on Saturday, January 28, 2012
Reseña Literaria"SOBRE EL BIEN COMÚN", de Antonin Pujos. Editorial ZERMATT SUMITT, junio 2011

"Sobre el bien común" es un breve texto que recopila las reflexiones y recomendaciones salidas de los trabajos y reuniones que durante años –de 2009 a 2011- ha desarrollado la Paris Cercle Ecophilos por encargo de la prestigiosa Enterprise et Progrès.

Se trata de un pequeño libro muy útil para encontrar, de forma concisa y directa, las claves para entender que el bien común puede ser un arma de gran poder para la prosperidad y la humanización en este periodo de crisis. Es por ello que sea mi sugerencia como libro, no solo del mes, sino de cabecera. A continuación extracto las ideas básicas que recoge.

La mayoría de la gente dirá que el bien común es equivalente, con respecto a una determinada comunidad, a su interés general, sin embargo, también se podría definir como la suma de los diversos intereses de sus miembros individuales.

Hay tres características principales en el bien común, que lo convierten en un concepto muy poderoso:

(1) Bien Común es más que el interés general de una comunidad, ya que implica la idea de añadir que la comunidad tiene que preocuparse por el bien individual de cada uno de sus miembros.

(2) Bien Común es menos que la suma de los diversos intereses particulares, ya que conlleva también la idea de que los miembros de la comunidad deban ser capaces de renunciar voluntariamente a una parte de sus intereses individuales por el bien de la comunidad.

(3) Bien Común debe ser el futuro que deseamos para nuestra comunidad, sin dejar de estar sólidamente fundamentado en la situación actual y real de la misma.

La búsqueda del bien común es un ejercicio muy exigente, pero que tiene la inmensa ventaja de proporcionar una orientación clara a la acción individual y colectiva.

A falta de un objetivo de bien común, tanto los individuos –trabajadores y ciudadanos- como las comunidades –empresas y administraciones- vagan sin otro rumbo que el guiado por cortoplacismo de sus respectivos intereses, sin ninguna consideración por el bien común de la comunidad ni para el bien común universal. Como consecuencia, el poder y la fuerza de la violencia se convierten en importantes herramientas de gobernabilidad y la paz -tanto interna como externa- está permanentemente en peligro.

Pero si realmente luchamos por el bien común de forma consciente y generosa, el futuro que se nos presenta es de paz y mayor harmonía, derivado del entendimiento y la comprensión que los individuos tengan entre ellos, y, en consecuencia también las comunidades con los individuos y entre ellas mismas. En esta línea debería llegar un momento en el que todo el mundo - individuo o comunidad– sabrá qué decidir y qué hacer en referencia al bien común, sin que nadie tenga que decírselo.

El bien común, por lo tanto, representa la esperanza de una sociedad que anhele vivir en paz sin amenazas ni riesgos, en la que se acepte luchar además de por « lo nuestro » por « lo de todos », por encima del exclusivo interés individual. Bien Común es también una llamada a la acción que implica que el individuo asuma y comparta la responsabilidad global para la consecución del bien común.

Por Juan Algar
Embajador de ZERMATT SUMITT en España

on Tuesday, January 24, 2012
"Organista en la Capilla de Tinta". M. Chambi 
En la nota anterior se ha visto la contraposición que en el plano de lo filosófico  y de los valores se dio entre España e Inglaterra. Así España optará por mantenerse fiel a la tradición epistemológica medieval, por ende se identificó con la perspectiva neoescolástica, cuya vigencia se mantiene actual aún hoy en día. Inglaterra en cambio asume una perspectiva contrapuesta al hacer suya la visión de los franciscanos de Oxford, quienes como afirma Leopoldo Zea «perfilan al hombre y ciencia modernos».

Aquella diferencia de visión entre esas dos naciones irá de la mano con una confrontación abierta entre España e Inglaterra, la que se manifestará  tanto en el terreno de lo político y lo militar como en sus respectivos modelos de colonización del continente americano. Según Juan A. Ortega y Medina a quien acota Leopoldo Zea, se puede señalar como factores en pugna entre ambos modelos: el de la posición de la Reforma protestante versus la Contrarreforma, el desarrollo náutico inglés versus el estancamiento naval español, y entre el ordenamiento social de Inglaterra mayormente en base a la iniciativa privada y a la libertad de comercio, versus el férreo control y monopolio comercial en España.

Puede señalarse que paradójicamente el engrandecimiento de España al consolidar su imperio en la América nuestra, dará lugar a un ocaso relativamente rápido del poder español a resultas de las guerras de España en Europa, conflictos que derivan del haberse reunido en Carlos V las coronas de España y del Sacro Imperio Germánico, conflictos que llevaron a una rápida dilapidación del ingente caudal de oro y plata proveniente de las colonias americanas españolas. Inglaterra por contraste y como bien acota Zea,  al estar poco interesada en ser una fuerza hegemónica en Europa, dio preferencia a desarrollar su propio imperio continental americano.

Cabe ahora referirse a la visión prejuiciosa de la ‘Leyenda Negra’ del coloniaje español, porque si bien es innegable la crueldad, las vejaciones y el despojamiento de los pueblos prehispánicos, así como el habérseles diezmado a resultas de las enfermedades traídas por los conquistadores; sin embargo los detractores de España silencian que desde el primer momento hubo mestizaje de sangres,  que la Iglesia Católica recibía como fieles a los indios dentro de la comunidad religiosa de la sociedad colonial, o que las leyes de la Corona tuvieron un claro sentido protector y de reconocimiento de la condición de seres humanos de los americanos oriundos.

Pero si de una Leyenda Negra se trata también cabe aplicarla a la colonización inglesa, como es el haber aplicado como argumento ‘científico’ el que los naturales de la América inglesa correspondían a una especie humana inferior a la de los colonizadores, de modo que el afán de la pureza étnica inglesa resultó aún más vejatoria que la ejercida por España, al irse traduciéndo ello en el despoje de territorios indios y no pocas veces en la abierta exterminación de grupos aborígenes de la América del Norte.

En resumen: la relativamente rápida decadencia del Imperio Español ya desde los siglos XVI y XVII, contrasta con la expansión mundial del imperialismo inglés. Ello implicará que mientras el modelo democrático y del liberalismo económico se afianzó,  incluso cuando Estados Unidos deviene en una nación independiente, los países nuestros se moldearon bajo una institucionalidad derivada del anacrónico orden político y social español. Pero a cambio de esto, si en la América del Norte prevalecerá la visión del pragmatismo utilitario propenso al individualismo y al puro materialismo, en lo más hondo del proceso formativo de países como el Perú, se enraizaron las ideas del humanismo solidario neoescolástico, legado que irá aunado a la riqueza de la cultura  y sabiduría de lo americano prehispánico.

De ésta manera, el proceso que ha ido dando forma a nuestra forma de ser como país, es uno bastante complejo al confluir en él dos grandes fuente formativas: la visión humanista a la que cabe denominar como la perspectiva neoescolástica y que nos trajo España,  y la singular riqueza de la tradición enraizada en lo americano prehispánico, la que aunque mayormente se vive en el llamado Perú  Profundo, sin embargo también  influye decisivamente en la evolución de la realidad nacional. El reconocer la profunda huella de estas dos fuentes en nuestra forma de ser, no significa para nada desconocer todos los aportes que otras culturas de diversas partes del mundo han contribuido al acervo cultural de lo peruano.

Ocupándonos de inmediato de la primera fuente: la de aquel humanismo neoescolástico, para referirnos posteriormente al gran aporte de los pueblos prehispánicos, podemos decir que el humanismo español de raigambre cristiana es una perspectiva que ha conferido una singularidad al carácter nacional del Perú, aunque acusando una distancia respecto a la otra gran perspectiva de lo que fue dándose como la ‘modernidad’ europea del Renacimiento en los siglos XVI y XVII. Tal movimiento de la modernidad pronto empezó a acusar ciertos aspectos que se contraponían a la tradición cristiana medieval y escolástica, tradición ésta a la que España asumió la tarea histórica de conservar. Es a esto a lo que se denomina el neo-escolasticismo y que se enraíza en la singular obra de Santo Tomás de Aquino al escribir su Summa Theologica, tratado que instituye todo un ordenamiento social, cultural y espiritual abrevado en la tradición cristiana medieval.

Hay que dejar esclarecido que tal tradición del neo-escolasticismo es una profunda indagación, dentro de la perspectiva cristiana, del triple misterio del mundo y del cosmos, del hombre en sí y del orden de lo divino y lo trascendente. Es más el neo-escolasticismo estuvo muy lejos de ser una mera preservación inmovilista de la historia, al haberse orientado hacia una lúcida actualización de la tradición medieval ante las  insoslayables realidades de la nueva época de la modernidad. Basta mencionar el haber instituido el Derecho Internacional para regir la relación entre las naciones del orbe.

El neoescolasticismo acusa hoy una especial actualidad, como lo demuestra la obra de filósofos de la talla de Jacques Maritain, dándose en dicho movimiento una convergencia entre los órdenes de lo espiritual y de lo temporal bajo el signo de la libertad,  ello no sólo en el sentido de lo político y lo económico sino como facultad inalienable del alma humana. El humanismo neoescolástico no es ajeno al perfeccionamiento permanente de la institucionalidad social, cuidando que tanto a nivel de lo individual como de lo colectivo impere el ‘bien común’, éste en su doble dimensión de lo espiritual y de lo temporal.

Lo expuesto es suficiente para atisbar la riqueza de la herencia neoescolástica de los pueblos americanos indohispánicos —justamente en estos tiempos signados por la aguda crisis de valores que aqueja la civilización occidental—,  herencia cuyas posibilidades en la creación de una nueva cosmovisión de la realidad, permitirá devolver al hombre contemporáneo un nuevo sentido de armonía entre lo sagrado y lo profano.

La segunda gran fuente formativa de lo peruano y lo indohispánico está conformada por los valores y la visión que caracterizan al mundo andino, tanto el quechua como el aymara. La valorización de nuestra tradición prehispánica se ve confrontada por el proceso de desmitificación que hoy caracteriza a la civilización occidental, amén de la pronunciada tendencia de la modernidad hacia el imperio de lo puramente cuantitativo en desmedro de lo cualitativo.

El hombre contemporáneo postmoderno deviene hoy en una suerte de recinto aislado, una verdadera ’mónada’ humana tan subjetiva como mecanicista, por ende divorciada tanto respecto a los otros hombres como ante su propia realidad como ser humano, pero también frente al orbe cósmico del universo. El hombre ha terminado reducido a un suerte de ente  encerrado dentro de su egoísta individualidad, con una identidad constreñida sólo a su naturaleza fenoménica y funcional y reducida a meros índices cuantitativos. En el universo del hombre contemporáneo ni aún el misterio de la vida posee sentido o propósito alguno.

Frente a este cuadro de la modernidad occidental, el mundo de lo andino se yergue pleno de significados y de experiencias vitales y ajeno a aquella egoísta soledad de la postmodernidad actual. El hombre andino vive dentro de una urdimbre de lazos intensamente vivenciales de solidaridad plena con su comunidad y en una relación telúrica y umbilical que lo une a la madre tierra, la Pachamama y a los Apus. La realidad como un todo solidario del cosmos y del hombre abarca tres grandes mundos: el de ‘arriba’ o celestial, el de ‘aquí y ahora’ o terrenal y el de ‘abajo’ o mundo subterráneo, mundo éste en el que los muertos siguen viviendo lado a lado con las fuerzas germinales en las entrañas de la Pachamama. Dentro de esa urdimbre de relaciones,  las figuras sagradas cristianas están en una simbiótica relación con las deidades y valores prehispánicos que subsisten hasta hoy, dándose un singular sincretismo de lo católico con lo andino prehispánico, sincretismo que estudiosos como el Padre Manuel Marzal y otros, las consideran expresiones auténticas y singulares de la religiosidad de los pueblos andinos.

Pero el mundo andino no se limita a lo que podríamos llamar los significados de orden metafísico o religioso. El hombre andino ha sabido preservar ideas como la unicidad del espacio y del tiempo expresada en el término único de pacha —concepción que significa simultáneamente espacio y tiempo precediendo desde antiguo a la idea einsteniana del continuo espacio-tiempo—. Hay una interrelación diríamos osmótica entre los ciclos del pasado, el presente y el futuro, dándose verdaderas crisis cíclicas o pachacuti en el devenir del tiempo y de  la historia, devenir del tiempo en una suerte de espiral  que conjuga la vieja noción prehispánica del tiempo cíclico y la linealidad del tiempo escatológico o de las últimas realidades del cristianismo.

Hasta aquí llega esta revisión, sucinta en extremo, de las dos grandes fuentes formativas de lo peruano y del mundo indohispánico[1], pero con lo expuesto podemos apreciar la riqueza de la potencialidad creativa de una y otra fuente en el proceso formativo de nuestra forma de ser. Es en la complementariedad de ambas, donde se encuentra la clave crucial del proceso afirmativo de nuestra identidad.



Notas: 

[1] Lo indohispánico comprende el espacio de la Comunidad Andina en su versión original 

Bibliografía:

Richard M Morse, El Espejo de Prospero. Siglo XXI- Editores.
Leopoldo Zea, El Pensamiento Latinoamericano. Ariel.

Lecturas Recomendadas:

Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno.
José Enrique Rodó, El Mirador de Prospero. Editora Nacional-México.
Leopoldo Zea, Filosofía de la Historia. Tierra Firme.
Julián Marías, Historia de la Filosofía. Revista de Occidente.

on Tuesday, January 17, 2012
"El único reposo que un obispo debe pedir a Dios, y merecerse, es el del paraíso". Radini Tedeschi


Yo era muy joven cuando Juan XXIII accedió al Papado, y guardaba en el Misal la estampa de la figura mayestática y adusta de Pío XII. Siempre me había llamado la atención la negrura de sus ojos, quizá acrecentada por la blancura de la vestimenta papal y, lo que es mucho más curioso, que aquella fotografía  me provocara la misma sensación de veneración y temor que sentía cuando estaba en presencia de mi abuela brasileña, una espléndida mujer, de pelo blanquísimo, porte esbelto y exquisitos modales, a la que sólo oí hablar en alemán y portugués hasta su muerte, y que pervive en mi recuerdo con la misma calidez que pudiera transmitir un témpano de hielo. Seguramente fui injusta entonces tanto con uno como con la otra, pero por más que intentaron tirios y troyanos que sintiera afecto por ambos, nadie lo consiguió.

Así las cosas, cuando tras la fumata blanca que anunció al nuevo Papa,  pude ver en el ABC, las imágenes del Pontífice bergamasco, me dio un vuelco el corazón. La sonrisa de aquel Papa, redondito y amigable me hizo sentir bien conmigo misma, y la empatía surgió espontáneamente. Nadie la tuvo que forzar.

Ha pasado casi una vida desde aquello  pero puedo revivir aquella sensación como si fuera hoy y, con el paso de los años, he ido aprendiendo que aquella primera impresión fue acertada aunque muy pobre, y que la grandeza de Juan XXIII  no podría quedar tan sólo, aunque sea mucho, en su sonrisa, su cercanía y su apelativo de “Il Papa buono”.

Su Papado fue breve pero intenso. Sus encíclicas conservan aún la vigencia de su espíritu certero y clarividente, y la convocatoria del Concilio Vaticano II, fue uno de los acontecimientos relevantes del pasado siglo, teniendo como principales objetivos los más preciados anhelos del Santo Padre: la modernización de la Iglesia, la unión de las confesiones cristianas y la instauración de la paz en el mundo. Esta figura señera, este hombre de Dios tuvo una vida larga, plena, lúcida y santa y estos son sólo algunos apuntes de su bendito paso por esta tierra.   

Angelo Roncalli había nacido en un  frío y lluvioso 25 noviembre de1881 en Sotto il Monte, un pueblecito de Bérgamo, casi al final de la llanura Padanna,  a los pies de la colina de San Giovanni  de los Alpes.  De  sus trece hermanos sobrevivieron cinco chicos y cuatro chicas, diez en total, contándole a él. En su primera infancia padecieron una pobreza severa - su feliz pobreza-  en una casa sin agua  corriente, alimentados de patatas, polenta, algún trozo de queso y un poco de carne en los días festivos, aunque  esto no siempre iba a ser así. Sus padres, católicos de pro y trabajadores infatigables, consiguieron reunir el dinero suficiente para comprar una vaquería y en pocos años la vida de la familia mejoró notablemente.

Por entonces todo el vecindario acudía diariamente a oír Misa, no sólo porque fueran practicantes fervientes sino porque la iglesia hacía también las veces de periódico local. Allí conocían las noticias del resto de los pueblos de la comarca, la situación meteoroló-gica y las novedades acaecidas en la localidad. Así que, desde muy niño, Angelo se acostumbró al olor del incienso; a las imágenes amigas del altar, y a contarle a Dios sus travesuras al igual que hiciera con sus hermanos o sus compañeros de correrías. Pronto manifestó el deseo de ser sacerdote pero, como en casa no había una libra disponible para enviarlo al seminario, decidieron que siguiera los estudios  en el colegio episcopal de Celana, a más de diez kilómetros de su casa, y en que el pequeño nunca lograría integrarse.

Este fracaso escolar junto a  la vocación que apuntaba y el convencimiento de los padres de que aun cuando esta temprana inclinación no llegara a cuajar, el seminario era la única escuela donde Angelino podría adquirir una educación superior y una formación adecuada, animó a su progenitor a solicitar la ayuda de los condes de Morlani, donde trabajaba de aparcero. Consiguió que le adelantaran la cuota de ingreso para el hijo, y a los doce años, con un puñado de monedas y algo de comida en el zurrón, el joven Angelo partió hacia el seminario de  Bérgamo -la más católica de las ciudades-.

Tampoco la existencia allí supuso un camino de rosas. La vida era dura y los alimentos escasos, pero también lo eran  en su propio hogar, así que “el  niño de los ojos risueños,” crecía sano y feliz. Aprovechaba el trabajo y el estudio y, exceptuando las matemáticas que aprobaba por los pelos, iba superando los cursos, cada vez con mejores evaluaciones, y pronto llegó a ser  uno de los primeros de la clase. A medida que pasaban los años se acrecentaba su  pasión por  la lectura muy especialmente por Manzoni y es-cuchaba con asiduidad y entusiasmo a Donizzeti – su paisano  de Bérgamo-,  Mozart, Bach y Beethoven.

Acabó los cuatro años de teología con veinte años, 4 de adelanto sobre la edad permitida por el derecho canónico para ser sacerdote y, gracias al talento demostrado por el joven, el obispo Guindani lo escogió para ir al Apolinar de Roma, prestigioso instituto donde sólo ciertos estudiantes  laicos y eclesiásticos eran admitidos para perfeccionar su formación. Obligado por el Servicio  Militar, se ausenta durante un año, pero continúa estudiando en el cuartel, y regresa al instituto inmediatamente después de ser licenciado.

Por entonces el Derecho Canónico es la asignatura de mayor importancia y la imparte un profesor perteneciente a una ilustre familia de financieros y abogados, licenciado en letras, filosofía, ciencias políticas y jurídicas y posteriormente sacerdote, de trato gentil e indulgente: Don Eugenio Pacelli, el futuro Pio XII. Roncalli se esfuerza con éxito en  el aprendizaje del derecho pero, sobre todo, siente una fascinación especial por todo lo relacionado con la Historia de la Iglesia.

En 1904, siendo Papa Pío X, Roncalli es ordenado sacerdote en Santa Maria Monte-santo de Roma, una de las majestuosas iglesias gemelas de la Piazza del Popolo, y en 1905 es nombrado secretario del nuevo arzobispo de Bérgamo, Radini Tedeschi, tras la muerte de su protector Guindani.

Acompañando al prelado recorre Ars, Paray le Mornay y Lourdes. Y visita las 352 parroquias de su zona; atiende como Asistente Diocesano a las Mujeres de Acción, Católica; organiza  transportes marítimos para que los desocupados de Bérgamo puedan emigrar a América e imparte  clases de teología, apologética y patrología en el  seminario,  compaginándolo con  la enseñanza del catecismo a los niños, amén de un sin fin de tareas pastorales más. Es un  trabajo agotador que durará cuatro años.

Durante las frecuentes visitas a Milán en que acompaña al Arzobispo, bucea con pacien-cia benedictina en el archivo episcopal hasta que, en una de sus pesquisas, encuentra, uno tras otro, los 39 tomos de pergaminos originales densamente escritos, de la visita apostólica que San Carlos Borromeo hiciera a Bérgamo en 1575. Pletórico de alegría se lo comenta al obispo, y éste  le recomienda recabar la ayuda de Monseñor Ratti, futuro Pio XI y prefecto entonces de la Biblioteca Ambrosiana. Alentado por ambos, comienza una imponente obra sobre estos hechos apostólicos, en la que trabajaría hasta 1958, y cuyos cinco volúmenes serían terminados sólo tres meses antes de ser elegido Papa.

Los albores del siglo son tiempos políticamente difíciles. La iglesia  de Roma se debate entre la conveniencia de continuar  con el  “non expedit”, que prohíbe a los católicos participar en los comicios o, en otro caso, propiciar el apoyo de los católicos a los liberales moderados frente a las fuerzas socialistas y los bloques radicales. Los representantes de la iglesia de Bérgamo desechan las dos opciones y  abogan porque los propios católicos sean los que se presenten como tales a las próximas elecciones. Se llevan  a cabo unas sesiones maratonianas y tempestuosas entre los representantes de Roma y de Bérgamo y aunque al final Radini Tedeschi consigue una solución de consenso, algunas voces contrarias, envidiosas y desafortunadamente influyentes provocan la desconfianza de Pio X en su hasta entonces amado obispo.

Con apenas cincuenta años, Radini Tedeschi enferma de cáncer y, al propio tiempo, siente que ha perdido la confianza del Santo Padre. De esta situación dolorosa y delicada  participa primordialmente su secretario, Angelo Roncalli y  sirve para reforzar aún mas la unión -que pocos comprenden-  entre estos dos seres absolutamente dispares y extraordinarios: el Arzobispo, de porte aristocrático, austero y enérgico en sus decisiones aunque de gran sensibilidad emocional, y el bondadoso  Roncalli que, aun con un sentido innato de la diplomacia y animado por una simpatía arrolladora, no deja de ser un campesino de porte rudo, que prefiere ir paso a paso y con pies de plomo. Sólo el común deseo de trabajar a destajo, un decidido optimismo y un amor a Dios sin paliativos podía ser la causa de que Roncalli llegara a sentir un inmenso respeto y una afectuosa admiración por el obispo a lo largo de los diez años que pasó a su servicio, y  de que el obispo, a su vez, le mostrara  una confianza ciega  y un afecto sincero. En 1916 Roncalli escribirá la biografía póstuma de quien fuera para él “Amicus fidelis, protectio fortis”.

El asesinato del heredero al trono de Austria y Hungría, a comienzos del verano de 1914, da pie a la declaración de una guerra que habría de convertirse en mundial. Pio X sigue llamando fervientemente  a los católicos “a la búsqueda de la paz” pero, tristemente, pocos días después moriría de un ataque al corazón. Al día siguiente, en Bérgamo también fallecía, el obispo Radini Tedeschi. Perdía así el sacerdote de Sotto il Monte, en tan breve espacio de tiempo, a dos de sus más valiosos amigos y protectores.

Durante la guerra, Roncalli es  llamado a filas y destinado como sargento sanitario al hospital  de Bérgamo, y en marzo de 1916 es nombrado teniente capellán en el mismo hospital. La durísima experiencia de esos años le hizo conocer en profundidad el corazón humano. La guerra propició su madurez, y cuando volvió al seminario lo hizo ya como director espiritual, una tarea nada fácil en aquellos momentos en los que la mayoría de los seminaristas que regresaban del frente lo hacían con múltiples heridas  y, en muchas ocasiones, las físicas no eran precisamente  las más difíciles de sanar.

Aprovechó el futuro Papa los cuatro cuartos que le habían ofrecido como sueldo durante la guerra, para abrir la primera Casa del Estudiante que hubo en Italia, donde acogió a los jóvenes que, fuera del seminario, estaban desorientados o mal encaminados, seducidos por la “buena vida”, cuando no por  las ideas comunistas de Lenin y de la revolución de Octubre. Durante un año la dirigió y costeó de su propio bolsillo. Los estudiantes le veneraban  y tenían una gran confianza en y con él. Más tarde se ocupó también de otro grupo de jóvenes sin estudios y, finalmente, de las mujeres de Acción Católica; de las empleadas; de las telefonistas; de las prófugas; de las enfermeras; de las operarias.... compaginando todo ello con su condición de conferenciante histórico-religioso de la Casa del Pueblo. El trabajo duraba dieciocho horas, el descanso seis.

Su fama de hombre de Dios, eficaz e infatigable llegó a oídos del Papa Benedicto XV quien, previamente, había leído  la biografía sobre Radini Tedesqui que Don Angelo  había escrito y, una vez decidido que la celebración del Primer Congreso Eucarístico de la postguerra iba a tener lugar en Bérgamo, el Santo Padre llamó a Roncalli para que se encargara de los preparativos. Con gran acierto debió de llevar a cabo esta tarea, pues pronto recibió Roncalli otra misiva de Roma proponiéndole ahora como director de  la Obra de la Propagación de la Fé  A Don Angelo le costaba dejar Bérgamo, pero la llamada del Papa era la llamada de Dios y su lema oboedientia et pax,  así que, sin prisa pero sin pausa, se encaminó hacia su nuevo destino en la Plaza de España de Roma. Poco después el Papa le nombraría prelado doméstico con título de Monseñor.

Para llevar a cabo la ingente tarea de la unificación de los Consejos de Propaganda Fidei que el Papa Benedicto le encargara tanto en Italia como en el extranjero, el nuevo director se convirtió en el “Viajero de Dios”, consiguiendo la reunificación y llenando de ardor misionero a los seminaristas y jóvenes en las múltiples reuniones que mantuvo con ellos y en los congresos que hubo de organizar al efecto.

En 1922 moría Benedicto XV, sucediéndole, como Pio XI, Achille Ratti, que tanto había ayudado a Roncalli con su obra sobre San Carlos Borromeo cuando dirigía la Biblioteca Ambrosiana.

Con motivo de la celebración del Año Santo de 1925, Monseñor Roncalli es designado miembro del comité organizador. Un trabajo colosal, de la misma envergadura, salvan-do las distancias, que la que supuso el pasado verano la organización de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Pio XI agradecido por la calidad del trabajo desarrollado, le nombra Arzobispo titular de Areopoli y el día de san José de 1924 se celebra en la Iglesia de San Carlo  al Corso (San Carlos Borromeo) su Consagración episcopal. Tras unos días de descanso con sus padres y hermanos en Sotto il Monte, se dirige como visitador apostólico permanente  a la diócesis de Sofia en Bulgaria.

La prepotencia y el mal gobierno tenían sumido al país en una situación desesperada de hambruna, y el odio del pueblo había convertido la zona de los Balcanes en un polvorín. Unos días antes de la llegada del vicario, Los terroristas macedonios, intentaron asesinar a Boris II en dos sangrientos atentados, que provocaron cientos de muertos, aun cuando el Rey, afortunadamente salió ileso.

Pero la situación interna no iba a ser el único problema al que Roncalli tendría que enfrentarse. A los católicos, divididos entre el rito latino y el oriental y dispersos por varias comarcas,  se les  habían unido los católicos refugiados de Macedonia, pero aún así, todos ellos juntos, formaban una clara minoría frente a la comunidad ortodoxa que no les dispensaba precisamente una acogida amistosa y al propio tiempo se sentían abandonados a su suerte por la jerarquía eclesiástica católica. El nuevo visitador apostólico se propuso convencer a los fieles búlgaros de que el Papa y la iglesia valoraban en su justa medida los sacrificios que suponía su situación y, para ello, recorrió por senderos imposibles de fango y abrojos todas las zonas rurales de la región; los montes desiertos; las iglesias saqueadas y los pueblos más recónditos, ya fuera a caballo o en carruajes destartalados; con lluvia, viento o sol de justicia; escapando de los ladrones de camino, y llevando su sonrisa y su buen hacer tanto a los campesinos como a los representantes civiles, militares y religiosos de las distintas ciudades y pueblos; visitando a los enfermos; administrando los sacramentos y dejando por doquier regueros de comprensión, simpatía, sencillez, cordialidad y eficacia que no tardaron en dar su fruto haciéndole acreedor del respeto de las máximas autoridades búlgaras, tanto en sus relaciones con el rey Boris y su gobierno como en las de otras instancias de las iglesias ortodoxa y católica.

Después  de diez años en Bulgaria, y en reconocimiento a su labor, es nombrado delega-do y administrador apostólico en Turquía y Grecia. En la multitudinaria  ceremonia de despedida cuentan que a alguien se le oyó decir: “A Este Monseñor  será difícil que le olvidemos porque ha sabido ser apacible como David y sabio como Salomón.”

La llegada a Estambul fue decepcionante, su residencia, si es que podía llamarse así, estaba integrada por una serie de pobres cuartuchos; sólo contaba con un doméstico a su servicio y no disponía de carruaje más que en casos extraordinarios. El país gobernado caóticamente por Mustafá Kemal, que había establecido el culto al Estado rechazando tanto el islamismo como cualquier otra manifestación religiosa, se debatía entre los coqueteos con Europa y la restauración del esplendor de Bizancio. Roncalli, con el buen sentido que le caracterizaba, observó la situación y dejando arrinconadas sus tareas diplomáticas para mejor ocasión, comenzó una intensa actividad pastoral. Si en Bulgaria había de atender a católicos latinos y orientales, aquí además  contaba con los de rito bizantino, copto, armenio y sirio, todos ellos en permanente rivalidad unos con otros.

También aquí hubo de emprender innumerables viajes por todas las provincias, y una de sus primeras medidas fue la implantación de la lengua turca en las iglesias católicas. Poco a poco se fue ganando el respeto de los altos mandatarios y, a través de ellos, el del propio Kemal. A menudo, sus desplazamientos se prolongaban hasta Grecia, no en vano era el delegado apostólico en esa nación, que había pasado de un gobierno socialista radical a otro de derecha recalcitrante y de estricta confesión ortodoxa. No era por tanto una balsa de aceite lo que Roncalli encontró allí. Le estaba prohibido por ley  hacer proselitismo entre los ortodoxos, y la importación de textos o prensa católicos era misión imposible. Pero, en esta ocasión, si rescató y desplegó su faceta diplomática y, de nuevo, su simpatía y buen hacer fueron  ganándose el respeto y la confianza del rey Jorge y de su gobierno. No así la del obispo ortodoxo Damaskinos, que emprendió su propia cruzada en contra.

Aquellos años fueron muy duros en el plano personal para nuestro arzobispo. Alejado de su familia desde hacía años, falleció primero su padre y en menos de dos años su madre. Los que fueran siempre su guía, su apoyo  y su ejemplo no pudieron contar con el consuelo de tenerle junto a ellos a la hora de la muerte. Poco después, el Papa Pío XI  que le había ayudado incondicionalmente desde sus primeros pasos como sacerdote, también fallecía en la distancia. Una constante en su vida había de ser el que, cada vez que se le reconocían sus méritos con un nuevo nombramiento, perdiera a alguno de sus familiares o amigos más queridos. Así le sucedería, años después, al ser nombrado Cardenal, con la muerte de su queridísima hermana Ancilla.

Y de pronto, el estallido atroz de otra guerra mundial. Esta vez capitaneada por un demente, y con unos efectos más devastadores que la primera. Turquía se mantiene neutral y, quizá por ello, el espionaje internacional convierte a Estocolmo en un lugar clave para sus actividades. De nuevo la capacidad de Roncalli se pone de manifiesto. Consigue obtener informaciones valiosas a través de un sin fin de curas y monjas que le sirven de enlace en los distintos países, informándole de la situación de los católicos en cada uno de ellos, y ayudándole a salvar a niños y adultos judíos siempre que la ocasión se presenta, al tiempo que su trato afable con los diplomáticos que frecuenta, le facilitan datos sobre el desarrollo de la guerra en los distintos frentes que le conciernen, a fin de  encontrar refugio a la gran cantidad de hebreos huidos de sus propios países.

En 1941, Don Angelo acude a Atenas invadida por Mussolini, destrozada, sangrienta y sin víveres, y en la que los campos de concentración nazi encierran a la mayor parte de  jóvenes supervivientes de las distintas batallas. A gran parte de ellos visitó el Arzobispo, ya fuera en las cárceles, en los campos, o en sus míseros escondites y, no sólo les llevó su bendición y su consuelo, sino que trató por todos los medios de conseguir autorización para formular una solicitud urgente de  ayuda internacional. Como quiera que Damaskinos estaba haciendo otro tanto con sus fieles, Roncalli propició una reunión con él en la que le propuso que unieran sus fuerzas en una tarea común. Nadie sabe como pudo vencer la radical antipatía que el patriarca ortodoxo le había mostrado, pero el caso es que, al final de la entrevista,  un comunicado conjunto afirmaba: Todos los días mueren mil griegos de hambre. Nosotros- Damaskinos y Roncalli- tenemos que hacer algo, y nosotros lo haremos. Después de esto, ambos se dieron públicamente el signo del perdón que en ambas iglesias se simboliza con el beso de la paz, y con alma y vida pusieron manos a la labor.

En diciembre de 1944 Roncalli abandona Oriente y emprende camino hacia su nuevo destino como nuncio apostólico en Paris, y el primero de enero presenta sus Cartas Credenciales a un gélido Presidente del Gobierno Provisional: Charles De Gaulle.

La situación a la que se enfrentaba ahora Roncalli volvía a ser peliaguda ¿Cuándo no? Los representantes de la iglesia católica en Francia habían sido preteridos y acusados de colaboracionistas por  haber continuado con los oficios religiosos y con su actividad pastoral tras la ocupación de Alemania, y por haber acogido en sus templos a comba-tientes católicos alemanes. La indignación del pueblo y de la Resistencia francesa contra ellos era evidente, pero la ira de sus gobernantes no era menos preocupante. De nuevo el Arzobispo Roncalli debería usar de toda su capacidad y buen arbitrio para deshacer el maldito entuerto que había agriado las relaciones entre la Santa Sede y la Nación francesa.

En Paris no contaban con muchos datos sobre el nuevo nuncio y dudaban de las habilidades diplomáticas de Su Excelencia quien, una vez más, hubo de sobreponerse a las contrariedades de un juicio previo aunque erróneo. Comenzó convirtiendo el Palacete de la nunciatura, donde iba a residir, en un lugar digno, elegante  y acogedor  en el que un gran comedor daba ocasión de albergar a más de cincuenta comensales y en el que, sin tardar, se reunieron las personalidades más relevantes de la sociedad francesa: literatos, políticos, científicos, artistas, hombres de empresa y magnates disfrutaron de su hospitalidad  asombrándose gratamente del exquisito gusto y atenciones de su  anfitrión y, sobre todo, de sus dotes de conversador versátil y ameno y su afabilidad de trato.

Esta atención a las clases elevadas no supuso, de ningún modo, el descuido de su acción pastoral. Recorrió las ochenta diócesis del país y, no contento con eso, se desplazó a las colonias africanas donde se acercó a los más humildes. Recorrió Túnez, Argelia y Marruecos de una parte a otra, incluyendo pueblos y poblados. Como de costumbre supo ganarse la amistad y simpatía de los franceses y de sus representantes, que, en esta ocasión, eran los más exigentes en materia diplomática y de protocolo. El pueblo galo lloró sinceramente su marcha cuando, en 1953, Monseñor Roncalli hubo de liar sus bártulos por enésima vez al ser nombrado Cardenal y Patriarca de Venecia.

El nuevo Cardenal regresaba a su tierra, y el recibimiento de los venecianos fue espectacular. Durante el recorrido desde la Plaza de Roma a la inefable Basílica, cientos de góndolas, botes y barcas quisieron acompañar a su pastor en una explosión de alegría, mientras el rostro de Roncalli se iluminaba con una sonrisa amplia y emocionada y alzaba los brazos saludando incesantemente a sus compatriotas. Bajó al muelle de la Plaza y entró en San Marcos, comenzando uno de los más bellos discursos que se recuerdan con estas palabras: Ecce homo, ecce sacerdos, ecce pastor... El pequeño Angelino de Sotto il Monte volvía sencillamente a su casa, a la tierra que le vio nacer.

La estancia en Venecia supuso por fin un soplo de aire fresco para el futuro Papa. Acometió la construcción de más de treinta iglesias, aumentó el esplendor de la Basílica y modernizó las casas de los canónigos que estaban en situación lamentable.  Recorría en las barcas de vapor municipales los barrios más pobres de la ciudad, se paraba con cuantos ciudadanos querían conversar con él. Paseaba tranquilamente por la Plaza de San Marcos saludando a las buenas gentes, o acudía a las representaciones teatrales mezclado con la multitud. Por otra parte había establecido que todos los días durante tres horas se permitiera acudir a su palacio a cuantas personas necesitaran de su ayuda, su consejo o su ministerio. Si había inundaciones allí estaba como un cura cualquiera; si tocaba la banda municipal, allí acudía Roncalli; si había enfermos que visitar, en el hospital se le podía encontrar. No hubo iglesia en la que no predicara, ni dejó de confirmar a ningún niño de las distintas parroquias, y cuando alguien se alarmaba por   tanta disponibilidad y acercamiento con el pueblo, él les respondía: Es que a mi me gusta mucho el trato con la gente.

Pero no todo iban a ser mieles en la Serenísima En el festival de cine  anual se estaban introduciendo películas de dudosa moralidad, sin contar con el exhibicionismo, a menudo escandaloso, de las divas del séptimo arte, así que Don Angelo volvió a sacar del armario de su diplomacia, lo más exquisito de su francés para dirigirse a ellos, animándoles a buscar la belleza moral además de la estética en sus producciones cinematográficas, todo ello con palabras suaves y convincentes, sin herir susceptibi-lidades, pero con la rotundidad del que sabe lo que está bien y lo que está mal.

Más duro fue con los expositores de la Bienal de Arte, especialmente con los encargados de la selección de las obras expuestas, ya que algunas trataban de forma irreverente, cuando no ofensiva, los temas religiosos. Reconocía con afabilidad la dificultad de excluirlas pero instaba a que se evitaran todas aquellas que atentaban contra la moral o los principios de la fe católica. Su tono fue tan amable y convincente que, en la siguiente Bienal, al visitar el Cardenal todos y cada uno de los pabellones comprobó con satisfacción que se habían seguido sus criterios de selección de manera exquisita. Agradecido invitó al Palacio Arzobispal a todos los artistas y expositores y animó después al clero de Venecia a que “no dejaran de visitar tan hermosa muestra”.
Poco tiempo después, en una apacible tarde otoñal, una llamada telefónica le pone en guardia. El Santo Padre está enfermo de gravedad y se teme por su vida.

El Patriarca de Venecia llega a Roma en un triste Día del Pilar de 1958. Acaba de fallecer el Papa Pacelli, Pío XII,  y todos los cardenales acuden al Conclave que habrá de elegir al nuevo sucesor de San Pedro. Roncalli ha dejado cosas pendientes en la ciudad de los canales y desea volver cuanto antes. Confía en que la elección no se alargue. Se habla mucho sobre si habrá Papa italiano o extranjero, de derechas o  de izquierdas, incluso podría ser de centro reformista, hasta que, de repente, alguien propone ¿Y por qué no un Papa de transición? Y mira a Don Angelo intencionadamente. En ese momento, y por primera vez, al cardenal Roncalli le invade una sensación de  terror ante la posibilidad de que ese comentario pueda llegar a hacerse realidad, pero sólo será un miedo pasajero. Su particular Huerto de Getsemaní. Cuando el 25 de octubre se dirige, con el resto de los Cardenales, a la Capilla Sixtina, su alma está preparada para aceptar, sean cuales  sean,  los designios de Dios...

Por Elena Méndez-Leite

Nota: El día 28  de octubre ante una multitud apiñada en el Vaticano, el Cardenal Canalli se asomó al balcón de San Pedro: Nuntio Vobis gaudium mágnum: Angelum Iosephum Roncalli. Un grito unánime de felicidad llenó la Plaza. La figura amiga de Juan XXIII apareció con su inmensa sonrisa, abrió los brazos para impartir la bendición urbi et orbi, y todo el Universo se llenó de paz.

Bibliografía: 
Juan XXIII de Leon Algisi. Traducción al castellano: Guillermo Gutiérrez Andrés S.J. Editorial Sal Térrea, Santander, 1960

on Saturday, January 7, 2012
1.-Propósito. 

Yo quisiera poner de relieve en la efeméride de su onomástica la actualidad del pensamiento de Jovellanos en materia de religiosidad, es decir, que su actitud frente al hecho religioso puede ser emulada hoy por cualquier cristiano comprometido con su condición de ser racional y a la vez con su opción religiosa. Jovellanos quiere racionalizar su fe, pero se encuentra con una serie de «estorbos», incluso dentro de la misma Iglesia católica; son bien conocidos sus encontronazos con el cardenal Lorenzana («el tonto del Cardenal»); con el obispo de Lugo, Peláez Caunedo, o con el párroco de Somió, López Gil, delegado de la Inquisición, que supervisaba frecuentemente la biblioteca del Instituto en busca de libros prohibidos; Jovellanos se siente hijo de la Iglesia católica a la que ama y a la que quiere servir como institución divina despojándola de adherencias incompatibles con un cristianismo más auténtico; esto produce roces y resquebrajamientos; adopta frente al hecho religioso una actitud reformista. De alguna manera y en algunos aspectos, Jovellanos se adelantó al concilio Vaticano II; me lo comentaba con frecuencia el profesor Caso González, el inolvidable maestro, quien en su tesis doctoral mecanografiada, que pude manejar en numerosa ocasiones, tenía muchos recortes del periódico «Le Monde» sobre las crónicas diarias de dicho concilio en la década de los sesenta del pasado siglo; el añorado profesor Joël Saugnieux, con quien trabajé durante trece años en aspectos religiosos del siglo XVIII, desde su agnosticismo confeso, admiraba el reformismo social que subyace en el Informe sobre la Ley Agraria, que, según él, presagiaba aspectos desarrollados por la «Mater et magistra» de Juan XXIII. En 1911, I Centenario de la muerte de Jovellanos, fray Bernardo Martínez Noval, natural de Valdesoto, misionero agustino y obispo de Almería, escribirá una biografía de Jovellanos reivindicando la actualidad de su pensamiento religioso en un momento poco propicio para nuestro prócer. Recientemente conocimos, de la pluma de Javier Gómez Cuesta y el aval de Domingo Benavides, máximo experto en el tema, la admiración que por Jovellanos sentía el padre Arboleya, uno de los sacerdotes más comprometidos con la doctrina social de la Iglesia; este erudito sacerdote dirá que la «reforma agraria tal como la propone Jovellanos se basa en los mismos criterios de carácter social de los bienes que expone León XIII en su encíclica "Rerum novarum". Un reformista así era lógico que en el tiempo que le tocó vivir y a lo largo del XIX suscitase celos y recelos por parte de quienes estaban apegados a un catolicismo tradicional. Nada nuevo en la historia de la Iglesia desde del cristianismo primitivo hasta los teólogos modernos pasando por los teólogos medievales. Tracemos algunas pinceladas. 

2.-Su formación clerical. 

Se puede decir, sin rubor alguno, que en la antropología jovellanista el hecho religioso estuvo siempre muy presente; se bautiza al día siguiente de nacer, bajo el peso del santoral, y muere previa redacción de un testamento en el que ratifica su inquebrantable adhesión a la Iglesia católica y, cuando se acerca la última hora, pide la administración de los santos sacramentos. Podrá decirse que es el esquema existencial común en una sociedad sacralizada o clericalizada. Admítase, si se quiere, en un intento por devaluar este testimonio. Pero en Jovellanos hay muchos elementos más, unos de naturaleza vivencial y otros de raigambre ideológica, que hacen del tema que nos ocupa una dimensión recurrente en la vida y obra de Jovellanos. 

Desde 1757 -con tan sólo 13 años- hasta el 26 de febrero de 1774, con 30 años, en que pasa a ser oidor del tribunal de Sevilla, Jovellanos pertenece al estamento eclesiástico bajo la categoría de un «beneficio simple diaconil», lo que le obligaba, como bien es sabido, a rezar todos los días el oficio divino, obligación que cumplió escrupulosamente (Ceán). Las distintas horas canónicas son un canto de alabanza con salmos, himnos y oraciones al Dios de la revelación: un Dios personal, uno y trino, creador y remunerador. La lectura frecuente y comentario del Salterio («Ps. Judica me, Deus», por ejemplo) así lo ratifica igualmente. Lejos estamos del deísmo, corriente filosófica en la que se le quiere incluir. El deísmo no acepta la verdad revelada; su religión es una religión sin dogmas, sin Iglesia, sin liturgia, sin Biblia (Julián Marías). Jovellanos no es deísta ni teórica ni prácticamente. 

3.-Su vinculación con el humanismo renacentista. 

Permítaseme una extrapolación temporal para mejor entender su humanismo cristiano. Recordemos al humanismo cristiano del Renacimiento. Allí beberá Jovellanos. Allí encontrará modelos con los que él sintoniza. Se trata de una corriente reformista en materia religiosa que aflora en los siglos XV y XVI en los Países Bajos con la denominación genérica de la «devotio moderna»; son hijos de esta corriente nombres tan sonoros como Tomas de Kempis o Erasmo de Rotterdam. Dos personalidades con las que simpatiza Jovellanos. El primero escribirá la «Imitación de Cristo», una obra que pasó a la historia con el nombre del apellido de su autor; miles de ediciones desde el siglo XVI hasta el momento actual inundan las bibliotecas de todos los países del mundo cristiano. Es el libro de devoción más estimado por Jovellanos: «Kempis, el mejor de los libros no canónicos, mi antiguo amigo», «el nunca bien admirado Kempis». El «Kempis» le acompañará en su destierro en Palma de Mallorca y muy posiblemente en su lecho de muerte. Jovellanos no sintoniza con la religiosidad barroca sobresaturada de «Flos sanctorum», en donde la leyenda superaba a la historiografía biográfica. El humanismo cristiano de Jovellanos se inclina por una religiosidad cristocéntrica basada en los Evangelios. 

¿Y qué decir de Erasmo de Rotterdam? Podemos calificar a Jovellanos de erasmista en el sentido que fustiga los actos externos de religiosidad en que había caído la religiosidad barroca (recuérdese el soneto «Al rosario de los comediantes» que Jovellanos compuso en Gijón el 31 de agosto de 1794 al ver pasar una procesión de rogativas). En el «Reglamento para el Colegio de Calatrava» de Salamanca recomienda la lectura de Erasmo para comprender las instituciones bíblicas (Clement). Por otra parte, la vida religiosa de Erasmo y la vida religiosa de Jovellanos tienen muchas analogías. Los dos sienten simpatías por los hermanos de la vida común; Erasmo profesa en la orden de los canónigos de San Agustín; Jovellanos mostrará sus simpatías por el grupo de Port-Royal. Erasmo es ante todo un especialista en Sagradas Escrituras y como tal propugna una religiosidad bíblica. Como bien es sabido, Erasmo fue el autor extranjero más influyente en nuestro siglo XVI; ahí está la monumental obra de Marcel Bataillon. Erasmista es también Fray Luis de León en «De los nombres de Cristo», un poeta que Jovellanos se sabe de memoria; no en vano uno de los manuscritos de la obra luisiana lleva el apelativo de Ms. Jovellanos. Un dato más para acercarnos al humanismo cristiano de Jovellanos; la Biblia tanto para Erasmo, para Fray Luis como para Jovellanos es el centro de una religiosidad reformista. 

Esta orientación reformista de la nueva religiosidad tiene como fundamento una nueva teología, derivada en buena medida de la llamada «escuela de Salamanca» con Melchor Cano a la cabeza y sus «Lugares teológicos», dando prioridad a las Sagradas Escrituras, la patrística y la doctrina de los concilios en el quehacer del teólogo. Cuando Jovellanos tiene que buscar manuales de teología para el Colegio de Calatrava en Salamanca, dirá que el manual de Melchor Cano es «excelente», «otros hay más breves, ninguno mejor», aunque escogerá el «Curso teológico lugdunense» por considerarlo más apropiado para principiantes en teología; el manual de Lyon cumplía el mismo propósito porque seguía el mismo método que el salmantino, si bien más asequible a los «tirones» en teología; lo mismo se podría decir de la «Summa» de Santo Tomás; la considera «verdaderamente admirable y digna de ser conocida y manejada por todo buen teólogo», aunque la excluye como manual por ser demasiado prolija para principiantes (el antiescolasticismo de Jovellanos tiene muchos matices). Estamos ante una nueva reforma que sintoniza con la reforma de la teología que Jovellanos quiere para el Colegio de Calatrava: de una teología especulativa se pasará a una teología positiva, cuyas fuentes son la Biblia, la patrística y la doctrina de los concilios. Esta preferencia por las Sagradas Escrituras como fuente de espiritualidad se constata en el inventario de biblias que tiene Jovellanos en su biblioteca: La Biblia Políglota Complutense -que más tarde regalará a Arias de Saavedra-, la de Felipe de Scio -texto latino de la Vulgata y traducción castellana, publicada a finales del XVIII- y la de Ferrara. Jovellanos tiene un conocimiento poco común de las corrientes teológicas de su tiempo. 

4.-La naturaleza («Itinerarium mentis in Deum»). 

Otro de los puntos de coincidencia entre el humanismo renacentista y el humanismo cristiano de Jovellanos es el lugar que en ambos ocupa la naturaleza. «Sequi naturam», decían los renacentistas; Jovellanos también lo asume: «¡Hombre!, si quieres ser venturoso contempla la Naturaleza y acércate a ella; en ella está la fuente del escaso placer y felicidad que fueron dados a tu ser». El sentimiento que embarga el espíritu de Jovellanos en contacto con la Naturaleza es el propio de un caminante, excursionista o senderista que, obligado a realizar unos viajes, la mayor parte de las veces por imperativos económicos, los aprovecha para disfrutar de la montaña, de los valles y arboledas en sus travesías por los puertos de Pajares, Ventana o el Camín de la Mesa; de las fuentes que sacian la sed del caminante por las escarpadas sendas que cruzan las vías de acceso a la meseta castellana, o que se deleita escuchando el murmullo de la fuente que con su caída ameniza el silencio del claustro conventual de un monasterio riojano; de los ríos, que nacidos en la Cordillera, unos van a morir al mar Cantábrico y otros riegan las fértiles vegas de la montaña leonesa; otras veces será al contemplar una tela de araña cubierta de rocío en un viaje cerca de Ribadesella. 

La contemplación de la Naturaleza produce en Jovellanos también un éxtasis de unión con el Absoluto; durante una noche de verano, aprovechando la bonanza del estío, se retira a pasear por el cerro de santa Catalina en Gijón. Desde este cerro contemplará, hacia el Norte, el mar, y hacia el Sur la cordillera Cantábrica con una silueta que va desde el Sueve, Peñarrueda y la sierra del Aramo. Desde esta contemplación exclamará: «En medio de este universo [?] el hombre descubre el íntimo sentimiento religioso de la divinidad, que desprendiéndose de todas las criaturas, le mueve y le fuerza a buscar solamente en el seno de su Criador la causa y el fin de toda existencia y el principio y término de toda felicidad». De esta manera el racionalista ilustrado entronca con el místico. En el «Cántico espiritual» de san Juan de la Cruz el alma buscará al Creador «por montes y riberas», en medio de «prados de verduras esmaltados», de «cristalinas fuentes», de «ríos sonoros» que discurren por «valles solitarios, nemorosos», donde se percibe una «música callada», una «soledad sonora y el silbo de los aires amorosos». Todas estas vivencias actualizan en Jovellanos la tesis tomista de «A Dios por las criaturas»; el método silogístico escolástico empleado por santo Tomás se cambia en Jovellanos en un discurso ensayístico propio de los ilustrados. Estas breves referencias representan una equivalencia semántica con la tesis tomista y, a la vez, un explanación o glosa del marbete de San Buenaventura sobre el «Itinerarium mentis in Deum». La naturaleza será para Jovellanos ese camino de la mente hacia su creador. Una vez más constatamos que su universo intelectual resulta difícil de entender si lo despojamos del envoltorio conceptual que impregnó la filosofía, la teología y la mística cristianas. Su sentimiento de la naturaleza se muestra también conciliador al presentar en un perfecto sincretismo las doctrinas teológicas de Santo Tomás, los recursos estilísticos de Garcilaso y Fray Luis de León y el misticismo de San Juan de la Cruz. 

A lo largo de este bicentenario asistimos a innumerables actos. En todos ellos hubo un denominador común en las conclusiones: la actualidad del pensamiento de Jovellanos en economía, política, pedagogía, historia del arte, etc. Creo que el perfil religioso expuesto puede ser asimismo de máxima actualidad para el cristiano de hoy, que quiera ilustrar su fe. 

5.-Epílogo. 

Lo que hasta aquí acabo de exponer es una visión muy sintética, sometida a las limitaciones del medio de comunicación, pero, a la vez, abierta a otras consideraciones. Permítame el sufrido lector la cita del «Libro de Buen Amor»: «Cualquier hombre que este libro [artículo] leyere/ puede añadir más e emendar ál/ si bien trobar sopiere". Con esta modesta aportación y en esta fecha de la onomástica del prócer, quien esto suscribe cerraría su periplo en este bicentenario. A la puerta tengo la llamada de la Universidad de Navarra, a cuyo grupo de investigación GRISO -considerado el más importante del hispanismo internacional del Siglo de Oro- tengo el honor de pertenecer; este grupo tiene la encomienda de preparar el IV Centenario de la publicación de la 2.ª parte del «Quijote». Asturias habrá de implicarse también en esta efeméride, ya que tiene dos de las mejores bibliotecas cervantinas: la de nuestra Universidad y la de la Fundación Álvarez Viña, de la que me enorgullece ser director. Año nuevo, nueva efeméride.

Por Jesús Menéndez Peláez, Catedrático y Presidente del FORO JOVELLANOS
Publicado el 6 de enero de 2012 en el diario LA NUEVA ESPAÑA

on Tuesday, January 3, 2012
Justiniano I El Grande (483 - 565)
En el artículo anterior veíamos cómo la presencia española y del cristianismo en el Norte de África precedieron a los árabes y al islamismo en casi siete siglos. Y hoy me voy a ocupar, más bien, del desarrollo que los cristianos experimentaron durante tan dilatado período en la zona. Y, en tal sentido, cuando Ceuta, con Tánger y sus territorios, pasaron al dominio de los godos, no hubo en ella más culto que el católico. La ley de Recaredo, en orden a la unidad católica, aun bajo el punto de vista político y civil, fue siempre una norma inviolable, y aplicada con más o menos rigor hasta D. Rodrigo en toda la monarquía visigoda; donde quiera que se dieran casos de idolatría, eran perseguidos. Y se regía entonces la provincia Tingitana por el Obispo de Asidonia (actual Medina Sidonia),  que con posterioridad fue trasladada la sede episcopal a Cádiz.

Dice San Pedro Pascual, Obispo de Jaén, capítulo VII, que en el siglo VIII había 22 Obispos en la Tingitana, y que el rey Witiza tenía en ella un señorío. La Tingitana y la Cesariense estaban separadas física y políticamente por el río Muluya, pero en el orden eclesiástico formaban una sola provincia.  En el siglo I ya hubo cristianos tanto en Ceuta como en Tánger y también en toda la provincia Tingitana o España Transfretada. Los vándalos estuvieron luego desde el año 428 hasta el 533, unos 105 años. El imperio romano-bizantino permaneció en Ceuta desde el año 533 hasta el 630, algo menos de 100 años. Y, finalmente, los godos, desde el 630 hasta el 711. Y durante todas esas épocas y civilizaciones, el cristianismo estuvo presente en Ceuta, Tánger y Norte de África, unas veces con mayor intensidad y otras con menos. Y donde ya se borró toda presencia cristiana en dichos territorios fue con la llegada, dominio y afianzamiento de los árabes en dicha zona.

Sobre la forma como se practicaba entonces el cristianismo en las seis provincias africanas y las numerosas sedes episcopales en que el territorio se dividía tras la llegada al poder en el imperio bizantino de Constantino el Grande en el siglo II, ya vimos en el artículo anterior los frecuentes concilios que en las mismas se celebraron y a los que asistieron numerosos Obispos; lo que, a su vez, nos da idea de lo extendido que en dicha región africana estuvo el cristianismo. En tiempos del emperador romano Severo Pertinazo, a finales del siglo II, florecía en Cartago un sacerdote de gran saber, gran jurisconsulto, orador y escritor, que era Tertuliano. Y en un libro que escribió refiriéndose a los progresos de la fe cristiana dentro y fuera del imperio romano, dice: “La profesan muchas tribus Getulas (pueblos de África); se halla extendida por muchas regiones de las Mauritanias, en todas las de España, en varias de las Galias, hasta en la isla Británica, etc (Capítulo VII). Y el cristianismo fue conocido en la Tingitana, sobre todo en Tánger y Ceuta, en el siglo I, habiendo venido a ambas ciudades del litoral gaditano. Fuera San Esiquio, fuera San Segundo, u otro. Los Obispos apostólicos que evangelizaron la Bética, evangelizaron también la Tingitana, y es de creer que lo hiciera el que estuviera más cerca que, según todas las probabilidades, fue San Esiquio”.

Según lo anterior, hubo dos sedes episcopales en la Tingitana a mediados del siglo III, pero se cree que tal vez no fueran las dos únicas sedes, sino que hubiera más. “El catálogo de las sedes episcopales hecho en tiempos de Humerico, rey de los vándalos, coloca a los Obispos de la Tingitana en la Cesariense (Argelia)”, dice Natal Alejandro en la Historia Eclesiástica, artículo IV, sobre el primado de Cartago. Y este catálogo lo cita el anterior autor, haciendo constar en el mismo que en la Tingitana había varias sedes episcopales en tiempos de los romanos. Y, como nueva conclusión que añadir a la que ya formulaba al final de mi anterior artículo, se extrae en este que, lo aquí recogido ahora, viene a reforzar todavía más lo que ya se dijo en el anterior sobre la segura existencia del cristianismo en el Norte de África durante los siglos I, II y III. Y, también, durante el resto de los siglos hasta que en el VII tuvo lugar la invasión árabe de la zona norteafricana. Asimismo, se tienen indicios racionales bastante fundados, en el sentido de que Ceuta fue sede episcopal en tiempos de los vándalos, bizantinos y visigodos.

Los romanos estuvieron en el Norte de África desde el año 205 a.C. hasta el año 428 después de Cristo, en total 633 años, y desde el siglo I ya hubo cristianos tanto en Ceuta como en Tánger y también en toda la provincia Tingitana o España Transfretada. Los vándalos estuvieron desde el año 428 hasta el 533, unos 105 años. El imperio romano-bizantino permaneció en Ceuta desde el año 533 hasta el 630, casi 100 años. Y los godos, desde el 630 hasta el 711. Durante todas esas épocas y civilizaciones, el cristianismo estuvo presente en Ceuta, Tánger y Norte de África, unas veces con mayor intensidad y otras con menos. Y donde ya se borró toda presencia cristiana en dichos territorios fue con la llegada y ocupación de los árabes en dichas zonas, porque expulsaron a los cristianos  por la fuerza, a la vez que sometieron a su dominio a los bereberes, pese a que tanto éstos como los cristianos estaban ya en el Norte de África, mientras que ellos (los árabes), llegaron de tierras lejanas. Luego, entonces, ¿quién expulsó y suplantó a la auténtica y genuina población de dicha zona?.  Está claro que los árabes arrojaron por la fuerza a los cristianos, pese a haber sido aquéllos los últimos que llegaron a invadir, ocupar y a apoderarse de la zona norteafricana por las armas. Y con anterioridad a la llegada de los árabes, bereberes y cristianos habían convivido pacíficamente en la zona. San Agustín, además de un genio intelectual, también el más admirado y el más influyente padre de la Iglesia, nació en el Norte de África y, según cuentan algunos autores, era hijo de una familia bereber.

Sobre cómo surgió y se mantuvo el cristianismo durante los siglos I, II y III de nuestra Era en la que fue provincia romana Tingitana o España Transfretada, en el Norte de África, voy a abundar en los vestigios cristianos encontrados de aquella remota época, y ampliaré información sobre tales vestigios en los siguientes siglos IV hasta el VII que se fue desarrollando y asentando la doctrina cristiana en dicha zona hasta que después fuera invadida por los árabes y expulsados los cristianos de dichos territorios.

Como es archiconocido, en la época del emperador Justiniano se construyó en Ceuta una magnífica y suntuosa iglesia cuyos vestigios los tenemos bien placenteros en el mismo corazón de la ciudad, paralelos a la calle Alcalde Sánchez Prado. Ello por sí solo acredita la enorme importancia, tanto estratégica como religiosa y de toda índole que Justiniano dio a nuestra ciudad, tras haber sido la misma tomada por el General Belisario; lo que también prueba que Ceuta por entonces continuaba siendo una de las principales ciudades de la España Transfretada, o provincia Tingitana adscrita a la antigua Hispania, tal como los romanos la instituyeron. Y, dado que la iglesia africana acostumbraba desde muy antiguo a poner Obispos incluso en ciudades que eran secundarias, pues siendo Ceuta por aquella época, junto con Tánger, dos de la ciudades más importantes de la zona, resulta de todo punto lógico, razonable y objetivo pensar que la ciudad ceutí también tuviera erigida sede episcopal, tal como indiciariamente, pero de forma muy fundada, mantienen algunos autores.

El último rey vándalo, Gelimer, al verse atacado por Belisario, solicitó el auxilio y ayuda de los godos de España. Su rey, Teudis, que reinó desde el año 531 hasta el 548, envió un ejército a la Tingitana a fin de contener los avances del general Belisario y también para proteger la retirada de los vándalos. Este ejército de Teudis, sitió Ceuta y la quitó a los imperiales, aun cuando éstos la volvieron luego a recuperar. Teudis envió un nuevo ejército godo a la provincia Tingitana , y Ceuta volvió a ser nuevamente sitiada, de manera que las tropas imperiales que la ocupaban fueron reducidas y se rindieron. El motivo de tal rendición estuvo en que llegó el domingo, día clave en la ofensiva, pero las tropas imperiales no quisieron profanar la festividad del domingo que, como tal fiesta de guardar que era,  procuraban mantener la tregua de Dios, dejando tal día festivo fuera de los horrores y atrocidades de la guerra; de manera que suspendieron las hostilidades y se entregaron al descanso dominical; habiendo sido esta inacción de los godos la causa de su derrota por las fuerzas imperiales, que les atacaron de forma imprevista tanto por tierra como por mar, llegando a exterminar a los godos, hasta el punto de que, según refiere San Isidoro de Sevilla en su Historia de los Godos, ni uno solo pudo regresar a España.

Tanto en la Tingitana como en las demás provincias africanas las sedes episcopales subsistieron durante la dominación de los vándalos, pese a las numerosas destrucciones y atrocidades que estos cometieron; lo mismo que también se mantuvieron las mismas estando bajo el dominio de los imperiales romano-bizantinos en sus últimos tiempos. Con ello se tiene igualmente por cierta la existencia de sedes episcopales en la Tingitana desde la época de San Cipriano hasta la del Exarca San Gregorio; de manera que, siendo por entonces Ceuta y Tánger dos ciudades de las más importantes de la provincia Tingitana, de ello se deduce que también las mismas tuvieron sede episcopal.

Por Antonio Guerra Caballero