on Tuesday, November 29, 2011
Amar y sufrir es, a la larga, la única forma de vivir con plenitud y dignidad. Gregorio Marañón


Siempre he pensado que hay cosas que deberían ser preservadas del paso del tiempo y normalmente el consenso en este sentido suele ser amplio, especialmente en lo que se refiere a las grandes creaciones del hombre, como sin duda los son toda esa infinidad de grandes obras relacionadas con el arte, la música, la literatura o la arquitectura. 


Sin embargo, con frecuencia nos olvidamos que las mayores realizaciones de nuestra especie son aquellas más directamente relacionadas con la parte emocional de la vida; con aquello que nos caracteriza y nos hace distintos a las demás especies del reino animal y que, precisamente, por su intangibilidad suelen pasar desapercibidas o son difíciles de conservar. Realizaciones que corresponden al ámbito de lo cercano o de lo cotidiano; de aquello que realizamos sencillamente porque es nuestro deber, o porque el destino así lo ha querido, pero que no por ello resultan menos admirables que aquellas que realizamos por vocación o placer. Miles, millones de obras de arte esculpidas a golpe de corazón, valentía, tesón, abnegación o generosidad, que a diario y desde los primeros tiempos lleva a cabo el ser humano desde el anonimato y a través del día a día. Pequeñas grandes realizaciones, que por su bondad, verdad o belleza deberían ser proclamadas a los cuatro vientos... o quizás, efectivamente, mantenidas en el anonimato de la intimidad, pero igualmente dignas -o quizás aún más- de ser preservadas como legado inseparable, inalienable e imperecedero de nuestra humanidad y de todos esos héroes desconocidos que día a día plantan cara a la vida, desde actitudes verdaderamente ejemplarizantes.

Y de entre las que me son familiares o he tenido la oportunidad de conocer, siempre recuerdo las líneas que recibí, hace ya tiempo, de un buen amigo, al que siempre he sentido particularmente cercano por su calidad humana y por esa grandeza de espíritu que caracteriza a los mejores ejemplares de nuestra especie. En ellas, me hablaba -nos hablaba-, desde la angustia, la proximidad, la sinceridad y la valentía, de la vida misma; de la cara que muestra cuando nos alza la voz, o cuando el destino nos recuerda su intransigente obcecación, siempre dispuesto a cambiar nuestros planes, a trastocar nuestras ilusiones o a reírse en nuestra cara de esa torpe prepotencia, con la que a veces nos disfrazamos, en un vano intento por escapar de la realidad. 

Quizás su historia no sea especial, mejor o diferente a otros millones de situaciones similares, que a diario se suceden en todos los rincones del planeta. Vicisitudes comunes -que no vulgares-, escritas con la tinta invisible del anonimato o la normalidad, que la pluma que narra nuestras vidas recoge cada vez que se sumerge en el tintero de la realidad. Pero es una de esas historias que por su proximidad -y ahí es donde precisamente radica su belleza-, merece ser preservada y contada desde estas páginas, para recordarnos de dónde venimos, quiénes somos y a dónde vamos... Y que lo que hace excepcional al ser humano no son únicamente sus grandes obras, sino precisamente su propia y cotidiana humanidad.

Por Alberto de Zunzunegui



“MARTITA ES SíNDROME DE DOWN”
Por Yago

Cuando me comentaron, textualmente, que intentara “desnudar mi alma” a través de este artículo me pareció, cuando menos, una tarea imposible. No por no querer hacerlo, pero soy consciente de mis limitaciones y entre ellas la de mi capacidad para plasmar hasta ese punto y además mediante la escritura, mis emociones. Pero me animé a escribirlo pensando en que si podía compartir con alguien mi experiencia, nuestra experiencia, ya sería útil.

Otro tema que me preocupó sabiendo, además, que otros testimonios versarían también sobre enfermedades fue que personalmente he acuñado una particular visión del “Síndrome de Down” y que podría, quizá, chocar a otras personas. Soy consciente de que el Síndrome de Down no deja de ser una enfermedad e incurable. Pero yo no me siento ante una enfermedad. Tanto por motivos que desarrollaré más tarde como porque en nuestro caso Martita no necesita de medicación especial alguna, no padece cardiopatías o problemas pulmonares como otros niños Down, no me siento viviendo las mismas situaciones ni emociones como cuando en otras ocasiones me he encontrado ante otras enfermedades como el Cáncer, por ejemplo, con la sensación de estar ante una enfermedad radical y extrema en demasiadas ocasiones. 

Creo, por lo que acabo de comentar, que son experiencias distintas en muchos aspectos, implican decisiones, planteamientos y situaciones bastante diferentes. Ante un Cáncer incurable me he sentido radicalmente vendido, atado de pies y manos, En cambio con “Mi Síndrome de Down”, lo reconozco, estoy planificando desde el primer día y pensando en el mañana. 

Pero que duda cabe que en cualquier caso todas estas enfermedades implican un antes, un durante y un después en las emociones, los sentimientos, las ilusiones, los planes... y en múltiples planos, tanto a título personal, como pareja, como familia, profesionalmente. En definitiva suponen un giro brusco, vertiginoso, Y todo ello pese a saber que existen, que están ahí y que acechan de mil maneras, con mil formas y con las que más pronto o más tarde todos tenemos que “lidiar”. Uno espera, inconscientemente, no tener que vivir nunca situaciones extremas, especialmente aquellas relacionadas con la salud. Ni aunque como leeréis más adelante uno pudiera estar “algo” preparado para ello. 

A pesar de mi particular visión desearía que mi relato, que mi testimonio, no se interprete en ningún momento como una comparación, ni en alcance, ni en emociones o sentimientos, con otras enfermedades o situaciones. Vaya por delante mi respeto y solidaridad por cualquier situación personal que lejos de suponer una buena noticia nos preocupe o agobie en extremo como las enfermedades. Y especialmente las más duras de ellas, las incurables y degenerativas, como las que también y desgraciadamente acabamos de vivir recientemente en nuestra familia. 

Por todo lo anterior espero que entienda, que me permita, quién lea estás líneas que hable de síndromes y enfermedades. Vaya mi agradecimiento por ello.

Finalmente quisiera, egoístamente pero con todo el cariño del mundo, utilizar este artículo como homenaje a muchas personas que nos han acompañado desde el nacimiento de Martita y gracias a las que, sin duda, hemos podido llegar hasta aquí y podemos continuar pensando en un futuro lleno de ilusiones y esperanza, en las mejores condiciones tanto anímicas como materiales, para seguir disfrutando de Martita, de su cariño, de su compañía.

ESTAMOS EMBARAZADOS!!!!!

Mi nombre es Yago y esta maravillosa noticia de la llegada de Martita fue igualmente recibida con toda la ilusión por Marta, mi mujer. Nuestro primer embarazo. Pero estábamos lejos de lo que creíamos que el destino nos deparaba.

Comentaba antes que uno podía estar “algo” preparado, aparentemente, para ciertos temas. Creo que es interesante que os comente algunas cosas que han influido en mí antes de ser padre de Martita. Surge este apunte porque soy hijo de neurólogo y he convivido con el Síndrome de Down, entre otros síndromes y enfermedades, desde que tengo recuerdo. 

La dedicación de mi padre, su extremo cariño a su profesión y los muchos años en los que llevo viendo como su vocación se transformaba en cariño para con sus pacientes y sus familiares, indiferentemente,  desarrollaron en mí de una manera silenciosa e inconsciente lo que más tarde he comprendido que ha sido un regalo de incalculable valor: el respeto por quienes no eran, aparentemente, tan afortunados o eran, simplemente, distintos.

Estoy convencido de que más allá de su pundonor personal, la raíz verdadera de la vocación de mi padre, lo que le ha guiado siempre, ha sido su constante búsqueda de la mejor forma de ayudar a minimizar, cuando no solucionar, “las adversidades” que se habían de una u otra manera cruzado en la vida de otros. 

Síndromes de Down, parálisis cerebrales, epilepsias y un largo rosario de síndromes y enfermedades. Y detrás, más allá de los nombres y apellidos de quienes descubrieron todas y cada una de las enfermedades y síndromes conocidos, los nombres y apellidos de los pacientes, madres, padres, hermanos, abuelos, familiares que han coincidido con él en tantos años de dedicación. Dedicación siempre apoyada en la admirable actitud de mi madre, donando, cediendo generosamente su tiempo y su propia dedicación para que mi padre pudiera, también, compartir lo mejor de su vocación profesional junto con su otra vocación como es su propia familia. 

Gracias Mamá, gracias Papá por inculcarnos valores, algunos sin apenas mencionarlos y a través de actitudes la mayor parte de las veces, que solo con el paso de los años y de acontecimientos especiales, como el nacimiento de Martita entre otros, he sido capaz de poder apreciar en su magnitud real.

Vienen a mi recuerdo algunos de los muchos pacientes de mi padre que he conocido por teléfono, en el hospital, en la consulta, en casa. Pero quiero hacer especial mención a otra Martita, paciente de mi padre, y a sus padres y su hermana mayor. No faltó Navidad en la que se acercaran a casa para agradecer a mi padre sus esfuerzos para ayudar a mejorar la calidad de vida de su Martita y directamente la de ellos. Curiosamente, años después, yo pasaría a ser un nuevo “Padre de Martita”.

Volviendo a nuestro embarazo, ambos teníamos en ese momento 34 años, todo transcurría normalmente hasta que un día a través de las ecografías detectaron que al parecer la placenta de Marta no conseguía alimentar bien a Martita. Decisión: esperar a que Martita hubiese crecido lo suficiente, cesárea y todo solucionado.

Fantástico. Nervios. 2 de Abril de 2.001, Lunes. Día de la cesárea. Marta había dormido en el hospital y a primera hora estaba todo programado. Lástima, al ser cesárea no me permiten estar en quirófano. Pasillo. Que lento corre el tiempo. Un medico que sale, otro entra. ¿Y de mis chicas, qué?. Por fin. Todo bien. Efectivamente Martita tiene poco peso y deberá estar en incubadora hasta que consiga cogerlo. 960 gramos tienen la culpa. Menos que un paquete de azúcar!!!. Pero todo bien. Hay que llamar a todo el mundo, Hay que hacer papeles. ¿En que planta están las incubadoras?. ¿En que habitación Marta?. Para ser Lunes, cuantas emociones nuevas. Nuevas y maravillosas.

Martes, todo bien. Miércoles, ¿qué pasa?. Algo no va bien. Algo no va bien porque lo siento, no porque nadie me lo diga. Cojo la mano de Martita, me agarra, es guapísima. ¿Alguien lo dudaba?. Voy a ver a Marta. Como rápido, Subo. Bajo. Que pasillos tan largos!!!!. Que ascensores tan lentos!!!. Espero la hora para poder entrar en la Sala de incubadoras. Vuelvo a ver a Marta a su habitación. Pero algo no va bien. Miro, miro y miro a Martita. Algo me está llamando la atención, pero no sé que es. Es algo que sé que he visto antes, que sé lo que es, pero....

Jueves. Empiezo a preguntar. No hay respuestas. O sí, en los gestos, las caras de algunos. Tres turnos de enfermeras, médicos, nervios. ¿Me estaré volviendo loco?. ¿Qué pasa?. ¿Qué me pasa?.

Mientras yo vivía lo que en ese momento creía mi única y propia paranoia, mi padre, años de profesión por medio y miles de casos vistos, estudiados, revisados, buscaba junto a mi madre que algunas posibles evidencias, apenas imperceptibles, no confirmaran lo que otras pruebas científicas, que llevan su tiempo, finalmente confirmarían. El tiempo, seguro, se debió parar desesperadamente también para ellos.

Martita no mostraba signos característicos de los Síndrome de Down. El caso de Síndrome de Down menos evidente que caía en las manos de mi padre. Que ironía, ¿no?. La pregunta clave, al menos para mí, surgió cuando mi padre se interesó sobre un familiar de Marta, abuela o bisabuela, a quién él recordaba vagamente que se había mencionado en alguna ocasión y que era Filipina. ¿Filipina?.

Eso era lo que estaba viendo sin ver, que me miraba sin mirar y que tantas y tantas veces había visto. Los ojos, un pelín más rasgados, característicos de los Síndrome de Down y que apenas se percibían en la preciosa y diminuta carita de Martita y de sus 960 gramos.

Finalmente el Lunes siguiente, día 9, todo se confirmaba. Llevaba demasiados días, horas, minutos, de tensión. Es fácil imaginar lo duro que fueron esos días. Viajando, emocional y vertiginosamente en algunas ocasiones o lentamente y entre lágrimas otras, desde la ilusión de que finalmente las noticias fueran las mejores hasta imaginar cómo decirle a Marta, que Martita, nuestra Martita, era Síndrome de Down.

Volviendo al Lunes 9, iba de camino hacia la habitación de Marta, una vez más por un largo, largísimo, pasillo cuando, pese a estar en el mismo hospital en el que trabajaba y estaba en ese momento mi padre, sonó una llamada suya en el móvil. Tal y como le había pedido me llamó nada más conocer los resultados. Creo recordar la conversación, o al menos parte de ella, de manera bastante textual: 

- Yago, se confirma. 
- ¿Pero es ya seguro?. 
- Yago, han hecho la prueba dos veces. Lo siento.

Si hubo más conversación no la recuerdo. Enfilé el pasillo, abrí la puerta de la habitación de Marta con la conversación aún repitiéndose en mi cabeza y le cogí la mano. Había estado intentando darle a Marta durante la última semana lo mejor de mí mientras esperaba que todo quedara en nada. Marta notó, automáticamente, que nada bueno iba a decir. Estaba sentada en un sillón: 

- Sabes, ….los ojitos de Martita, los ojitos rasgados de Martita... Martita es Síndrome de Down.

Aunque yo era consciente de lo que Síndrome de Down significaba para mí, para Marta era, en ese momento y lejos de nomenclaturas y de mi experiencia personal, la peor de las noticias. Era consciente del shock que con esta noticia estaba provocando pero solo años después, una vez más, he sido consciente del alcance real y repercusión que produjo la noticia en Marta. 

Añadí a Marta: 

- Lo importante es que nosotros dos estemos juntos y solo así podremos con todo.

Sé que Marta piensa también así. Y de que ha intentado, también, que sea así. Pero Martita es Síndrome de Down y Marta sigue aún desgarrada por el impacto de esta noticia. Yo también, pero cada uno pese a intentar hacerlo lo mejor posible lo siente y vive, lógicamente, a su manera. Es imposible ponerse, realmente, en la piel de una madre sin poder serlo. 

Aún después de confirmar que Martita era Síndrome de Down por ese porcentaje, a veces  ínfimo, de posibilidades que hay en todas las cosas, buenas o malas, positivas o negativas, cuando esa posibilidad lleva tu nombre escrito y te toca, te toca y la estadística, los porcentajes, dejan de tener sentido.

¿Y AHORA, QUÉ?

Pues empezaba el primer día de una nueva vida. ¿Por donde empezar a ordenar nuestro universo vuelto del revés, agitado, vapuleado? 

Honestamente, hemos sido muy afortunados ya que desde el primer momento contamos con todo el afecto y apoyo de la familia, amigos, médicos y enfermeras del hospital, tanto a título profesional como personal, pues todos nos dedicaron sus mejores sonrisas, miradas de cariño, silencios afectuosos, invitaciones para hablar con una enfermera que tenía también una hija Down y suma y sigue de un sin fin de muestras de cariño y apoyo.

Nos hicimos las pruebas para ver si el origen radicaba en alguno de nosotros dos, certificamos la posibilidad de tener más hijos si queríamos que así ocurriera en un futuro, pasamos muchas semanas a caballo entre casa y el hospital mientras Martita crecía en la incubadora, buscamos una casa cerca del Colegio María Corredentora pensando en el futuro de Martita, hablamos, leímos y nos informamos de lo que realmente significaba Síndrome de Down, su presente, su futuro, posibles enfoques, decisiones a tomar. Recuerdo todo como si estuviéramos dentro de una gigantesca lavadora girando a diez mil revoluciones.

Y en medio de toda esta agitación los padres de Marta junto a su abuela, comentando por lo importante de su decisión pero de la manera más desprendida y generosa posible, nos hicieron partícipes de su decisión de trasladarse a Madrid para que pudiéramos contar, en nuestra nueva y forzada reorganización y siempre que así lo consideráramos, con su cercanía, cariño, presencia y apoyo. Buscaron solución a su trabajo, renunciaron a su entorno de toda la vida, hicieron participes y aliados a la familia que dejaban para poder ayudarnos en nuestra “nueva” vida. Gracias, de corazón. Lo que Martita es hoy se debe en gran parte a su esfuerzo y dedicación.

Comenzaron las primeras sesiones de estimulación, los primeros contactos con muchos profesionales que ayudaron a Martita, a nosotros, a vivir nuestra nueva situación. Son muchos y citaré a la Fundación Síndrome de Down de Madrid en un intento de no olvidar a nadie y agradecerles que aparte de enseñar, por primera vez y en muchos órdenes de su vida a Martita, nos ayudaran igualmente a nosotros desde cero como a ella. Aunque sería más justo y exacto decir que a Marta y a mí nos ayudaron desde menos que cero.

En ese camino y con esta ayuda, la de familiares y amigos, decidimos tener un segundo hijo, Jaime. Otro regalo. Pudimos recomponer muchas cosas rotas dentro de nosotros, como persona, como pareja. Aún nos queda mucho camino que recorrer, cada uno, como pareja, como familia, pero las bases son cada vez más sólidas. Las diez mil revoluciones se han atenuado, hemos crecido, madurado, y aún quedan y quedarán.

Natación, psicomotricidad, ballet o logopedia son algunas de las actividades que están ayudando a Martita, y a nosotros, a conseguir el 100% de su 100%. Somos afortunados ya que contamos, en esta etapa en que escribo, con la experiencia de los magníficos profesionales del colegio María Corredentora, y dormimos tranquilos conocedores de su compromiso con la educación especial.

Pese a ese primer barniz que personalmente tenía me costó mucho entender que mi objetivo era conseguir ese 100% del 100% de Martita. Con ello rompí parte de la rabia que sentía por que Martita era Síndrome de Down. Básicamente era pura impotencia. Como cualquier padre desearía que Martita no fuera Síndrome de Down, Y mucha de mi rabia venía originada por las cosas que entendía ella no va a ser, o a vivir. Pero ella es feliz. Mi inicial enfoque erróneo basado en el planteamiento de vida que yo haya podido querer para ella no es suficiente para que, por su forzada ignorancia, le pueda provocar infelicidad alguna. 

No diré, como por otro lado he escuchado de otros padres y no pocos, que llego a sentir alegría porque mi hija sea Síndrome de Down. Siento alegría por su vitalidad, por sus travesuras, por su cariño, por sus muestras de afecto, por sus canciones, por sus bailes. Pero no dejo de ser consciente de que es Síndrome de Down. Como dijo un publicista y me encanta: Down, Up!!!!. Pero Down, añado yo en mi interior.

Quiero lo mejor para Martita y para nosotros y creo que la vía correcta es aceptar de realidad, y ello no implica olvidar que es Síndrome de Down.

Me duele, aún, cuando alguien menciona que “son angelitos”. Me duele cada vez que un padre aleja a sus hijos de Martita  como si algo contagioso tuviera. Me duele cuando recuerdo el año de ¿integración? que Martita tuvo que pasar en un Colegio mientras cumplía los 5 años, edad mínima para poder acceder a una educación especial y orientada para ella. Una legislación hecha a espalda de las necesidades de muchas discapacidades, las intelectuales especialmente, junto a la mala fortuna de un claustro y una profesora insensible y amoral en lo personal, es obvio y fácil imaginar su categoría profesional, “regalaron” a Martita una depresión y una inmedible por nadie valoración de la posible perdida de alguna posibilidad de alcanzar su 100% real. 

Pero soy un padre orgulloso, como el que más, tanto de Martita como de Jaime. Intento sacar de cada uno lo mejor, Nunca he comparado. Reconozco que aún lloro, intento que sea  a solas, desconociendo habitualmente el motivo real. Pero lloro pensando en Martita. Lloro pensando, como decía antes, en que debo, debemos, aceptar la situación, crecer y madurar con ella.

Está claro que debo seguir trabajando en encontrar el equilibrio entre mis emociones, mis ilusiones y la realidad de Martita. Aún hay bastante de esa impotencia, mía y solo mía que no de Martita, sobre lo que podría ser o me gustaría que pudiera ser. Pero bueno, estamos en ello, palabra.

Sé que por pedir no hay problema. Pero, de verdad, cuando pienso en Martita, Jaime, Marta, mis padres, mi hermana, mis suegros, mi familia, mis amigos y la gente que tenemos la suerte de tener alrededor sé que soy egoísta si no valoro lo que tengo. Pero soy humano e imperfecto. Y muy consciente de que no vale como excusa. Que he de seguir luchando por intentar equilibrar todas las pequeñas y grandes balanzas que la vida nos va poniendo por delante. Balanzas que a veces incluyen Síndrome de Down, o enfermedades, o buenas noticias, o malas. 

He intentado, si no desnudar mi alma, si al menos dejar el máximo de piel posible en estas líneas. 

Y no sería este esfuerzo totalmente sincero si dejara de expresar a Marta mi agradecimiento, cariño y admiración por Martita y Jaime, por su labor como madre y por su intento constante de buscar su equilibrio y nuestro equilibrio pese a las muchas piedras, más grandes y más pequeñas, compartidas en unas ocasiones y más personales en otras, con las que ha de vivir, con las que hemos de vivir.

on Saturday, November 26, 2011
"La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días". 
Benjamin Franklin 


Inevitablemente y pese a nuestros vanos intentos de resistencia, la mano callosa del tiempo nos vendimia de la niñez y nos arroja al lagar de la juventud, en donde la vida nos machaca con sus pies descalzos hasta extraernos toda la inocencia. Luego maduramos durante años trabajando como borricos, hasta conseguir un magnífico viejo gran reserva, con maldición de origen... y aún así, ¡merece la pena vivir para beberse hasta la última gota!

Sin duda la vida merece la pena y hasta en las condiciones más duras el ser humano se aferra a ella. Así lo supo plasmar Dominique Lapierre en La Ciudad de la Alegría, un monumento literario a la grandeza del ser humano y a su capacidad única de sobreponerse a la adversidad, la injusticia, la miseria, el dolor o la enfermedad, a través del amor por la vida y los semejantes. Un libro que ensalza la belleza de la existencia humana incluso en los lugares más miserables del planeta y que nadie debería dejar de leer, especialmente en tiempos de crisis o cuando maldecimos el maltrato al que nos somete el destino... no porque ayude a evadirnos de la realidad, sino porque, precisamente, nos invita a enfrentarnos a ella con coraje, serenidad, determinación... y alegría. Incluso en los peores momentos o ante las circunstancias más duras.

La base de esa alegría, de la capacidad del ser humano para encontrar felicidad aún en las condiciones más adversas de la vida, radica en la comprensión de la realidad, mediante la aceptación de que el sufrimiento constituye parte inseparable de nuestra existencia. Por eso, pretender escapar al dolor o la adversidad constituye un deseo lícito, pero únicamente realizable de forma parcial o temporal, ya que antes o después nos veremos obligados a enfrentarnos a situaciones, propias o ajenas, que nos harán sufrir, como las desgracias, la enfermedad, o la muerte. Por descontado, como nos recordaba Friedrich Nietzsche, “No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada”.

Por otro lado, para poder aceptar desde la serenidad que el sufrimiento forma parte de la vida, resulta esencial entender que la felicidad también se encuentra igualmente a nuestro alcance, pues en palabras de John Locke “Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias”. Y si bien no siempre podremos evitar las circunstancias dolorosas que nos atormentan, tenemos la facultad, a través de nuestra actitud, de establecer un sistema de compensaciones que nos permite equilibrar el sufrimiento con la felicidad, al menos en alguna medida. Viktor Frankl, quien sobrevivió a la terrible experiencia de pasar por un campo de concentración nazi, escribía al respecto “Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. En realidad, resulta absolutamente imprescindible establecer ese sistema de compensaciones, que pueden ser incluso expectativas de felicidad y mantener una actitud positiva, ya que de lo contrario, si únicamente tuviéramos por delante una vida de sufrimiento, ésta sería sencillamente insoportable.

No sólo eso, sino que el comprender que el sufrimiento y las dificultades sobrevenidas pueden constituir potentes motores de cambio, superación y evolución personal, es otra de las compensaciones más inmediatas a nuestro alcance. No hace falta ser un observador muy agudo para darse cuenta de que el ser humano se crece normalmente ante las dificultades de la vida, siendo entonces cuando saca a relucir lo mejor de su humanidad. Virtudes como la bondad, la generosidad, la justicia, la abnegación o el honor, únicamente se convierten en tales en ausencia de ellas: no se puede ser bondadoso sin que exista la maldad; no puede haber generosidad donde no existe la miseria; no se puede ser justo donde no hay injusticia; no es posible la abnegación donde todo viene dado con facilidad y no se puede tener honor donde el deshonor no se conoce.

Por el contrario, cuando no somos capaces de establecer un sistema de compensaciones adecuado, cuando no tenemos unas mínimas dosis de felicidad que contrarresten el sufrimiento propio de la vida, la desilusión se apodera de nosotros y empezamos a perder interés por todo aquello que nos rodea. Se inicia con ello un proceso difícil de detener, un círculo vicioso, en donde nuestro desinterés es directamente proporcional a nuestra incapacidad para encontrar momentos de alegría. Al perder la ilusión y no encontrar motivos de felicidad, desaparecen con ello las expectativas y las metas que motivan la acción. A cambio -en el mejor de los casos- se instaura un anhelo anodino pero persistente, en donde la ilusión se transforma en un supuesto derecho insatisfecho, por el cuál se clama y se reclama a la sociedad, a la familia, a los padres... Quienes llegan a esa situación, no han entendido, entre otras cosas, que la ilusión no es un derecho, sino un estado de ánimo y que ese estado de ánimo depende exclusivamente de nosotros y de nuestra capacidad para encontrar –o anhelar- momentos de felicidad. En palabras de Gilberth K. Chesterton “Hay algo que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina”.

En un intento de esquivar la tozuda realidad, hay quien tratará de huir del sufrimiento sin conseguirlo, lo que hará que sobrevenga un sentimiento de fracaso añadido, que contribuirá a aumentar la sensación de angustia vital. Incluso en el supuesto caso de que momentáneamente pueda conseguirlo, conviene tener presente que en situaciones de bonanza prolongadas, el ser humano tiende a relajarse en exceso e incluso llega a producirse una paulatina degeneración de su esencia humana y una progresiva exaltación de la parte más animal. Un embrutecimiento que pasa por distanciarnos o incluso hacernos ignorar esa espiritualidad, que es la que precisamente nos confiere nuestra cualidad humana y cuya ausencia nos conduce a la más absoluta indiferencia frente al dolor o las desgracias ajenas, haciendo que lleguemos a olvidar el nivel de intensidad que puede alcanzar el sufrimiento humano… hasta que inevitablemente, antes o después, se produce un nuevo encontronazo con la realidad, que además nos cogerá desprevenidos y sin la capacidad adecuada para contrarrestar sus efectos negativos.

Una vida que, por su dureza, asociamos también a la imagen de una jungla densamente poblada, en donde cada especie lucha por la supervivencia de forma extrema, intensa y permanente. Un lugar compuesto por diferentes estratos dotados de características propias, pero con un denominador común: todos encierran gran multiplicidad de seres vivos, unos en conflicto permanente, otros en perfecta simbiosis, pero todos necesarios para la supervivencia del ecosistema resultante, en donde el nexo común son las dificultades y el sufrimiento que inevitablemente todos deben afrontar.

Y a pesar de la hostilidad del medio y de toda esa lucha desesperada por la vida, en esta selva que habita y configura el ser humano, también hay espacio para la felicidad y los buenos momentos. Incluso en aquellos lugares en donde la lucha es más encarnizada o donde apenas llega la luz y el calor de nuestra humanidad, podemos encontrar destellos de felicidad. Precisamente, es en los lugares de mayor oscuridad en donde el resplandor de la luz se hace más intenso y su brillo cobra más valor.

Por desgracia, el ser humano no siempre tiene claras las referencias y a veces se muestra incapaz de crear un sistema de compensaciones adecuado. En nuestro afán por encontrar la felicidad absoluta terminamos pensando que la misma depende de grandes logros, o básicamente de bienes materiales. Esta circunstancia también nos induce a pensar erróneamente que la felicidad se puede comprar, invirtiendo en ello un tiempo y unas energías preciosas y generalmente escasas. Al mismo tiempo, nos desentendemos de aquello que nos podría proporcionar una felicidad más inmediata y dejamos de percibir todas esas pequeñas maravillas dispuestas a ambos lados del camino, así como la grandeza de nuestro propio interior, al que raramente nos asomamos. Nuestro anhelo de hallar la felicidad en base a grandes realizaciones o a elementos materiales, acapara toda nuestra atención, impidiendo que podamos disfrutar de las cosas sencillas que nos rodean o de la parte espiritual de la vida, algo sobre lo que ya nos advertía Séneca: "Feliz es, por consiguiente, el que tiene un criterio recto, el que se contenta con lo que tiene, tenga lo que tenga, y el que prefiere sus propias cosas a las que le puedan venir de fuera; bienaventurado aquel a quien la razón hace agradables todas las situaciones de su vida".

Tal vez por ello, más que correr en pos de la felicidad plena -probablemente imposible de alcanzar-, deberíamos acostumbrar nuestra vista a la oscuridad y, sin renunciar a la búsqueda activa de sus formas más perfectas, buscar también equilibrios, pequeñas compensaciones y felicidades parciales, que hagan disminuir la importancia y el peso de los aspectos más dolorosos de esa lucha por la existencia. Cuanto menos dependamos de lo material para ser felices y más disfrutemos con las cosas cercanas y cotidianas, así como de la parte espiritual de la vida, más momentos de felicidad parcial seremos capaces de encontrar. Disfrutar del mundo que nos rodea, de nosotros mismos, de lo que somos -de lo que somos hoy, no de lo que anhelamos ser mañana- y de lo que tenemos -de lo que tenemos hoy, no de lo que anhelamos tener mañana-, sin duda ayuda a caminar por la selva de la vida y es un gran paso hacia la felicidad... Asumir, como decía Erasmo de Rotterdam, que “La felicidad consiste, principalmente, en conformarse con la suerte; es querer ser lo que uno es”. Si además somos capaces de construir el bien a partir de lo que somos y ser también felices a través de la felicidad de los demás, nuestras posibilidades de encontrar pequeños momentos de alegría se multiplican: tanto como todo el bien que seamos capaces de crear y tantas veces como personas vemos a nuestro alrededor, pues en palabras de Denis Diderot “El hombre más feliz es el que hace la felicidad del mayor número de sus semejantes”.

Quizás ello sea posible porque la vida tampoco difiere mucho del principio en el que se inspira el cinematógrafo: fotografías o dibujos estáticos que configuran fotogramas y cuya rápida sucesión hace que la sensación sea de movimiento. De la misma forma, a medida que aumentamos el número de felicidades parciales y acortamos los tiempos entre ellas, la sensación que se percibe es cada vez más cercana a la felicidad permanente.

Por Alberto de Zunzunegui

on Saturday, November 19, 2011
Para cualquier ciudadano de bien de este país -de bien somos muchos, de "a pie" no queda casi nadie-, las compras navideñas supondrán un ejercicio de adaptación al cambio, de mayores proporciones que en años anteriores. Como todo no iba a ser malo, esta mutación se nos ha ido  revelando paulatinamente. Al principio, alguien nos contó que lo de la crisis era un invento de los agoreros de la derecha, mientras que en Europa se cantaba otra copla distinta, pero cuando la economía empezó a ser, no un problema de ajuste de gastos familiares, sino el tema de conversación de tirios y troyanos; cuando el dinero previsto no llegaba ni al día veinte de cada mes; cuando era más difícil conseguir una hipoteca que  adquirir entradas para ver a José Tomás y cuando, para colmo de festejos, a los funcionarios les pegaron un tajo de machete a los salarios y a los ancianos les congelaron las pensiones, se empezaron a disparar las alarmas y, poco a poco, nos dimos cuenta de que la miseria no era una cosa que pasaba en la posguerra y en los países tercermundistas, sino que amenazaba muy de cerca a una Europa confundida y mal administrada, y que “Papá América” podía estar a punto de quebrar.

El ciudadano honesto suele ser además sensato y, tras estos primeros indicios de la catástrofe que se avecinaba, intentó que no le volvieran a coger por sorpresa y se ajustó el cinturón. Revisó, por enésima vez, el presupuesto familiar incluyendo entre los gastos las nuevas subidas de impuestos; de alimentación; de vestuario; de matrículas etc., y fechas más tarde, con harto dolor de corazón, reunió a la familia y, cariñosamente, pero con la mayor energía, comentó la situación y los cambios que había que asumir para intentar hallar, con el esfuerzo de todos, el modo más eficaz de reducir el consumo, de estirar el sueldo, más o menos congelado, si es que no le ponían de patitas en la calle, y de prescindir de todo aquello que no fuera necesario hasta que la crisis desapareciera y la bonanza volviera otra vez.  

Pero, al propio tiempo se preguntaba: ¿Cómo hemos podido llegar a esta lamentable situación? Comenzamos bien durante los primeros años de nuestra democracia, buscamos la prosperidad con mesura, conscientes de que el bienestar solo nos vendría dado a través del propio esfuerzo y de la eficacia y el buen hacer de nuestros representantes, pero más tarde se disparó la fiebre del consumo. Ya no se trabajaba para mejorar de posición sino para cambiarla radicalmente. Todo invitaba a gastar, cuando no a derrochar. Sacrificio, ahorro y prudencia fueron términos olvidados o arrinconados. Cambiaron los modos de vida, las costumbres, los anhelos, las apetencias. Ése sí que fue un auténtico cambio. ¡Habíamos conquistado el progreso! Esta conquista, sin embargo, tuvo dos inconvenientes. El progreso era ficticio -cualquier progreso que acaba en retroceso no es tal-, y para acceder a él habíamos pisoteado algunas de nuestras más nobles raíces, algunas de nuestras más acendradas virtudes y, al final la frivolidad, el dispendio y la mala administración de los bienes comunes, practicados en el último quinquenio nos perseguía como un mal sueño.

Y lo más terrible de esta crisis  es que cuando se comenzó a  vislumbrar un horizonte turbio y amenazante que aconsejaba moderar las apetencias, frenar el gasto y ajustar el presupuesto, la eficacia y el buen hacer de nuestros gobernantes brilló por su ausencia. Pedir austeridad no provoca aclamaciones en masa, es anti popular y, desde luego no proporciona votos. Muchos gobernantes, sin saber -o sabiendo bien- la que se nos venía encima, hicieron oídos sordos, siguieron viviendo “a la gran dumón” pública y privadamente,  gastaron lo que tenían y lo que no tenían, endeudando a sus administraciones hasta las cejas, hicieron la vista gorda ante los desmanes de bancos y Cajas y demostraron su incapacidad, cuando no su deshonestidad llevándonos al empobrecimiento al que la caída, lenta pero constante, de nuestra economía nos ha abocado y de la que nos va a costar Dios y ayuda emerger. 

Luego, de repente, se le vieron las orejas al lobo y cuando la tormenta estaba ya encima de nosotros, se nos pidió –no a ellos, sino a nosotros- sacrificios sin cuento; se nos exprimió sin piedad; se nos obligó a amortizar, con nuestra propio ahorro, lo que otros despilfarraron sin preguntar. Se habían invertido los papeles. Con nuestra eficacia y buen hacer debíamos dar ejemplo de austeridad a quienes estaban obligados a proporcionárnoslo a nosotros. ¡Vivir para ver!

Y me pregunto: ¿Cómo habría reaccionado un gobierno si cada uno de sus ciudadanos se hubiera propuesto vivir a lo grande; agotar lo que tenía y dejar a deber lo que no tenía; comprarse una casa nueva, el coche más sofisticado, los cuadros que le viniera en gana; recibir a sus amigos con pompa y boato; viajar por el mundo hospedándose en los mejores hoteles, procurarse pensiones millonarias; inhibirse de la administración de sus bienes sin corregir, por orgullo, prepotencia o desidia, los desmanes de su propia incapacidad, de los de un cónyuge derrochador o del más incompetente de sus hijos y,  cuando la situación fuera ya insostenible, pidiera a sus gobernantes que disminuyeran el gasto, se apretaran el cinturón y le entregaran el producto de estos ajustes para amortizar la deuda acumulada por su imprevisión o malversación? ¿Aceptaría el Gobierno tamaño desatino, le concedería, si se diera el caso, lo solicitado; otorgaría su voto de confianza y su credibilidad a semejante ciudadano por más que le prometiera, una y otra vez, que "ahora" iba a cambiar?

No debemos apurarnos. Este caso nunca se dará pero, a veces, viene bien invertir los papeles en un ejercicio de imaginación, porque nos estamos malacostumbrando a considerar a nuestros servidores -que no otra cosa son los gobernantes- como dueños y señores de bienes y haciendas. Rendimos pleitesía a quienes nos la deben. Escuchamos mentira tras mentira con el más absoluto respeto y, además, sufrimos en silencio. Nos apretamos el cinturón, -varios millones de ciudadanos hasta les votamos-, y  todos los bien nacidos seguimos contribuyendo y aportando gran parte del fruto de nuestro trabajo para el bien común. Este mal sueño dura ya demasiado tiempo y amenaza con convertirse en la horrenda pesadilla de todo un pueblo.

Mañana hay que ir a votar porque nosotros somos ese pueblo soberano y, espero que consciente, pero cada uno de nuestros votos tiene un valor incalculable, aplíquense el cuento todos cuantos con él accedan a dirigir España, no lancen las campanas al vuelo los vencedores porque pueden morir de éxito. Escuchen y miren a los ojos de esos millones de ciudadanos para saber lo que es la responsabilidad, el esfuerzo, el sacrificio y el dolor. 

¡Aprendan todos ellos de nosotros, de una vez!

Por Elena Méndez-Leite

on Thursday, November 17, 2011
“La política es un veneno activísimo que no tiene antídoto eficaz. Se te meterá en la sangre, perturbará tus afectos amistosos y aun familiares, hasta contaminar todos tus pensamientos y tus actos. Procura acotar dentro de ti un reducto donde no dejes entrar a la política y defiéndelo” Joaquín Calvo-Sotelo en Pláticas de Familia, de Leopoldo Calvo-Sotelo


A finales del mes de julio, volví a casa con un tesoro entre las manos que mi amigo Andrés me acababa de regalar. Era apenas mediodía y subí aprisa a mi despacho. Dejé los dos libros sobre la mesa y me senté a contemplarlos. Suelo hacerlo siempre que dispongo de una nueva lectura y el deseo de leer me embarga. Paso las manos por su lomo, me fijo en las fotos de la cubierta y  de la contraportada, busco en el cajón de la derecha el señala libros que me parece más adecuado y que permanecerá ya para siempre entre sus páginas, cuando una vez terminado lo deje en su lugar en la biblioteca, y sólo después de este dulce ritual, me decido a abrirlo de una vez. 

En esta ocasión eran dos los tomos cerrados ante mí, Pláticas de familia y Memoria Viva de la Transición, y al interés por los libros se unía la admiración y el profundo respeto que siento por su autor: El segundo Presidente del Gobierno de la actual Democracia Española. 

Tengo la sensación, siempre la he tenido, de que la figura de Don Leopoldo Calvo-Sotelo  es la menos conocida de la de los cinco Presidentes tras la Dictadura y, lo que es peor, guardo la convicción de que, además de poco, es mal conocido. Quizá la considerable estatura, el gesto serio y la voz grave que acompañaban a una mente preclara y a una inteligencia fuera de lo común, lo alejaran del español medio y, sobre todo, del mediocre e hicieran menos perceptible su calidad humana, su bonhomía y ese sentido del humor entre británico y gallego que, quienes tuvieron la dicha de tratarlo y quienes hemos leído su obra, observamos en él. 

Yo guardo en mi memoria  su recia figura en aquel tremendo Congreso de Palma. A mi recuerdo acude la imagen de su gesto preocupado, casi diría que doliente, sabedor de tanta malevolencia como allí se encerraba, y que la mayoría de nosotros aún no alcanzábamos a imaginar. Recuerdo....pero comencemos mejor por el principio, por un día de vaga de mar  en Ribadeo  en el que los ojos de Leopoldo niño observan, por primera vez en la playa de Reinante, las enormes y bellísimas olas que se acercan, o aquél otro instante,  pocos días después en el que, con tan sólo diez años, escucharía las palabras atroces que le gritaran al ir de camino a casa de sus abuelos, y que se grabarían indelebles en su memoria: “Mataron a Calvo-Sotelo. ¡Fixeron ben!”

Leopoldo Calvo-Sotelo había nacido  en Madrid en 1926 y estudiaba en el Instituto Escuela. Su padre, un hombre alto, alegre y melancólico a la vez, de inteligencia luminosa, simpatía arrolladora y aficionado a la música clásica y popular y gallego de Tuy veraneaba en Ribadeo, y allí fue donde conoció a su madre, Mercedes Bustelo. De su matrimonio nacieron cuatro hijas y un solo chico. La vida se presentaba  placentera y hermosa para la familia. Los dos hombres de la casa salían juntos a dar grandes paseos. Leopoldo recordaba especialmente aquellas tardes  veraniegas en el Escorial, en las que su padre le cogía de la mano y le llevaba a ver pasar los trenes. Pero aquellos hermosos años se vieron truncados de golpe tras la muerte prematura del padre, que trajo no sólo un dolor inconsolable, sino una traumática debacle económica. Leopoldo se queda huérfano con apenas siete años, y vive en una casa llena de amor pero sin varones, con su madre y  sus cuatro hermanas; Mercedes, Ana María, Maria Rosa y María Luz.

La ausencia de la figura paterna fue durísima para el futuro Presidente a lo largo de toda su vida. Le duelen los silencios, y añora las conversaciones, los consejos, el calor y la complicidad que una muerte sin sentido imposibilitaran para siempre. Emprende una búsqueda permanente de información, pregunta a cuantos le conocieron y ahonda en las raíces familiares hasta encontrar un eje sólido en el que cincelar, ahormar, afianzar y reconocer la figura del padre.

Cuenta el Presidente en sus Pláticas familiares una anécdota que, indica la importancia vital que tuvieron  para D. Leopoldo los más mínimos rasgos que iba descubriendo sobre la vida de su padre: Arruinado su abuelo materno en la crisis del 29, la escasez obliga a que sus hermanas y él escriban  sus trabajos escolares en unas cuartillas, las cuales sólo disponían de una cara en blanco, la otra contenía una circular en multicopista que ninguno de ellos leyó. Mucho tiempo después, en los albores del siglo XXI, supo que la cara anterior contenía el texto de una carta electoral que su padre dirigió a sus votantes en 1931. Así conoció el hijo, tardíamente, la participación en la vida política activa de su progenitor.

Para poder entender mejor la recia personalidad de nuestro Presidente convendría conocer algunos datos, la mayoría de ellos entresacados de la extensa búsqueda que nuestro protagonista llevó a cabo,  sobre las personas, lugares  y circunstancias que, de una u otra manera, influyeron decisivamente durante su infancia  en la formación de sus inclinaciones y afectos. 

Ribadeo es el ultimo pueblo de Galicia viniendo del oeste, a la izquierda del río Eo y en la calle de la Paz de este municipio se encuentran  la Casa de Arriba y la Casa de Abajo.  

La Casa de Arriba es el Palacio de Sagardelos, mientras que la Casa de Abajo o de Sotelo, era la casa del banquero vasco Antonio Bengoechea que rigió, a más del instituto de crédito, una casa de navegación con líneas regulares de veleros al Báltico y al Caribe. Al morir sin descendencia, y tras una serie de avatares, la Casa de Abajo llega por herencia a Ramón Bustelo González el abuelo materno del Presidente que murió en 1943 y, a la muerte de su esposa en 1962,  la heredaron sus tres hijos.

Muchas de las vivencias del pequeño Leopoldo tuvieron lugar en aquella casa con aquel comedor señorial y enorme a los ojos del niño; el torno, que subía la comida desde las cocinas del piso de abajo, los largos pasillos y, sobre todo... los abuelos. 

Con el abuelo Ramón, liberal de Romanones, se sentaba a escuchar las viejas emisoras nacionales y extranjeras durante la guerra civil española y le recuerda entrañable.  escéptico, melancólico, pensativo y viejo.

De la  abuela materna Doña Rosario, esposa de Don Ramón, le quedan como legado aquellas tardes  en las que el orvallo  iba a mayores, y el pequeño se sentaba a escuchar sus relatos cocinados entre la verdad  y la imaginación. Ni ella misma sabía donde comenzaba el cuento y donde terminaba la realidad, Se basaban casi siempre  en las aventuras ultramarinas de su propia madre y hermanos en tiempos ya lejanos, cuando fueron a reunirse con su padre en las Américas. La forma que tenía de contarlo  transformaba la narración, como por arte de magia, en hazañas bélicas con las que el niño se identificaba y permanecía embelesado sin perder ripio. Uno de los hermanos de Doña Rosario, que con frecuencia resultaba ser protagonista de aquellos cuentos, era considerado por la familia un bala perdida y, por tanto,  el preferido de cualquier niño. El tiempo  puso las cosas en su sitio y resultó ser que Adolfo Vázquez Gómez, que así se llamaba el famoso hermano, fue un eminente periodista, librepensador, republicano y fundador de la primera logia masónica en Uruguay. 

El tío Paco y el tío Ramón Bustelo, los dos hermanos de su madre, siempre estuvieron presentes en la vida del joven Leopoldo. Durante quince años, una vez muerto su padre, comió todos los domingos en casa del tío Paco y la tía Carlota, su mujer. El tío, ingeniero de caminos,  era su adversario al ajedrez, pero no en lo referente a la política, y mantenían  constantes charlas sobre la guerra mundial y  la menesterosa España de la posguerra. Con la tía, ya era otro cantar. Les separaba una considerable distancia en filias y fobias, que no fue obstáculo, sin embargo, para que reinara entre ellos un sincero afecto, no exento de sorna y buen humor.

El tío Ramón, el aviador, con el que no tuvo demasiado trato, era un tanto ácrata y anarquista, ajeno a la política aunque de tendencias izquierdistas. El asesinato de José Calvo-Sotelo le hizo considerar indigno servir a un Estado capaz de consentir, si no organizar, tamaño crimen y, siguiendo las propuestas de otro aviador amigo suyo, fue con él a Cuatro Vientos e inutilizaron las avionetas militares allí estacionadas, excluyendo una en la que huir. Como quiera que Ramón quiso despedirse de su novia telefónicamente, al compañero le entró miedo en la espera y  emprendió el vuelo dejando al tío Ramón en tierra. Éste volvió a Madrid y se refugió en casa de su hermano Paco pero la Policía Militar lo encontró y acabó con sus huesos en la Cárcel Modelo. Cuando le llevaban a Paracuellos, un miliciano, que había sido mecánico de sus padres, le reconoció y salvó su vida. Anduvo de cárcel en cárcel hasta el 1 de abril de 1939. Fue luego Ingeniero Aeronáutico “a más de especialista en esoterismos, cohetes y ovnis y nunca se apuntó al régimen franquista ni se ató a nada que limitara su anarquismo” (sic).

Su abuelo paterno D. Pedro Calvo Camina, siendo juez de Castropol, vecina a Ribadeo se casó con Elisa Sotelo uniéndose por primera vez los apellidos Calvo y Sotelo. Tuvieron cinco hijos. Luis, Pilar, José, Leopoldo y Joaquín. El recuerdo que Leopoldo conserva de su abuelo es el de un hombre esbelto serio y cariñoso que, una vez muerto su padre, les invitó a comer a él y a sus hermanas todos los domingos de su niñez.  Tras el almuerzo y antes de retirarse a descabezar un sueño le entregaba una peseta de plata y le decía: “Adminístrala bien”

Mención especial merece  la relación con su tío el notable dramaturgo Joaquín Calvo-Sotelo, el hermano menor de su padre. A pesar de los veinte años que llevaba a su sobrino, mantuvieron siempre una estrecha amistad y un cariño paterno filial, que ya  no se rompería hasta la muerte del insigne autor teatral en 1993. A Joaquín no le interesó la política activa pero sufrió, como todos y no sé si en mayor medida, las consecuencias de ella. 

-Guardo en lo más hermoso de la memoria aquel personaje de Amelia de su obra “La Muralla” que, en mis tiempos de estudiante, representé junto a alumnas de mi Colegio de Loreto y jóvenes del Colegio del Pilar. D. Joaquín tuvo la deferencia de venir a ver nuestra actuación. Recuerdo sus ojos limpios y la calidez de sus manos al felicitarnos, con la misma seriedad y trascendencia que si hubiéramos sido integrantes de la compañía del María Guerrero-.

Don Leopoldo ciertamente perdió a su padre, pero en sus abuelos y tíos encontró la hombría de bien por la que los varones de  esta extensa familia se han caracterizado desde hace más de dos siglos. Dicho todo esto, no es de extrañar que en alguna ocasión se escuchara esta frase, que bien pudiera ser suya y que muestra el orgullo de raza no exento de fina ironía del Presidente: “Yo soy Calvo-Sotelo los lunes, miércoles y viernes; Bustelo los martes, jueves y sábados, y descanso los domingos”.

En julio del 36 la guerra les sorprende en Ribadeo, Leopoldo inicia sus estudios en el Instituto de la localidad, y allí permanece hasta 1941, con una estancia breve en San Sebastián en 1938. 

En tiempo de guerra los jóvenes estaban en el Frente, así que los profesores  eran viejos, nunca hablaban de la contienda y la disciplina era casi inexistente, Los días de vaga mar se suspendían las clases; si pasaban convoyes militares se les permitía acudir a presenciar el espectáculo y si había algún hecho de armas favorable a los nacionales, se establecían vacaciones por varios días, con lo que aquellos eran tiempos amables para los pequeños. La confrontación perdía su sentido más  trágico, y la vida estudiantil se desenvolvía tranquila y placenteramente. Leopoldo conservó siempre el recuerdo de Su profesor don Genaro, que sembró en él la pasión por las matemáticas. En  febrero del 38 viajan, como se ha dicho, a San Sebastián y permanecen allí hasta finales de agosto, en que vuelvan a Ribadeo, de donde no saldrán hasta 1941.  

Durante la guerra, aparecía regularmente en Ribadeo un desconocido caballero con un acento extranjero, que a los chiquillos les parecía inglés. Un día de tantos le dio a Leopoldo una tableta de chocolate y la edición en español de la carta pastoral de Pío XI Mit brennender Sorge, publicada en 1937, y claramente contraria a los desmanes del Reich alemán. Casi nadie conocía entonces en España las atrocidades nazis. Leopoldo se aprende de memoria el texto papal y más tarde se lo entrega a su abuelo, al que ni le había gustado la política neutralista de 1914 ni la germanofilia de Alfonso XIII, ni mucho menos la pasión que, por todo lo alemán, mostraba Franco. A su regreso a Madrid en 1941, en una comida en el Hotel Victoria, invitado por su tía Enriqueta escucha a los mayores hablar con preocupación de la situación catastrófica de los alemanes. Ni corto ni perezoso Leopoldo  cuenta a sus tíos y primos los horrores propiciados por Hitler, que se reflejaban en el texto papal que, tiempo atrás, aprendiera de memoria. Todos los comensales nacional-católicos en su mayoría, le mandaron callar, reprochando con dureza sus palabras, tachándole de rojo y, hasta quizá, de ser otro bala perdida como Adolfo Vázquez. Sólo su tío Joaquín permaneció en silencio. Las ideas centristas de Leopoldo Calvo-Sotelo habían comenzado a germinar. 

En aquellos años abundaba en la clase media española lo que se conocía como “pariente pobre” –Galdós lo refleja espléndidamente en algunas de sus obras-, Solían ser personas de buena familia que habían vivido con desahogo gran parte de su vida y, por diversas circunstancias, la pérdida del cabeza de familia entre ellas, consumían sus bienes patrimoniales y quedaban en situación de pobreza disimulada, hasta que, llegado el caso, alguno de sus familiares  los acogía  de mejor o peor gana, para evitar un escándalo social. Mercedes Bustelo y sus hijos sufrieron esa situación a su llegada a la Capital. La familia les tomó bajo su protección  consiguiendo becas escolares en el Colegio de la Asunción para las niñas, pero para Leopoldo fue más complicado y, tras un intento fallido con el Colegio del Pilar, se decidió, que estudiara en el Instituto Nacional Cervantes en la calle Prim, cercana a su domicilio. Esta decisión fue prácticamente inspirada por el propio joven quien, habiendo estudiado en el Instituto Escuela en Madrid, pasó al de Ribadeo para de allí asistir al Pena florida de San Sebastián y, de nuevo, al de Ribadeo. Consideraba Leopoldo que en ninguno de ellos le había ido mal, y acudir  ahora al Cervantes le parecía una magnífica idea. Así, nunca fue alumno de un colegio de pago, pero tampoco se dolió de ello. La enseñanza pública le proporcionó independencia, intemperie y libertad, y la feliz memoria de sus admirados profesores de matemáticas, física y filosofía: Don Genaro, Mingarro y Cardenal, permaneció siempre entre los aspectos más positivos de su educación. 

En 1946 Calvo Sotelo  ingresa en la Escuela de Caminos, caracterizada desde el siglo XIX por imponer una férrea disciplina a sus alumnos. Una sola asignatura suspendida significaba la repetición del curso entero, pero el prestigio de quienes llegaban a feliz término compensaba con creces los esfuerzos  de quienes acometían tamaña empresa. Estando en tercero de carrera funda con dos amigos una revista hecha por y para estudiantes, de tirada mensual llamada Arco pero, debido a las quejas de un profesor puntilloso, sólo dos  números vieron la luz. En ellos Leopoldo, que era prácticamente el autor de todos los artículos, pretendía exponer sus argumentos contrarrevolucionarios contra el seminario estudiantil La hora, claramente falangista, y que abogaba incansable por la idea de la revolución pendiente. A nuestro futuro ingeniero tampoco la pluma se le dio nunca nada mal. 

Franco había prohibido las huelgas, pero en el año 1950, estudiando el joven Calvo-Sotelo el último curso de Caminos, tuvo lugar una algarada estudiantil que traería para él una consecuencia que cambiaría su vida. Las nueve escuelas especiales de ingeniería, que consideraban lesivo el decreto de aprobación de la homologación, previo examen de carácter formal, de los títulos de la escuela privada del ICAI de la Compañía de Jesús con los de las escuelas públicas, decidieron comenzar una “huelga a rayas” que consistía en que un día se asistía a clase con las lecciones aprendidas, al día siguiente pedían audiencia al director y le preguntaban si se había derogada el decreto, si decía que no  ellos anunciaban que no acudirían al día siguiente y pasado ese día, volvían a acudir a clase responsablemente.  Pasaron así  dos semanas y, como viera que la huelga no daba el resultado apetecido, el propio Calvo-Sotelo decidió hablar con el ministro de Educación, a la sazón D. José Ibáñez Martín y  llamó personalmente al Ministerio a las once de la noche. A pesar de lo intempestivo de la hora el secretario técnico les confirmó que el señor ministro le recibiría en su despacho al día siguiente. La conversación fue tensa y hasta con veladas alusiones a que quizá no fuera mala idea que los primeros inquilinos de la recién inaugurada cárcel de Carabanchel  pudieran ser los delegados de las escuelas especiales en huelga. “En esto,  se abrió una puerta y una chica joven guapa y con algo de sorna dijo. Oye papá, que dice mamá que si cenamos o no. Es mi hija Pilar, aclaró el Ministro” (sic). A la mañana siguiente Leopoldo le envió unas flores. A los cuatro años se casaba con ella. 

Hay en los relatos del futuro Presidente una constante lealtad  hacia las personas que forman parte de su entorno más íntimo tanto familiares como amigos. Sorprende que alguien de tamaña capacidad intelectual reconozca, sin dolerle prendas, la extraordinaria valía de aquellos que acompañaron sus días de batalla profesional y política, y que incluso en lo más duro de sus juicios, siempre haya una ecuanimidad y admiración por los aspectos positivos de cualquiera de ellos, aun de los que traicionaron su amistad o no fueron dignos de ella. Son notables las palabras sabiamente elogiosas que dedica a Fraga Iribarne, o las páginas de corazón herido relativas a Osorio, Silva o Gonzalo Fernández de la Mora e, incluso, a algún miembro de su familia materna en sus Platicas de Familia. 

Los capítulos Dinero I y Dinero II me parecen premonitorios de los tiempos que corren y recomendaría vivamente su lectura. Con una sencillez impresionante, al tiempo que explica la dureza de la posguerra; el valor del dinero escaso y duramente ganado; la importancia de una buena administración de los bienes en el ámbito personal, en la empresa privada  y de manera muy especial en la actividad política, ya sea en tiempos de vacas gordas como de flacas... D. Leopoldo va relatando las características de los diferentes puestos profesionales que desempeñó, poniendo especial énfasis en el “modo” de acometer cada uno de ellos,  y así vamos siendo testigos de la valía, la entereza, la presencia de ánimo y la integridad de Calvo-Sotelo, a la vez que sentimos que  es ésa la manera honesta de actuar y no la contraria, la que ha asolado la política en los últimos tiempos: la de los demasiado aficionados al dinero, aunque sea propio.

¡No tienen desperdicio esas páginas, y su actualidad y validez se acrecienta hoy, aunque ya hayan pasado diez años desde que lo escribió!




Leopoldo Calvo Sotelo llegó a ser Presidente del Gobierno de España del único partido centrista que alcanzó el poder y todo ello se relata de manera espléndida en su “Memoria viva de la transición” y, lo que es más importante, gozó de una vida plena junto a su esposa, felizmente entre nosotros, y sus ocho hijos, que  conservan  toda la nobleza de espíritu, la honestidad y el buen hacer que sus padres sembraron en ellos. 

Hasta aquí el humilde testimonio de gratitud y admiración por el hombre que fue mi Presidente. Si alguno de ustedes quiere conocer en profundidad al político lean sus libros. Si vivieron aquella época porque reabrirán, del mejor modo posible, una página entrañable de sus vidas, y si no, porque podrán disfrutar de unos tiempos en los que era un orgullo dedicarse a la política de la mano de hombres de la talla de Don Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo a quien... por sus obras lo conoceréis.

Por Elena Méndez-Leite


Bibliografía: 

“Pláticas de Familia”  Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo. La Esfera de Los Libros, 2003
“Memoria viva de la Transición” Leopoldo Calvo Sote y Bustelo. Plaza y Janés, 1991