 1965  – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte –dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5] ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero 
derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.

NOTAS:

[1] De civitate Dei, IV, 4, 1.
[2] Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.8
[3] Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit. 15-21.
[5] Citado según Waldstein, op. cit. 19


on Saturday, September 24, 2011
"No hay salida de la crisis económica y financiera si sólo hablamos de ésto... no se puede solucionar esta crisis, porque no es una crisis económica y financiera. Es una crisis de ética, una crisis moral, una crisis de valores; una crisis de sentido de la existencia".


Tras haber dedicado la mayor parte de su vida profesional a la banca tradicional, Joan Antoni Melé es en la actualidad Subdirector General para España de TRIODOS BANK, un banco europeo con 31 años de experiencia en banca ética y sostenible.  En mayo de 2010 impartía en Madrid esta magistral y clarificadora conferencia a los antiguos alumnos de la ESCUELA DE ORGANIZACIÓN INDUSTRIAL

A pesar de su duración, merece la pena constatar a través de sus palabras -expresadas en un lenguaje sencillo y ameno-, que las crisis económicas también pueden transformarse en importantes motores de cambio social; cambios positivos, que no sólo son deseables o necesarios, sino que pueden llegar a ser una realidad. Cambios que cada uno de nosotros podemos impulsar, a través de la toma de conciencia y del sentido de la responsabilidad. Y una de las transformaciones más importantes a la que asistiremos durante los próximos años, es la referente al uso y aprovechamiento del dinero, que sin duda y forzosamente, deberá ser mucho más responsable, solidario y sobre todo sujeto a criterios éticos y no exclusivamente económicos.


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on Tuesday, September 20, 2011
"Europa hoy no es nada, sólo es un mercado".


José Ignacio Ruíz es historiador, investigador, escritor, Académico Correspondiente de la REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNIVERSIDAD DE ALCALÁ DE HENARES

Acaba de publicar el ensayo El colapso de Occidente, en el que disecciona la crisis actual desde una perspectiva histórica.

Junto a su colega Francisco Mochón, doctor en Economía, el profesor Ruíz nos arroja las claves de la recesión que azota el mundo occidental en un original trabajo.

-En su libro dibuja un panorama paradójico sobre el momento actual. Por un lado, muestra que hay algo alentador en las lecciones que podemos aprender de lo que está ocurriendo, y por otro, no esconde la crudeza del presente. ¿Estamos ante una crisis del sistema de Estado de bienestar o es, más bien, ese Estado de bienestar el que ha traído la crisis?

-A consecuencia de la crisis sistémica en la que nos vemos envueltos, el Estado de bienestar se encuentra profundamente afectado, entre otras razones, porque hoy hay muchos más dependientes que cuando se concibió. Por otra parte, el gasto que genera está muy por encima de los ingresos. Pero el verdadero problema es que el sistema en general, por encima del Estado de bienestar, está prácticamente quebrado.

-Esta crisis económica ha dejado en tela de juicio muchos parámetros y comportamientos económicos. No obstante, ¿estamos inmersos también en una crisis de valores?

-Los sistemas sociales son económicos y también político-culturales. El problema en la historia es que esos planos no tienen el mismo tempo, pero se hallan conectados como vasos comunicantes. Cualquier alteración en uno de ellos se transmite a los demás, aunque con un desfase temporal. El funcionamiento del sistema ha generado una lógica cultural dominada por un valor que no ha existido siempre, y que se llama beneficio. Todo el sistema socioeconómico y cultural se ha visto atravesado por esa lógica del beneficio subordinando todo lo demás. Con ese valor dominante se ha generado, a largo plazo, una cultura en la que lo que no sea beneficio casi ha dejado de tener sentido y, desde luego, valor. En una sociedad de Antiguo Régimen (las anteriores monarquías absolutas) en el que el valor dominante era el honor, el beneficio era visto como algo de villanos. Cada sistema tiene su universo de valores y hoy todo está quebrado, la gente no sabe a qué apuntarse. Todo suena feo y nada parece servir. Esto significa que no hay confianza en el sistema en su totalidad.

-Hemos querido creer ingenuamente que los mercados se autorregulaban sin que fuera necesaria la intervención estatal y usted lo comparte en sus páginas. ¿Qué propone?

-El problema del hombre en general es el equilibrio. Con los mercados se tiende a la búsqueda de ese equilibrio. El problema es que los mecanismos no son automáticos y se producen desfases. El Estado debe intervenir en determinados momentos y ante determinadas circunstancias, pero no debe provocar alteraciones innecesarias y de ineficiencia dentro del funcionamiento del sistema. Si con los mercados hay que vigilar que cumplan con las reglas, también debemos exigírselo a los estados. Hoy día los sistemas socioeconómicos van por un lado y los sistemas políticos van por otro. Casi podríamos decir que los estados nacionales luchan por mantenerse a cualquier precio a pesar que estén caducados, y no respondan a las necesidades de los sistemas sociales. Hoy deberíamos estar políticamente en espacios transnacionales que dieran sentido a los ámbitos económicos, porque los mercados nacionales no existen. Sin embargo, mantienen estructuras políticas que no sirven a las realidades sociales, tan solo a los grupos oligárquicos aupados al poder; pero pugnamos por estructuras administrativas miniterritoriales que reproducen formas del caduco Estado nacional. El disparate es mayúsculo. Esta es otra de las disfunciones que llevan al colapso de occidente.

-Defiende que las crisis son cíclicas e inevitables. ¿Eso equivale a pensar que la economía es un animal con vida propia ajena a las voluntades de las naciones?

-Son cíclicas e inevitables, porque los sistemas sociales y económicos los hacen los hombres para un momento concreto de su vida. ¿Tiene la sociedad las mismas necesidades en un momento que en el otro? Los estados deberían prever estas cosas. Sin embargo eso supone que tienen que aprovechar las vacas gordas, cuando las hay, e invertir para cuando llegan las flacas. ¿Quién en los momentos de bonanza se para a pensar que después vienen las flacas? El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.

-También sostiene que las recesiones, a pesar de sus dramáticas cifras, no son buenas ni malas y, encima, tienen la ventaja de ayudar a que se supriman cosas que ya no sirven. ¿Cómo cree que pueden encajar esto los casi cinco millones de parados españoles?

-Es la lógica del funcionamiento del sistema. Se podría decir que todo lo que sube baja. Nos esforzamos demasiado en demostrar que todo tiene que ser o bueno o malo. Hay cosas que son así por su propia naturaleza. La realidad es la que es. Producido un desequilibrio, hay que volver a encontrarlo. El drama de los cinco millones de parados no se arregla negando las recesiones y diciendo que los sistemas nunca se caen. En el libro arrancamos de la caída del Imperio romano y del hundimiento del sistema feudal y tras esto recopilamos buen número de crisis coyunturales que también modificaban en parte el modelo. Las crisis y el problema del paro se arreglan, primero diagnosticando lo que pasa, y después poniéndose manos a la obra para transformar las estructuras que nos permitan un nuevo edificio donde quepamos todos.

-Nos sugiere que la crisis detendrá el proceso globalizador. ¿Cómo puede afectar esto a España?

-La crisis no detendrá ese proceso, lo que ocurrirá será que algunos países quedaran más descolgados que otros. España lleva camino de quedar muy descolgada. De todos modos, el problema es para todo Occidente. La globalización ha sacado a la luz a los que hoy llamamos países emergentes. Piénsese el papelón de Europa: unidad monetaria, atomización política y apretando por las costuras, posiciones nacionalistas por aquí y por allá, áreas económicas muy desarrolladas frente a otras colapsadas. La transformación de Europa se hace necesaria. Sólo la crisis puede poner las cosas en el único camino posible. Si seguimos así el colapso es inevitable.

-En el libro habla de la máxima empresarial “piensa globalmente y actúa localmente”. ¿De verdad cree que los políticos deben hacer suya dicha idea?

-El empresario actúa por la lógica del beneficio. El político no debería actuar así porque su función es bien diferente. No debería ser la de beneficiarse, sino la de servir a la comunidad que representa y le ha elegido. El político tiene sentido como servidor de la comunidad, en tanto que se entrega para los demás no para sí mismo.

-China superará a EE UU en gasto militar en 2030, algo que puede interpretarse como un trasvase del Atlántico al Pacífico en el reparto del poder en el mundo. ¿Cómo debería reaccionar Europa?

-En 2030 China será la que gobierne el mundo. El trasvase del Atlántico al Pacífico ya ha tenido lugar. El eje geoeconómico del mundo ya está hoy en el Pacífico. Europa hoy no es nada. Es un mercado. Desde el punto de vista político ya hemos insistido que se halla atomizada y sin visos de arreglarse. Hoy más que nunca hace falta una unión política europea que se corresponda con la zona euro y la liquidación de los viejos estados nacionales. Insisto, sólo la crisis puede hacer ver esto a unos políticos que no ven más allá de sus narices o de sus intereses más cercanos. Hace falta que aparezcan hombres de Estado capaces de vislumbrar por dónde va a ir el futuro. Los retos son de una magnitud enorme. La pobreza amenaza con volver sobre Europa.

Entrevista realizada por Antonio J. Pérez Liñan, publicada el pasado 31 de julio en la REVISTA ÉPOCA
Fotografía: Carlos Cortés

on Wednesday, September 14, 2011
Al mediodía de una soleada primavera del XVIII, Felipe V el Animoso, cierra los ojos y atraviesa mentalmente los salones del Palacio de la Granja hasta llegar a la fachada principal, baja luego la escalinata hacia el jardín inferior para alcanzar el pequeño puente desde donde poder disfrutar del frescor de la ría y de los gorjeos de las preciosas aves que  a menudo le acompañan, sabedoras de que nunca deja de hacer un alto en el camino para abrir su cartucho y arrojarles migas de pan. Tras unos minutos de contemplación, continúa  por el paseo en busca de la sombra de los frondosos tilos y castaños de Indias, observando los precisos recortes que el botánico Carlier ordena ejecutar en las curiosas y variopintas formas de los setos.

La primera vez que detuvo su caballo en este paraje segoviano fue un amor a primera vista, por ello había decidido comprar el terreno, de indudable valor cinegético, a los Frailes Jerónimos, quienes en su día lo recibieran como donación de Los Reyes Católicos ¡En poco se parece aquello que adquirió con la maravilla en que se ha transformado! Realmente, piensa,  entre todos han hecho un espléndido trabajo. Nadie reconocería en este armonioso e imponente conjunto de piedra y arbolado el humilde origen del agreste terreno de caza que rodeaba la ermita de San Ildefonso, la posada y la granja! 


Teodoro Ardemans, su arquitecto y pintor de cámara, construyó sobre el antiguo edificio este imponente conjunto de prodigiosa belleza y formidable estructura, que fue ampliando y hermoseando con el paso de los años. Thierry y Fermín modelaron las fuentes con la ingente cantidad de figuras de representación mitológica que las adornan, y él se aprestó a disfrutarlo en compañía de su amada Isabel, recorriéndolas y contemplándolas una a una. Isabel prefería la de Eolo y la de Neptuno, pero él se encontraba feliz ante la de las Ranas, cuyas deliciosas figuras centrales de plomo, bañado en bronce, tanto le gustaban, aunque  también era frecuente verle rodear extasiado la imponente Carrera de Caballos. 

No podría decir Felipe si son los jardines los que dan vida a las fuentes o son éstas las que dan relieve a los jardines. Tampoco es capaz de dilucidar si ha sido él el único artífice de los aciertos de su reinado o han sido, Maria Luisa de Saboya primero e Isabel de Farnesio después, las que con su fidelidad, entrega, amor, inteligencia y energía  han sabido arropar y disculpar las carencias provocadas por esta demencia, de difícil diagnóstico, que atormenta su existencia y que habría sido causa segura de su internamiento o de su muerte sin la decisiva colaboración de sus dos esposas y por qué no decirlo, ahora que Isabel no presta oídos, de nuestra querida Princesa de los Ursinos.

Felipe ya había vivido en su Palacio de la Granja cuando decidió, tiempo atrás, abdicar a favor de uno de sus hijos. Unos afirman que lo hizo para preparar su salvación eterna al sentirse peligrosamente aquejado de su discapacidad -¿Se trataba de lo que hoy llamamos trastorno bipolar?- y otros, que su abdicación se debía a la grave enfermedad que aquejaba a su padre Luis XV haciéndole albergar esperanzas de acceder al trono francés. Sea como fuere, su hijo Luis fue proclamado rey, y el primer Borbón se refugió en su bien amado Palacio de la Granja. Pero el hombre propone y ...... pocos meses después, cuando comenzaba a disfrutar de su estancia, fue Luis el que murió debido a unas viruelas, e Isabel, su madre, transida de dolor pero con la energía vital que la caracterizaba, y el apoyo de su fiel Ministro Patiño, se empecinó en que su esposo asumiera otra vez el reinado, que llegaría a ser el más largo de la historia de los Borbones en España, aunque dividido en dos mitades. 

¡Cuantos avatares desde entonces hasta ahora! En sus períodos de lucidez, cada día más escasos, va recordando, desgranando y degustando los recuerdos de su vida, mientras Isabel se ocupa y preocupa de dirigir las postrimerías de las obras y ornamento de su Palacio, el mantenimiento  de la flora y fauna de sus terrenos y de la frondosa pinada que lo rodea! 

Las ausencias del Rey se van haciendo más frecuentes, y sus raptos de locura se repiten de manera intermitente. Se dice que hay noches en las que se levanta del lecho y recorre las estancias hablando con las estatuas que lo adornan, como si de sus consejeros se tratara; simula cabalgar a lomos de los caballos de los tapices de Palacio o se enfurece y aúlla como un lobo hambriento porque no le permiten salir a pescar a la luz de la luna. Farinelli, el castrato de portentosa voz de soprano, que le acompañará hasta su muerte, es el único capaz de calmar sus nervios y aliviar sus ataques, entonando sus arias preferidas.

Pero en esta mañana primaveral se encuentra lleno de vida. A sus balcones llega el aroma de las rosas, y se imagina ya junto a  los Baños de Diana. Con los ojos del alma observa el movimiento de las cascadas de agua cristalina que brotan sin cesar, para pasar después a sentarse en un banco junto a los gigantescos cedros y cipreses, que sirven de lenitivo a sus maltrechos nervios, aportándole unos instantes de ansiado sosiego y  reposo. 

Hace ya tantos años que abandonó Francia que apenas recuerda cómo había  comenzado todo en otros hermosos jardines, los de Versalles, testigos de los juegos con sus dos hermanos, bajo la atenta mirada de su abuelo El Rey Sol. Entonces aún desconocía lo que el destino, siempre caprichoso, iba tejiendo a su alrededor. Tenía sólo diecisiete años cuando la muerte de su tío abuelo Carlos II enredó la madeja de sus sueños, obligándole a alejarse de todo lo que amaba y a emprender el viaje a un país vecino pero extraño, del que desconocía hasta el lenguaje y al que durante toda su vida habría de gobernar. ¡Que duro y difícil había sido soportar aquella primera etapa por causas ajenas; que duro y difícil es sobrellevar esta última por causas propias! 

¿Por qué la muerte se había cebado sin sentido en su primo José Fernando, el heredero, de tan sólo seis años? ¿Qué motivos se adujeron para que, finalmente, Felipe  fuera preferido a su primo el Archiduque de Austria tan cercano al Monarca? ¿Cómo y de qué hábil manera Portocarrero, a la sazón Arzobispo de Toledo, que hoy tanto le aborrece, había convencido a Carlos II, a escasos días del óbito, de que modificara su testamento a favor del apuesto y elegante Bourbon, ese mozalbete francés de corta edad, afirmando que superaba en condición y cualidades al austriaco para regir el futuro de la vecina España y para fundar allí una nueva  dinastía?       

Su vida estaba llena de coincidencias que en un principio había considerado  inoportunas pero que, poco a poco, le afianzaban en la idea de que el destino, como el corazón, tiene razones que la razón no entiende y........ muchas veces acierta.

Nadie habría apostado por un rey que, nada más acceder al trono, emprende una sangrienta guerra de más de trece años, pero su valentía y arrojo en las continuas batallas en las que se crecía, olvidando malestares y depresiones, como si de una original terapia se tratara, fueron las que, limando asperezas y desencuentros, le habían ido ganando el favor y el respeto del pueblo español.

En estas cavilaciones continúa su fantástico deambular. Atrás queda el parterre y la fuente de las Tres Gracias, sostenidas por tritones reforzados con fieras y monstruos, de cuya boca surgen varios surtidores que vienen a juntarse en la parte baja donde Anfítrite, diosa del mar, sentada cómodamente en su concha, mira embelesada a los delfines, cisnes y céfiros que combinan sus chorros con deliciosa variedad. Al monarca le entusiasma el ingenio demostrado en esta serie de figuras y lo intrincado de su funcionamiento.

Cuando los hombres unimos inteligencia fuerza y habilidad, somos capaces de crear belleza y eficacia a partes iguales. Se necesitó primero un tratado de paz como el de Utrecht y luego muchos años de paciencia para sacar a España de la corrupción, pobreza e ignorancia en que se debatía al comenzar el siglo. Hubo que ceder territorios,  eliminar odios y ganar voluntades. Españoles, franceses e italianos fueron capaces de sobrevivir a su mutua inquina para arrimar el hombro a la tarea  ¿De dónde si no podría haber mantenido yo la integridad de España -una verdadera obsesión para mi antecesor, el último de los Austrias- sin la estructura centralizadora que mis leales aconsejaban? ¿Cómo alcanzar tamaño desarrollo económico y florecimiento comercial de unas pobres semillas desparramadas sin control en el anterior reinado?¿De que manera hubiera sido posible el avance, cultural y artístico de esta nación, considerada por muchos fanática y bárbara, sin la genialidad de las mentes que, no sólo en tiempos de guerra me condujeron a la victoria sino que, instaurada la paz, me fueron proponiendo por una parte, la abolición de los Fueros, los Decretos de Nueva Planta y la creación de las Aduanas, de  las Secretarías de Estado o de los Cuerpos de Funcionarios, y por otra, la reforma de la Universidad, la inauguración de la Biblioteca Nacional y de las Academias, así como la construcción del Palacio Real y de ésta mi casa de La Granja, en este controvertido período que todos conocerán como el inicio del Siglo de Las Luces? 

Nunca llueve a gusto de todos y todavía colea esta lucha absurda de ciertos Ilustrados Europeos, que arremeten contra nosotros con más cabezonería que conocimiento, pero el trabajo se ha ido haciendo. Hemos asentado las bases de un Estado moderno y próspero; Isabel suple mis ausencias con grandes dotes de gobernante; la población ha aumentado, las cosechas son abundantes,  y mi vida se ha ido alargando en mayor medida de lo que mis amigos, mis enemigos e incluso yo mismo podíamos imaginar, proporcionándome la oportunidad de presenciar el crecimiento de los hijos que me han sobrevivido, y de alcanzar un reino próspero y en paz. Doy gracias a Dios Todopoderoso por todo lo que me arrebató y por todo lo que me otorgó en estos sesenta y dos años de vida que, en su infinita misericordia, me ha concedido.

El Palacio Real  y los Jardines de La Granja fueron, sin lugar a dudas, los preferidos de este Monarca. Allí revivió su infancia feliz en Versalles; allí disfrutó de su familia; en ellos definió gran parte de su política, y a ellos acudía en los momentos más angustiosos de su enfermedad. No obstante, el Monarca, falleció inesperadamente, a los pocos meses de este deambular imaginario, en el Palacio del Buen Retiro de Madrid, su residencia habitual, donde fue instalada la capilla ardiente y donde durante tres días recibió el adiós sentido y emocionado de un pueblo entregado a su causa. 

Felipe, Sin consideración de tirios y  troyanos y poniéndose el mundo por montera, había dispuesto no ser enterrado como sus antecesores en la Cripta de El Escorial, y reposa junto a su amada Isabel en la Colegiata de este bellísimo Palacio de La Granja de San Ildefonso,  hoy conocido, recorrido y admirado por propios y extraños donde cuentan que,  algún que otro mediodía de primavera, las aves se reúnen y atravesando en vuelo rasante  la Calle Larga llegan hasta la Plaza de los Caballos. Allí se detienen y silencian su canto, esperando la mano regia de aquel Felipe que les arrojaba siempre miguitas de pan.


Bibliografía:

Felipe V, la Renovación de España. Agustín González Enciso. Eunsa. Pamplona, 2003.
Felipe V, el rey que reinó dos veces. Henry Kamen,  Traductora: Eulalia Vilà Palomar. Planeta. Historia. 2010.

Por Elena Méndez-Leite

on Sunday, September 11, 2011
A pesar de que atisbamos su volumen entre las sombras, hay dramas sociales que preferimos ignorar hasta que, de pronto, se yerguen como monstruos en los que bombea la sangre de nuestra indiferencia. Es el caso de la situación cultural española, de la que hoy nos lamentamos porque ha desdibujado la fisonomía moral de nuestro país, que siente desapego por la belleza y desprecio hacia la verdad, únicas razones que justifican cualquier manifestación intelectual y artística.

El catálogo de las editoriales y los podios de los premios literarios están saturados de novelistas descreídos, descorazonados, que sin embargo reciben nuestros laureles porque así lo ha decidido el beneplácito de los muñidores culturales. Lo mismo ocurre con el cine, la pintura, la música y cuantas manifestaciones pretendidamente sublimes saquemos a la palestra. Otro gallo nos cantaría si, en los años de formación de la generación que hoy tiene de cuarenta a sesenta años se hubiese considerado la plástica como fundamento para la formación humana y profesional. A quienes mandaban en aquel momento (en el ámbito familiar, universitario y administrativo) les asustaba que sus hijos, alumnos y ciudadanos ejemplares pudiesen ser abducidos por quimeras bohemias que conducen al desencanto y el hambre.

Durante estas semanas de junio, los alumnos de Bachillerato están decidiendo -a partir de la media de sus calificaciones- el destino que darán a la etapa universitaria. Por desgracia, la mayoría de ellos no pretende satisfacer una llamada vocacional ni la curiosidad del aprendizaje. Sólo, como por osmosis, cumplir un expediente entre bostezo y bostezo. Ni siquiera el miedo a esta crisis, que está enviando al banquillo del desempleo a tantos hombres y mujeres que cambiaron la fascinación de la aventura por la seguridad de un empleo gris, les ayuda a observar el futuro como un libro que invita a caligrafiar algo distinto, fascinante.

Mis hijos aún son pequeños y espero no inmiscuirme jamás si entre sus pulsos palpitara un afán profesional distinto al que yo pueda desearles. En todo caso, me escuchan hablar de aquellas profesiones que, por enamorado de mi país y su difícil devenir, exigen el compromiso de estudiantes de primera fila y no el de renegados a los que no les da el coeficiente mental o la diligencia. Me refiero a las Humanidades. Porque bastaría un buen puñado de filólogos, historiadores, filósofos, maestros, periodistas y artistas de calidad para que España enderezara de nuevo el rumbo e iluminara todos los rincones de la cultura.

Publicado en ALBA el 10 de junio de 2011

on Thursday, September 8, 2011
"Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñes".


JOSÉ ORTEGA Y GASSET
(1883-1955)
Juan Escámez Sánchez (1)

El problema de España es un problema educativo

Si hay una característica especial de Ortega y Gasset, que atrae la atención del lector, es su notable curiosidad: cualquier tema o acontecimiento de su tiempo, por pequeño que sea, le provoca interés y a él dedica atención, como es manifiesto en su abundante producción escrita (2). Presenta nuestro autor ciertas peculiaridades que le diferencian del estereotipo que tenemos normalmente del filósofo, ya que su pensamiento parece no ofrecer la estructura de un sistema; la exposición de tal pensamiento la realiza, con frecuencia, en artículos de periódico, y sus trabajos más importantes son publicados en forma de ensayos; por último, la belleza literaria de sus escritos es tan sugerente y cautivadora que arrastra al lector, dificultando el análisis riguroso de las ideas que presentan. 

Sobre la sistematicidad de la filosofía de Ortega, en dispersión temática y cualidades literarias, ya se han pronunciado personas competentes en los diversos campos del saber. En este perfil nos circunscribiremos al tratamiento de aquellas cuestiones que nos conduzcan a la comprensión de un aspecto orteguiano, a mi juicio importante y poco tratado; me refiero a la dimensión de Ortega como educador. Aunque él consideraba su vocación el cultivo del pensamiento, que para él no podía ser más que filosófico (3), la gran pasión de Ortega fue la educación del pueblo español. Como ha demostrado Cerezo (4), el motor del pensamiento de Ortega no es otro que su meditación continuada e intensa sobre el problema de España, por lo que su evolución intelectual no puede aislarse de tal preocupación. Desde esa clave es necesario interpretar sus actividades políticas, culturales y filosóficas. Tales actividades son proyectos de reforma sociopolítica del país, aunque orientados a distintos niveles y ámbitos de la realidad social. Ortega era, ante todo y sobre todo, un pedagogo de ámbito nacional, que buscaba la reforma y transformación de España; a ese fin todos los medios podían y debían ser usados: periódicos, revistas, libros, cátedra, política, etc.

La transformación del país es concebida por el joven Ortega como el proceso mediante el cual España se incorpora a la cultura europea. Así queda marcada la que él considera su vocación pública como intelectual, su destino de educador, casi de reformador social: empeñarse en poner a España a la altura cultural de Europa. La diversidad de planteamientos que, sobre la cultura, desarrolla Ortega, en conexión con el problema de España, nos servirá de guía para intepretar la evolución de su pensamiento, en el aspecto filosófico a la vez que en el pedagógico. ¿En qué forma desarrolló Ortega su función de educador? Como él repite constantemente, al hilo de las circunstancias.

Ortega y sus circunstancias

La comprensión de una persona nos exige rastrear su biografía, el desarrollo que ha ido teniendo su vida a partir de los diferentes contextos en los que le ha tocado vivir. Esa exigencia tiene una especial significación en el caso de Ortega, porque hace de ella uno de los temas centrales de su pensamiento. En una conferencia, pronunciada a propósito del cuarto centenario de Juan Luis Vives, nos expone su visión sobre el modo de hacer una rigurosa biografía (5). Puestos a esa tarea, nos dice, intentamos reconstruir intelectualmente la realidad de un “bios”, de una vida humana; y vivir es para el hombre tener que habérselas con el mundo en torno; y este mundo es el mundo geográfico y el mundo social. A los efectos prácticos de una rigurosa biografía, lo decisivo es el mundo social en el que nacemos y vivimos. Ese mundo social está formado por personas, pero lo constituyen además los usos, gustos, costumbres y todo ese sistema de creencias, ideas, preferencias y normas que integran lo que se llama, un poco confusamente, la vida colectiva, las corrientes de la época, el espíritu del tiempo. Desde la infancia todo eso le es inculcado a la persona en la familia, en la escuela, en el trato social, en los libros y en las leyes. Una gran porción de ese mundo social entra a formar parte del yo auténtico que somos; pero también surgen en nosotros creencias, opiniones, proyectos y gustos que, más o menos, discrepan de lo vigente, de lo que se hace o se dice. En esto consiste el combate que es la vida, sobre todo una vida eminente.

¿Cuáles son los contextos, las circunstancias, con las que tiene que habérselas Ortega y cómo reacciona ante ellas? Los límites de un trabajo de este tipo nos obligan a considerar sólo aquellas circunstancias interesantes para la comprensión de la dimensión pedagógica de nuestro personaje (6), prescindiendo, entre otras cosas, del análisis de las influencias recibidas en la elaboración de su pensamiento filosófico, objeto de investigación en excelentes trabajos (7).

José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de Mayo de 1883. Hijo de José Ortega Munilla y de Dolores Gasset, pertenecía por ambas ramas familiares a círculos muy representativos de la cultura y la política española de la época. Su padre, nada desdeñable escritor, era desde 1902 miembro de la Real Academia Española. Fue ante todo un periodista que ejerció su oficio en la sección literaria del diario El Imparcial, el más prestigioso de entonces; que había sido fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset, monárquico liberal. José Ortega y Gasset estuvo en el periodismo desde su juventud; a los 19 años publica su primer artículo. Estas circunstancias familiares tuvieron un peso decisivo en las preocupaciones por los problemas sociales y culturales de la sociedad española que le condujeron algunas veces a la política activa y siempre a considerar su actividad como un servicio a España. Su afición al periodismo y su preferencia por recurrir a la prensa como medio de exposición del pensamiento, así como su prurito de elegancia literaria, tuvieron, a mi juicio, su origen en el contexto familiar descrito.

En 1891, a los ocho años, ingresa como alumno interno en el colegio que los jesuitas tenían en Miraflores del Palo (Málaga), donde permanece hasta 1897. Inicia sus estudios universitarios “derecho y filosofía” en la Universidad de Deusto (1897-1898), también regida por los jesuitas, continuándolos en la Universidad Central de Madrid, donde obtiene la licenciatura en filosofía (1902), y el doctorado (1904) con la tesis titulada Los terrores del año mil: crítica de una leyenda. A la educación impartida por los jesuitas reprocha su estilo y contenido negativista, su intolerancia y, sobre todo, sus limitados conocimientos y su incompetencia intelectual (8). Asimismo, las experiencias universitarias de Ortega en Madrid fueron decepcionantes, y a las enseñanzas recibidas las califica como expresión de lo chabacano (9). Con fundamento o sin él, el panorama que Ortega describe sobre la educación recibida es negativo.

Además de las circunstancias familiares y escolares, no puede comprenderse la función educadora de Ortega sin considerar la especial situación anímica de la sociedad española en esos momentos, ya que se siente a sí mismo como parte de una generación, “que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia” (10). El año 1898 es, en efecto, una fecha simbólica. Por el tratado de paz de París, España renuncia a sus derechos de soberanía sobre Cuba, que se convertirá ulteriormente en un Estado libre, y cede Puerto Rico, las Filipinas y Guam a Estados Unidos de América. La pérdida de las colonias llena de amargura, angustia y pesimismo a los españoles. La actividad intelectual española se centra en el llamado “problema de España” que engloba, de hecho, multitud de problemas. Estos, son analizados y los valores históricos sometidos a la crítica más severa; cada autor, cualquiera que sea su campo de actividad, busca encontrar, según sus propias peculiaridades y estilo, la explicación del “caso España” y las causas de su decadencia.

Es durante este trance cuando se prepara un movimiento científico, artístico y filosófico que elevó a España a una consideración mundial como no había tenido desde el siglo XVI (11). Sería prolija la enumeración de tantas personas eminentes, pero podemos decir que la España actual comienza con la generación del 98, innovadora en tantas cosas, pero sobre todo en una nueva manera de ver la realidad nacional y los temas intelectuales. Con esa generación, Ortega comparte el dolor y la amargura por lo que considera la postración española; con esa generación trata de diagnosticar, busca la clarividencia de por qué ocurre lo que ocurre en la cultura, la educación, la política y la ciencia española. Pero frente a esa generación, que líricamente canta sus pesares y vuelve sus ojos a la grandeza pasada, Ortega afirma la esperanza, la acción y el compromiso para cambiar una realidad, la española, que le duele, y su mirada no se dirige al pasado sino al futuro, tal y como se vislumbra en Europa. Aquí parece estar la raíz de su amor “desamor con el más caracterizado representante de la generación del 98, Miguel de Unamuno. Además le diferencia de esa generación su quehacer, que no responde prioritariamente a una actitud literaria sino teórica. ¿En dónde acrisola Ortega su armazón teórico? Esta cuestión nos conduce al cuarto y último contexto de su biografía que conviene presentar ahora.

“Huyendo de la chabacanería de mi patria” (12), según sus propias palabras, Ortega decide en 1905 marchar a las Universidades alemanas, empezando por la de Leipzig, donde estudia a Kant: “allí tuve el primer cuerpo a cuerpo desesperado con la Crítica de la razón pura, que ofrece tan enormes dificultades a una cabeza latina” (13); al año siguiente visita Nuremberg y estudia un semestre en Berlín, donde dicta cátedra Simmel, que ejerce cierta influencia sobre él. Su experiencia más importante, sin embargo, la adquirió durante su tercera estancia, en Marburgo; allí tuvo, por primera vez, dos importantes maestros, Hermann Cohen y Paul Natorp, caracterizados representantes del neokantismo. Marburgo habría de dejar una hondísima huella en Ortega, no sólo intelectual, no sólo en su formación filosófica y pedagógica, sino también personal. Para el tema que nos ocupa “Ortega como educador” tiene especial significación la influencia de Natorp. Durante los períodos pasados en distintos países europeos, Ortega obtiene una excelente formación filosófica, una admiración por el desarrollo científico y técnico que se está produciendo, así como una valoración positiva de la tenacidad y disciplina, en especial de los alemanes. Su europeismo se genera desde una actitud interesada y crítica para incorporar lo que pueda ser incorporado, pero sin renunciar a las características españolas. A su vuelta de Marburgo, en 1908, se le nombra profesor de lógica, psicología y ética en la Escuela Superior de Magisterio, y en 1910 gana por oposición la cátedra de metafísica en la Universidad Central de Madrid.

Los contextos descritos son, a mi juicio, las circunstancias principales en las que Ortega tuvo que vivir y con las que hubo de enfrentarse, y con ellas formó su vida, su biografía real y concreta, es decir, las creencias en las que estaba instalado, cuando escribió su primera obra pedagógica en 1910. Sin embargo, el pensamiento de Ortega continuará evolucionando al hilo de las circunstancias en que tendrá que vivir, según él mismo nos recordará en 1932, aludiendo a lo escrito en las Meditaciones del Quijote (1914): “Yo soy yo y mi circunstancia. Esta expresión, que aparece en mi primer libro y que condensa en último volumen mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina. Mi obra es por esencia y presencia circunstancial” (14).

La interpretación que Ortega hace de su propia filosofía impide considerarla como un sistema y menos aún como un sistema cerrado. El pensamiento de Ortega, centrado en el problema de España, presenta el dinamismo de una incesante búsqueda de soluciones, tanto a nivel de reflexión teórica como de estrategias de actuación, por lo que los especialistas han realizado notables esfuerzos por establecer las distintas etapas de su evolución (15). Ese desarrollo de su pensamiento se muestra en los escritos pedagógicos. Más aún, considero que tres de ellos son una representación genuina de cada una de las fases del mismo y en ellos centraremos nuestra atención.

La pedagogía idealista

La estancia de Ortega en Marburgo, Alemania, le pone en contacto con el neokantismo, que era una filosofía de la cultura, del orden objetivo y las esferas de valor; era un racionalismo críticotrascendental que analizaba los productos de la cultura moderna, la ciencia, el arte, el derecho, la ética, la política para descubrir sus principios de fundamentación y los criterios de su validez.

Además, el neokantismo representaba una enérgica pedagogía capaz de orientar al hombre, de transformarlo según un ideal, que no era otro que el ideal kantiano de una humanidad cosmopolita. La concepción neokantiana del hombre como realidad cultural implica que el verdadero desarrollo personal está en la conformación del hombre a los ideales; en el ajuste de los comportamientos a las normas, a lo que debe ser hecho; normas que, a su vez, tienen una validez universal. Lo biológico, lo instintivo tiene que estar sometido a lo superior, al ideal. La libertad no es espontaneidad, no es apetito, no es capricho, sino reflexión y educación, es decir, conformación activa por valores universales.

Esta filosofía de la cultura y de la educación que promueve la búsqueda de lo objetivo, de lo universal, de lo genérico, le parece al joven Ortega el sistema de pensamiento que puede orientar la solución del problema de España. En contraste con esa cultura alemana, en España predomina lo espontáneo, lo subjetivo, los particularismos y los sectarismos que han conducido a perder las energías en enfrentamientos internos, en gestas solitarias y en deshacer unos lo que otros han hecho; de ahí la lamentable situación española. De su contacto con Europa, especialmente con el neokantismo alemán, Ortega obtiene la convicción de que la clave de la salvación de España, de su recuperación histórica, se halla en su reforma cultural.

A esta fase de su pensamiento pertenece la primera formulación estructurada que hace sobre la educación. Se trata de una conferencia, leída en Bilbao el 12 de marzo de 1910, bajo el título de La pedagogía social como programa político (16).

Inicia su exposición mostrando las profundas deficiencias de la situación española, arrastradas durante tres siglos, que tienen su máximo exponente en el hecho de que España no es una verdadera nación. Para Ortega, desde sus actuales posiciones neokantianas, España no es una nación porque no existe como comunidad regulada por unas leyes objetivas, fundadas en la racionalidad, leyes que todos aceptan y que son expresión de los deberes colectivos. España no es una nación porque sus ciudadanos no están proyectados a la realización de los ideales objetivos, ciencia, arte, moral, en los que una comunidad humana encuentra la plenitud de su desarrollo.

España, por el contrario, es el país del individualismo, del subjetivismo, en el que se cultiva, como carácter propio, hacer cada uno lo que quiera, sin someterse a norma alguna que no sea la de su libre albedrío. Reconocer la ausencia de cultura, como realización colectiva de formas ideales, en la vida española, es el primer paso para solucionar el problema de España. Ese reconocimiento, considera nuestro autor, no es pesimismo sino un diagnóstico veraz que nos manifiesta la diferencia entre lo que es y lo que debe ser. Asumir conscientemente la realidad de la situación española si bien nos produce dolor, a la vez nos solicita pensar en cómo debería ser y nos urge a conseguirlo. La argumentación de Ortega es apasionada, pero rigurosa: existe una realidad problemática “España” deficitaria en lo que se entiende en Europa por cultura, frente a un deber ser, su culturización tal como se da en Europa y según es formulada por el neokantismo; entonces, en la misma concienciación de esta situación problemática, en la profundización de ese diagnóstico, se puede vislumbrar la meta ideal que es necesario conseguir y el proceso para conseguirla. La meta es la transformación de la realidad española en el sentido de alcanzar las formas de cultura vigentes en Europa.

En el proceso para alcanzar esa transformación cultural es donde Ortega sitúa a la educación. Destaca que lo que los latinos llamaban eductio o educatio era la acción de sacar una cosa de otra, o la acción de convertir una cosa menos buena en otra mejor. Aunque no se detiene en precisiones terminológicas, nos aporta un concepto de educación que parece tener su raíz en educatio y que en nuestros dias es básicamente aceptado; entiende por educación el conjunto de actos humanos que tienden a transformar la realidad dada en el sentido de un ideal.

Establecido el significado del concepto de educación, Ortega se plantea determinar las funciones de la pedagogía, como ciencia de la educación, y claramente le atribuye dos: la primera es la determinación científica del ideal, del fin de la educación; y la segunda función, que es esencial, consiste en hallar los medios intelectuales, morales y estéticos mediante los cuales se logre polarizar al educando en dirección de aquel ideal.

Puesto que por la educación tenemos que transformar al hombre real, al que “es”, en el sentido del ideal, el que “debe ser”, la primera tarea consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿cuál es el ideal de hombre que constituye el fin de la educación y que exige el empleo de determinados medios? Ese es el interrogante central de su conferencia.

El hombre, responde, no es un mero organismo biológico; lo biológico es sólo un pretexto para que exista el hombre. El hombre es tal en cuanto productor de hechos según formas ideales; en cuanto productor de la matemática, del arte, de la moral, del derecho; el hombre es tal en cuanto productor de cultura.

En su búsqueda de determinar el fin de la educación, del ideal-hombre, Ortega afirma, además, que el verdadero hombre no es el ser individual, aislado de los demás. Distingue en cada hombre un “yo” empírico con sus caprichos, amores, odios y apetitos propios, singulares; y un “yo” que piensa la verdad común a todos, la bondad general, la universal belleza, es decir, distingue un “yo” empírico de un “yo” creador de cultura que es un yo genérico. Ciencia, moral, arte, etc., son los hechos específicamente humanos y, por lo tanto, se es verdaderamente humano en cuanto se participa en la ciencia, en la moral y en el arte de una comunidad. El ideal de hombre, meta de la educación, es el hombre productor de cultura, y productor de cultura con los demás.

Si así es el ideal de hombre, la educación tiene que dirigirse no al yo empírico, en donde radica lo singular, sino al yo genérico que siente, piensa y quiere según aquellas formas ideales. Como consecuencia de todo lo anterior, la educación tiene que ser el proceso por el que lo biológico o natural del hombre se conforme al reino de las formas ideales, y así actúe de acuerdo a la normatividad derivada de ellas.

En esta primera etapa, ante el binomio cultura-vida, el pensamiento educativo de Ortega, influido por sus docentes neokantianos, se inclina claramente de parte de la cultura. Sin embargo, nuestro pensador tiene una fuerte personalidad intelectual y unos intereses sociopolíticos que difícilmente se compatibilizan con el formalismo de sus maestros de Marburgo, por lo que, a mi juicio, ofrece ciertas peculiaridades dignas de consideración.

La primera es la visión histórica que aporta del hombre junto a su conceptualización como ser social. En efecto, cuando está exponiendo la característica social del hombre para señalar que, en la relación educativa, el pedagogo se halla frente a un tejido social, no frente a un individuo, nos dice: “en el presente se condensa el pasado íntegro; nada de lo que fue se ha perdido; si las venas de los que murieron están vacías, es porque su sangre ha venido a fluir por el cauce joven de nuestras venas” (17). En la imagen literaria se puede ver una visión del hombre en la que lo peculiar, que le ha sucedido en el tiempo, se hace presente en la configuración concreta de unas personas que no son la humanidad genérica. La intensificación de la concepción del hombre como un ser que se va haciendo de una manera concreta, en su devenir biográfico, será una de las líneas evolutivas de su posterior pensamiento antropológico.

La segunda peculiaridad presente en la obra que comentamos reside en la importancia conferida por Ortega a la producción de hechos culturales. A mi entender, puede afirmarse que hay una obsesión por la praxis en toda su exposición. Está especialmente interesado en el proceso de construcción cultural, como real y concreta producción de objetos. Para él la cultura es labor, producción de cosas humanas, quehacer. “Cuando hablamos de mayor o menor cultura queremos decir mayor o menor capacidad de producir cosas, de trabajo. Las cosas, los productos son la medida y el síntoma de la cultura” (18).

A lo anterior se debe su propuesta de una educación para el trabajo y por el trabajo; y un trabajo no individual sino en común. Esta propuesta, de acuerdo con su visión teórica, también permite superar los personalismos, las luchas fratricidas y la falta de cooperación entre los españoles. Para algún autor (19), su propuesta de educación para el trabajo y por el trabajo sitúa a Ortega entre los promotores de la educación activa. En la perspectiva desde la cual lo estamos analizando, opino que Ortega, fundamentalmente, teniendo el problema de España como fondo de su pensamiento, pretende la transformación cultural de su sociedad, y concibe a la pedagogía como la ciencia de esa reconstrucción social y cultural. Y si esto ha sido considerado política, entonces, nos dice, “la política se ha hecho para nosotros pedagogía social y el problema español un problema pedagógico” (20).

Los supuestos que hemos analizado configuran una filosofía de la educación centrada en la realización cultural del hombre en cuanto miembro del todo social. La acción política se reduce, en última instancia, a acción cultural, a pedagogía social, porque en la vida social, en la cooperación y la comunicación se realiza el hombre en su condición cultural. Ortega considera, en esta primera época, que la solución al problema de España está en su reforma cultural a través de la educación.

Desde estas posiciones, a partir del compromiso intelectual que asume sobre la transformación de la sociedad española, Ortega evolucionará en su pensamiento, generándose en él el convencimiento de que la salvación de España no se conseguirá sin contar con su idiosincrasia y su situación histórica. El Ortega neokantiano propugnaba un hombre productor de cultura, realizador de formas ideales; un individuo humano empeñado en la construcción de una cultura válida para toda la humanidad. Ortega va descubriendo que un individuo así es una abstracción, y que el racionalismo “una forma de idealismo” se ha olvidado del hombre real y concreto que vive en una situación real y concreta. Es necesario volver la mirada a ese hombre para que se muestre en su radical realidad, es necesario superar la estrechez de miras del racionalismo. Es necesario un nuevo modo de abordar el conocimiento del hombre; el encuentro de Ortega con la fenomenología le ayudará en su nuevo itinerario intelectual. La insatisfacción con la concepción del hombre como ser cultural se incrementa a partir de 1911 y el distanciamiento aparece claramente en las Meditaciones del Quijote, escritas en 1914.

La pedagogía vitalista

Volver la mirada al hombre mismo, a su ser real y concreto, le pone de manifiesto a Ortega que el ser del hombre consiste en vivir. La vida es la realidad radical de la que hay que partir, con la que hay que contar. Esta convicción, que le impide hipostasiar la cultura como una esfera autónoma e independiente, se irá constituyendo en una de las claves de su pensamiento filosófico, como nos recordará en su madurez: “lo primero, pues, que ha de hacer la filosofía es definir ese dato, definir lo que es mi vida, nuestra vida, la de cada cual. Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella” (21). En la tensión vida-cultura, la primacía que había alcanzando la segunda, en su etapa idealista, cede su lugar y es considerada como manifestación de la vida. La cultura consistirá en vivir la vida en su plenitud.

Si la cultura consiste en la plenitud de la vida, ésta, concebida como vida elemental, debe ser considerada como el principio de la cultura. La profundización en esta dirección le conducirá a la interpretación de la vida como creatividad. El cambio de marcha, en la filosofía orteguiana, del idealismo al vitalismo obviamente no es ajeno a las influencias de sus lecturas filosóficas, que no es el momento de analizar, pero fundamentalmente se debe a su reflexión sobre la situación española. Ortega, que había postulado para la reforma sociopolítica de España, su culturización al modo europeo, se da cuenta de que para salvar a España hay que contar con las energías que en ella existen; al volver la mirada a la realidad de su país, se encuentra con el hecho de que la peculiaridad de su idiosincrasia está en la afirmación vigorosa de la vida inmediata y elemental.

En esta fase de la evolución de su pensamiento, Ortega escribe un ensayo titulado “Biología y pedagogía” (22) donde expone sus ideas sobre la educación a propósito de la polémica suscitada por la Real Orden que prescribía la lectura del “Quijote” en la escuela elemental. Ortega asume un supuesto fundamental: hay que educar para la vida y, como no puede enseñarse todo, hay que delimitar aquello a lo que la educación ha de circunscribirse prioritariamente. Su concepción teológica de la acción, que aparece en su etapa idealista y que nunca abandonará, le hace interrogarse por la naturaleza del fin de la educación. Si hemos establecido que es necesario educar para la vida, ¿qué es la vida esencial a la que la educación debe atender? El éxito de la educación dependerá de la respuesta, acertada o no, a esta pregunta.

Ortega considera que la vida, en su sentido más radical, es la vida elemental, espontánea; es la que él llama la natura naturans y no la natura naturata. Es la vida en cuanto fuerza creadora, en cuanto sustrato biológico del que proceden todos los impulsos y las energías que llevan al hombre a actuar. A esta vida es a la que debe prestar atención, prioritariamente, la educación elemental; después, en los grados superiores, se podrá educar en civilización y cultura, especializando el alma del adulto.

Trata nuestro autor de justificar su tesis desde diversos argumentos. El primero de ellos, que en los organismos biológicos hay unas funciones más vitales que otras. Aquellas funciones más radicalmente vitales son las inespecializadas, las no mecanizadas, y por ello, las genuinas representativas de la vida; por su inespecialización pueden dar respuestas a plurales, diversas y cambiantes situaciones; tienen una capacidad de resolver no sólo una tipología de situaciones, sino situaciones de las más variadas tipologías.

El segundo de los argumentos, es que esa vida primigenia, radical, es realmente la creadora de cultura, “La cultura y la civilización, que tanto nos envanecen, son una creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado” (23). Todas las grandes épocas de creación han sido precedidas de una explosión de salvajismo. Si queremos tener una cultura dinámica, que realmente sea plenitud humana, hay que centrarse en el estudio, análisis y potenciación de esa vitalidad primaria que, como explosión de sí misma, generará nuevas formas de cultura.

Y aquí es donde juega su papel la pedagogía, ya que la propuesta de Ortega, como él mismo confiesa, está muy lejos del naturalismo a la manera de Rousseau. La pedagogía tiene que buscar los artificios para intensificar esa vida y en su aplicación consiste la educación. No hay que dejar al niño a su libérrimo desarrollo, no hay que imitar los procesos de la naturaleza; las acciones educativas son acciones intencionales, reflexivas, tras la consecución de una meta: cooperar técnicamente en la maximización del potencial vital más profundo de los niños. Hay que orientar la educación no a la adquisión de formas culturales, sino hacia la puesta en forma de la propia vida, al incremento del propio poder vital.

¿Cuáles son aquellas funciones espontáneas que es necesario potenciar? Ortega se atreve a hacer un intento de enumeración: “el coraje y la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán de gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación, la memoria” (24). Estas funciones son como las secreciones internas que dinamizan el organismo como un todo integral y, cuando falta alguna de ellas, el organismo no funciona. Son para la psique lo que la hormona es para lo fisiológico: la sustancia básica, lo incitante.

Lo que Ortega propugna es que la educación elemental esté dirigida a asegurar la salud vital, supuesto de toda otra salud: “La enseñanza elemental debe ir gobernada por el propósito último de producir el mayor número de hombres vitalmente perfectos” (25); hombres que sientan brotar su actuación espiritual de un torrente pleno de energía, que no percibe su propia limitación, que parece saturado de sí mismo; hombres cuyas acciones son como un desborde de su interna abundancia.

A pesar de lo que pueda parecer, Ortega ni propugna un primitivismo naturalista, como testimonian sus críticas a Rousseau, ni defiende ningún tipo de irracionalismo anticulturalista. Simplemente ha revisado el papel que le había conferido anteriormente a la cultura, de ser el principio y el sentido de la vida humana. Ahora, por el contrario, encarna la cultura en la vida, puesto que el sentido de la cultura está precisamente en ser una función de la vida. No es la vida para la cultura sino la cultura para la vida. El equilibrio vida-cultura se descompensa en favor de la vida ya que ella es el principio de valoración de la cultura. Se trata ahora de autentificar y vivificar la cultura poniendo a la vida como criterio de autentificación.

Ortega no sólo realiza una sugerente exposición de dos funciones básicas de esa vida primigenia, el deseo y los sentimientos, sino que también procura señalar procedimientos para la educación de esa vida esencial. Así, para potenciar su impulso vital, el niño ha de ser envuelto en una atmósfera de sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas. Un medio pedagógico de importancia es presentarle, más que hechos, mitos; el mito, según Ortega, suscita en nosotros las corrientes inducidas de los sentimientos que nutren el pulso vital, mantienen a flote nuestro afán de vivir y aumentan la tensión de los más profundos resortes biológicos.

Otro procedimiento al que presta especial atención es al de educar a los niños no como adultos sino como niños; no desde un ideal de hombre ejemplar, sino desde una pauta de puerilidad.

Ortega critica que juzguemos a los niños desde nuestras categorías de adultos, suponiendo que están sumergidos en el mismo medio vital que nosotros. El niño tiene su propio medio vital de intereses, no utilitarios, que han de ser desarrollados y, precisamente de ese desarrollo dependen, con frecuencia, las direcciones vitales más ricas de la vida de adulto. Así “el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero” (26). Los objetos que para el niño vitalmente existen, que le ocupan y preocupan, que fijan su atención, que disparan sus afanes, sus pasiones y sus movimientos, no son los objetos reales cualesquiera, sino los deseables, que pueden ser reales o no, pero que al niño le interesan en cuanto deseables; por eso le atraen los cuentos, las leyendas en las que purifica los aspectos de la realidad para convertirla en un paisaje según sus deseos.

La postura definitiva y madura de Ortega no es la que acabamos de exponer, sino la alcanzada a partir de 1930, cuando busca un equilibrio entre vida y cultura. Una espontaneidad vital, fuera de las instituciones, degenera en un irresponsable primitivismo; y unas instituciones sin vitalidad degeneran en rutina e inercia.

Pedagogía de la madurez

En su artículo, “Un rasgo de la vida alemana” (27), Ortega nos dice que el individuo tiene ilimitadas posibilidades de ser una personalidad u otra; pero, cuando nos acercamos al hombre concreto, sus posibilidades reales se limitan, son aquellas que provienen del entorno en el que vive, que es un entorno cultural y social concreto, en el que se ha depositado lo que los demás hombres, antes que él, han hecho. La cultura, los objetos culturales, siempre surgieron como acciones individuales, pero, al convertirse en objetos, se desindividualizaron y adquirieron vida propia. De ahí que las posibilidades reales que un individuo tenga sean las aportadas por las instituciones desindividualizadas, extrañas a los individuos y que se les imponen. Esa imposición tiene una doble vertiente: por un lado, es una constricción, una limitación; por otro lado, es lo que hace posible nuevos individuos.

La vida, como libertad, se encuentra amenazada siempre por aquello mismo que la posibilita: la cultura. Por eso tiene que volverse contra la cultura, desconfiar de ella, aunque sea precisamente porque es el presupuesto de su seguridad; criticarla y transcenderla siempre de nuevo, no hacia la naturaleza, sino hacia nuevas configuraciones culturales.

Por ello Ortega, en las lecciones inaugrales de sus cursos para estudiantes universitarios, insistía en que tenían que partir de la cultura con la que se encontraban; pero, al igual que los creadores de cultura, deberían esforzarse en un análisis crítico de la misma, y ver si la producida hasta el momento les satisfacía o si, por el contrario, sentían la necesidad vital de hacerla de otra manera.En esto consiste el vivir de verdad, el vivir en la cultura de los tiempos (28). Sólo podemos decir que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un pensamiento que satisface una necesidad sentida por nosotros. Si el estudiante sólo siente la necesidad de aprender lo que otros han descubierto, tendrá afición o gusto, ya que parte de una necesidad impuesta, algo artificial. Esa necesidad es distinta de la de aquellos hombres que generaron un nuevo conocimiento, porque lo necesitaban para vivir, porque era una necesidad vital. De ahí que Ortega nos proponga un interesante concepto de la enseñanza: “Enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante” (29).

Es necesario promover, por lo tanto, unas instituciones educativas dinamizadas por la inquietud de encontrar las respuestas a los problemas vitales sentidos por los alumnos; y en las que la libertad, la democracia y la modernidad sean las orientaciones básicas. Esas instituciones educativas son las que propone Ortega en uno de sus escritos más conocidos, Misión de la Universidad (30). Inicia su trabajo haciendo un diagnóstico de la Universidad española.¿Qué es la universidad actualmente? Su respuesta es: un centro de enseñanza superior, donde se prepara a los hijos de las familias acomodadas, no a los de las obreras, para que ejerzan las profesiones intelectuales; y un centro, continúa Ortega, cuyos profesores están obsesionados por la investigación científica y por preparar a futuros investigadores.

A esa Universidad, Ortega le critica: su elitismo, ya que no reciben la enseñanza superior todos los que podían y deberían recibirla; su escaso criterio investigador, ya que confunde la enseñanza y el aprendizaje de la ciencia con el descubrimiento de la verdad o la demostración del error; y, sobre todo, le critica el abandono de la enseñanza de la cultura, es decir, no transmitir ideas claras y firmes sobre el universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo; en otras palabras, no ser la institución que enseñe a vivir de acuerdo a las ideas más avanzadas de su tiempo.

¿Cuál debe ser la misión de la universidad de nuestro tiempo? Ortega responde: transmitir la cultura; enseñar las profesiones; la investigación científica y la educación de nuevos investigadores. Formulada así la misión de la universidad, parece ser que Ortega aporta poca novedad; sin embargo, cuando se hace la pregunta sobre: ¿qué criterio de prioridad hay que establecer en aquellas funciones?, la actualidad y rigor de sus respuestas nos llama, aún hoy, la atención. En efecto, se plantea el fin de la universidad y, desde esa finalidad, establece el criterio básico: “En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender” (31). La innovación pedagógica de Rousseau, Pestalozzi, Fröbel es que frente a la prioridad concedida al saber, o al maestro, la prioridad tiene que estar en el alumno, y en el “alumno medio”.

El principio que tiene que regular la enseñanza universitaria, nos dice, es el “principio de economía”. Si la pedagogía, y las actividades docentes, se han constituido en una ocupación, en una profesión, tan requerida, a partir del siglo XVIII, ha sido gracias al gran desarrollo alcanzado por la ciencia, la tecnología y la cultura. Actualmente el hombre tiene, para vivir con firmeza y desahogo, que aprender muchísimas cosas y, a la vez, tiene una capacidad individual limitadísima para aprender. La pedagogía, la acción docente, surgen por la necesidad de seleccionar lo que es básico en el aprendizaje, y de facilitar tal aprendizaje.

Hay que partir del estudiante, de sus posibilidades de saber y de lo que él necesita para vivir. Hay que partir del estudiante medio y darle sólo el cuerpo de enseñanzas que se le puedan exigir con absoluto rigor; en otros términos, enseñarle lo que se requiera para vivir a la altura de su tiempo, y que esos contenidos pueda aprenderlos con holgura y plenitud. De acuerdo con lo anterior, Ortega establece los siguientes lemas: “La universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza que debe recibir el hombre medio; hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto, situarlo a la altura de los tiempos...; hay que hacer del hombre medio un buen profesional...; no se ve razón ninguna densa para que el hombre medio necesite ni deba ser un hombre científico” (32).

El lema en el que Ortega centra su exposición es que la universidad debe enseñar cultura. Entiende por cultura el sistema de ideas vivas que cada época posee: “Esas que llamo ideas vivas o de que se vive son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son estimables, cuáles son menos” (33). El hombre, cada hombre, no puede vivir sin reaccionar ante su entorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él. Esta interpretación es el repertorio de convicciones o ideas, sobre el universo y sobre sí mismo, que tiene que enseñar la universidad.

Es cierto que, en nuestra época, el contenido de la cultura viene, en su mayor parte, de la ciencia; la cultura espuma de la ciencia lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia, pero hay pedazos enteros de la ciencia que no son cultura, sino pura técnica científica. El hombre necesita vivir y la cultura es la interpretación de esa vida; la vida, que es el hombre, no puede esperar a que las ciencias expliquen científicamente el universo; el hombre, para su vida, que es urgencia, necesita la cultura como un sistema completo, integral y claramente estructurado del universo; y esa cultura tiene que ser la de su tiempo. Enseñar esta cultura en la universidad requiere profesores con una gran capacidad sintética y sistemática.

En resumen, y según sus propias palabras, la delimitación que nos presenta de la misión primaria de la universidad es la siguiente: “Primero, se entenderá por Universidad, stricto sensu, la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional; segundo, la universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna, es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele; tercero, se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o mínimum de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal; cuarto, las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada, (sintética, sistemática y completa), no en la forma que la ciencia abandonada a sí misma preferiría: problemas especiales, “trozos” de ciencia, ensayos de investigación; quinto, no decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor; sexto,reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante” (34).

Ortega era consciente, y explícitamente lo hace constar, de que sus opiniones sobre la investigación científica y la formación de investigadores serían negativamente valoradas; lo que él denuncia es la farsa de la investigación científica y de su pretendida enseñanza en los estudios ordinarios. Para que no quede duda de su posición, nos dice que: “La universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Yo diría: la universidad es, además, ciencia” (34). La ciencia es el supuesto radical para la existencia de la universidad, ésta tiene que vivir de aquélla, ya que la ciencia es el alma de la universidad. Además de estar relacionada con la ciencia, la universidad necesita tener contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente. La universidad tiene que estar abierta a la plena actualidad, e intervenir en ella como tal universidad, tratando los grandes temas del día, desde su punto de vista propio, cultural, profesional o científico. Entonces —concluye Ortega— volverá a ser la universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea.

A partir del año 1936, el problema de España, que tanto preocupó a Ortega, se convierte en la tragedia de la guerra civil española. Comienza el exilio voluntario de Ortega por América y Europa. Los diecinueve años posteriores, hasta su muerte, son interpretados por algunos como un curso biográfico distinto en su vida. Sea esto así o no, lo cierto es que su radical compromiso político parece debilitarse ante las nuevas circunstancias. Sin embargo, su talento filosófico produjo excelentes obras como Ideas y creencias (1940), La razón histórica. 1a parte (1940), La razón histórica. 2a parte (1944), La idea de principio en Leibniz (1947), El hombre y la gente (1949), etc. En estos años, sólo nos dejó un escrito pedagógico, Apuntes sobre una educación para el futuro (1953), que preparó para una posible intervención en la reunión celebrada en Londres, organizada por el Fondo para el Progreso de la Educación. En mi opinión, las aportaciones de este escrito a su pensamiento pedagógico son de escaso relieve.

Si bien los escritos pedagógicos de Ortega son una manifestación, a mi parecer significativa, de su pensamiento filosófico, no encontramos en ellos una exposición sistemática, puesto que ésta no es posible en nuestro autor. Aunque dichos escritos son más numerosos que los citados en el presente perfil, creo haber analizado los tres más importantes.

Dimensiones de Ortega como educador

El análisis del pensamiento pedagógico de Ortega patentiza dos motivaciones básicas: la primera, que condiciona y da sentido a su obra entera, es la transformación de la realidad sociocultural española. La llamada “cuestión española” atraerá constantemente su atención y generará en él iniciativas de todo tipo: Liga de Educación Política, Agrupación al Servicio de la República, ininterrumpida intervención en los asuntos públicos mediante conferencias y artículos de prensa, actividad parlamentaria como diputado, etc. La segunda, en conexión con la anterior, es que Ortega considera su vocación ser el reformista, el moldeador de la nueva sociedad y del nuevo hombre español. Como se considera, y en mi opinión justificadamente, un filósofo, su vocación la realiza fundamentalmente en la aportación de ideas impulsoras de tal transformación.

Su influjo educativo se desparrama en múltiples direcciones (36). En el ámbito académico es la personalidad más influyente de la filosofía española de su tiempo. En torno a él, bajo la influencia de su filosofía y personalidad, se constituye la llamada “Escuela de Madrid”. Manuel García Morente, Xavier Zubiri y José Gaos son con Ortega los titulares de las cátedras de filosofía de la Universidad madrileña. Cualquier conocedor de la cultura española sabe la importancia de esos nombres. Si a ellos añadimos los de Luis Recaséns, María Zambrano, Joaquín Xirau y Julián Marías, que por uno u otro motivo están en relación con la Escuela, estaremos de acuerdo en que el pensamiento de Ortega, considerado por todos como el maestro indiscutible, ocupa una posición privilegiada en la filosofía española del siglo XX.

El influjo de Ortega no se circunscribe a los profesores y alumnos —en una época de esplendor de la filosofía: la denominada “Escuela de Madrid”— que le tuvieron por maestro; su influjo se extendió a otras personas relevantes de la filosofía y la cultura española de la postguerra como José Luis Aranguren y Pedro Laín Entralgo, entre otros, por lo que puede decirse que su filosofía pertenece a la tradición cultural de nuestro país.

En el ámbito de la pedagogía, su influjo más notable fue el ejercido sobre Lorenzo Luzuriaga, cuya vinculación con Ortega provenía desde 1908, cuando éste asumió la cátedra de la Escuela Superior de Magisterio. Por los datos que tenemos (37), parece ser que los estudios de la sección de Pedagogía de la Universidad Central de Madrid fueron creados, a iniciativa de Ortega, en 1932. En relación con los programas de reforma educativa orientados a desarrollar la pedagogía como disciplina científica, hay que destacar a otro discípulo de Ortega, al que antes hemos hecho mención, Joaquín Xirau que trabajó en Cataluña. Una discípula, María de Maeztu, sigue los pasos del maestro en Marburgo y estudia Pedagogía Social con Natorp. Viajó por toda Europa para conocer “las escuelas nuevas”, lo que luego le serviría para desarrollar en España un proyecto de reforma de los métodos de enseñanza.

En el contexto extrauniversitario, Ortega realiza lo que ha llamado Luzuriaga (38) múltiples “fundaciones”, buscando claramente influir, con nuevas ideas, en la sociedad española. Entre tales fundaciones destaca la Revista de Occidente que puede considerarse la culminación de un proceso durante el que los ensayos y los fracasos han sido una constante. Sus experiencias anteriores, en las actividades culturales y políticas, le hacen concebir la Revista de Occidente como una plataforma de lanzamiento para la transformación cultural de España. Parece ser que fundó esta revista y la editorial del mismo nombre para formar lectores que tuvieran la perspectiva cultural que él tenía, y en definitiva, para crear una atmósfera cultural en la que él mismo pudiera ser leído y discutido.

Por último, quisiera poner de relieve el influjo educativo que Ortega tuvo en los países llamados del Cono Sur de Sudamérica (Argentina, Chile y Uruguay), donde encuentra una comunidad de valores y sentires compartidos y donde su influencia se intensificará gracias a la radicación de varios miembros de la “Escuela de Madrid”, exiliados a causa de la guerra civil española. Es, sin embargo, en Puerto Rico donde se percibe una mayor influencia. En su universidad se llevan a la práctica algunos de los planteamientos desarrollados en la obra que hemos comentado, Misión de la universidad, y muchos de los escritos de Ortega han sido allí utilizados como textos de estudio.

Notas

1. Juan Escámez Sánchez (España). Doctor en filosofía, actualmente profesor en la Universidad de Valencia y director del departamento de teoría de la educación. Fue profesor agregado en la Universidad de Murcia. Decano de la Facultad de Filosofía, Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Murcia. Bajo su dirección, se presentaron doce tesis de licenciatura y quince de doctorado. Autor de cinco libros y de unos treinta artículos. Estos últimos años, sus trabajos han versado sobre las actitudes, los valores y la educación moral.
2. 1.J. Ortega y Gasset, Obras completas, Madrid, Alianza Editorial-Revista de Occidente, 1983. 12 volúmenes. Los escritos de Ortega y Gasset se citan según esta edición. En las notas de referencia se mencionan título de la obra citada, el tomo y las páginas correspondientes..
3. A una edición de sus obras, vol. 6, pág. 351.
4. P. Cerezo, La voluntad de aventura, Barcelona, Ariel, 1984, págs. 15-87.
5. Juan Vives y su mundo, vol.9, págs. 509-15.
6. Para una información amplia y detallada, son de gran interés dos obras de su destacado discípulo Julián Marías: Ortega: circunstancias y vocación, Madrid, Revista de Occidente, 1973; y Ortega: las trayectorias, Madrid, Alianza Universidad, 1984. Es una fuente estimable la visión dada por su hija, María Ortega, Ortega y Gasset, mi padre, Barcelona, Planeta.
7. Una visión general de esas influencias se presenta en S. Rábade, Ortega y Gasset, filósofo. Hombre, conocimiento y razón, Madrid, Humanitas, 1983, págs. 37-49. La obra de Pedro Cerezo, ya citada, ofrece un estudio más pormenorizado, siendo de especial interés los capítulos IV y VI.
8. Al margen del libro “A.M.D.G.”, vol.1, págs. 532-34.
9. Una fiesta de paz, vol.1, pág. 125.
10. Vieja y nueva política, vol.1, pág. 268.
11. Ch. Cascalés, L'humanisme d'Ortega y Gasset, París, Presses Universitaires de France, 1957, pág. 3.
12. Una primera vista sobre Baroja, vol.2, pág. 118.
13. Prólogo para alemanes, vol.8, pág. 26.
14. A una edición de sus obras, vol.6, pág. 347.
15. José Ferrater Mora distingue tres etapas: objetivismo (1902-1914); perspectivismo (1914-1923); raciovitalismo (1924-1955). José Gaos, su principal discípulo antes de la guerra civil española, señala cuatro períodos: mocedades (1902-1914); primera etapa de plenitud (1914-1923); segunda etapa de plenitud (1924-1936); y expatriación (1936-1955). Clasificaciones similares han propuesto Morón Arroyo y Pedro Cerezo, entre otros.
16. La pedagogía social como programa político, vol.1, págs. 503-521.
17. Ibid., pág. 514.
18. Ibid., pág. 516
19. J. Mantovani, Filósofos y educadores, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, pág. 61.
20. La pedagogía social como programa político, op. cit. pág. 515.
21. ¿Qué es filosofía?, vol.7, pág. 405.
22. Ensayos filosóficos. Biología y pedagogía, vol.2, págs. 271-305.
23. Ibid., pág. 280.
24. Ibid., pág. 278.
25. Ibid., pág. 292.
26. Ibid., pág. 300.
27. Un rasgo de la vida alemana, vol.5, págs. 199-203.
28. Sobre las carreras, vol.5, pág. 179.
29. Sobre el estudiar y el estudiante, vol.4, pág. 554.
30. Misión de la Universidad, vol.4, págs. 311-353.
31. Ibid., pág. 327.
32. Ibid., pág. 335.
33. Ibid., pág. 341.
34. Ibid., pág. 349.
35. Ibid., pág. 351.
36. J.L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa Calpe, 1991, vol.V (III), págs. 212-81.
37. Zuloaga, “La pedagogía universitaria según Ortega y Gasset”, en: Homenaje a José Ortega y Gasset (1883-1983), Madrid, Universidad Complutense, 1986, págs. 23-42.
38. L. Luzuriaga, “Las fundaciones de Ortega y Gasset”, en: Homenaje a Ortega y Gasset, Madrid, Edime, 1958, págs. 33-50.

Escritos pedagógicos de José Ortega y Gasset
Por orden cronológico

1906. “La pedagogía del paisaje”. En: El Imparcial (Madrid), 17 de septiembre. Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial-Revista de Occidente, 1983, vol. 1, págs. 53-57.
1910. La pedagogía social como programa político. Conferencia leída en la Sociedad “El Sitio”, de Bilbao, el 12 de marzo, vol. 1, págs. 503-521.
1913. La hora del maestro.
1914. La “Pedagogía General” derivada del fin de la educación de J.F. Herbart. Prólogo a esta obra, traducida por Lorenzo Luzuriaga. vol. 6, págs. 265-291.
1917. La pedagogía de la contaminación.
1923. “Biología y Pedagogía”. En: El Sol (Madrid), a partir del 16 de marzo. vol. 3, págs. 131-133.
1923. “Pedagogía y anacronismo”. En: Revista de Pedagogía (Madrid), enero. vol. 3, págs. 131-133.
1925. Elogio de las virtudes de la mocedad.
1928. Para los niños españoles.
1930. Misión de la Universidad. Texto de una conferencia pronunciada en la Universidad Central de Madrid. Madrid, Revista de Occidente,. vol. 4, págs. 313-353.
1931. En el centenario de una universidad. Conferencia pronunciada en la Universidad de Granada, vol. 5, págs. 463-473.
1933. “Sobre el estudiar y el estudiante”. En: La Nación (Buenos Aires), 23 de abril. vol. 4, págs. 545-554.
1934. “Sobre las carreras”, en La Nación (Buenos Aires), septiembre-octure. vol. 5, págs. 167-183.
1952. Apuntes para una educación del futuro. Intervenciones en la reunión del Fondo para el Progreso de la Educación, Londres, mayo, vol. 9, págs. 665-675.

Obras sobre el pensamiento educativo de José Ortega y Gasset

Bárcena, F. “La dimensión educativa del problema de la verdad en el pensamiento de José Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 160, 1983, págs. 311-324.
Barrena Sánchez, J. “Los fines de la educación en José Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 116, 1971, págs. 393-414.
Escolano, A. “Los temas educativos en la obra de J. Ortega y Gasset”. En: Revista Española de Pedagogía (Madrid), núm. 113, 1968, págs. 211-230.
García Morente, M. “La pedagogía de Ortega y Gasset”. En: Revista de Pedagogía (Madrid), núms. II-III, 1922, págs. 41-47 y 95-101.
Gutiérrez Zuloaga, I. “La pedagogía universitaria según Ortega y Gasset”. En: Homenaje a José Ortega y Gasset (1883-1983). Madrid, Universidad Complutense, 1986, págs. 23-42.
McClintock, R.M. Man and His Circumstances: Ortega as Educator. New York, Teachers' College, Columbia University Press, 1971.
Maillo, A. “Las ideas pedagógicas de Ortega y Gasset”. En: Revista de Educación (Madrid), 1955, págs. 71- 78.
Mantovani, J. “La pedagogía de Ortega y Gasset”. En: Filósofos y educadores. Buenos Aires, El Ateneo, 1962, págs. 55-74.
Santolaria, F.F. “Tres ensayos pedagógicos de Ortega”. Perspectivas pedagógicas (Madrid), núm. 51, 1983, págs. 501-510.
Zaragüeta, J. “El pensamiento pedagógico de José Ortega y Gasset”. En: Revista de Educación (Madrid), núm 38, págs. 65-70.


Por Juan Escámez Sánchez, publicado originalmente en Perspectivas: revista trimestral de educación comparada (París, UNESCO: Oficina Internacional de Educación), vol. XXIII, nos 3-4, 1993, Págs. 808-821.