on Monday, July 30, 2012
Tengo que decirles de entrada que yo no soy ni economista, ni banquero. Entiendo poco, por no decir nada, de los complejos meandros de la bolsa. Cuando veo el zigzag enfermizo de las subidas y bajadas, me imagino a un paciente con una enfermedad que no acaba de ser detectada. Lo de los pronósticos me deja atónito, boquiabierto y patitieso. Eso que llaman las “agencias de rating” me causa gran perplejidad y me deja el poso de muchas dudas en la cabeza. Los señores del rating son los auténticos “tipos de interés” que se ocupan de sus propios negocios, tienen acceso a información privilegiada y se han constituido en fortalezas inexpugnables. Ah! y me digan ustedes quién de los comunes mortales entiende eso de “la prima de riesgo” fuera del ámbito familiar, o lo de la “deuda soberana” en sistemas monárquicos, o lo del “fondo de rescate” en aguas del océano. Ustedes mi explicarán qué significa “comprar deuda”, o “subastar deuda” o eso de los “activos tóxicos” que te hace pensar en comprarte un potente matamoscas infectadas. 

Me sigo preguntando, soy libre para hacerme preguntas, si sabemos realmente de lo que estamos hablando o nos hemos construido un mundo-burbuja en el que estamos todos metidos sin saber muy bien cómo y para qué. A veces parece que da vergüenza decir que no sabes, que no entiendes, que no conoces todo ese vocabulario raro, difícil y obtuso. Y no es porque uno no conozca la lengua española, o no haya estudiado la gramática o no dedica tiempo a la lectura. Me da sobresaltos cuando observo las pantallas con miles de cifras, rayas y códigos. Veo a los empleados que, con la fiebre a raíz del cuello, digitan números en sus tabletas electrónicas, hablan por tres teléfonos a la vez y al mismo tiempo teclean en sus ordenadores. Tengo con frecuencia la vaga impresión de sentirme en un mundo irreal, imaginario y ficticio. Como si recibiera una sacudida eléctrica por haber metido los dedos en el enchufe, poner cara de circunstancias, o haber osado abrir el cajón indebido. Siempre he creído que la libertad personal y la crítica constructiva son una gran fuerza motriz que transforman a los ciudadanos y ciudadanas en personas responsables. Por eso, hacerse preguntas, dudar, reflexionar, indagar, reaccionar a lo que nos dicen, sirve para progresar, construir, mejorar la calidad de vida y de la humanidad en la sociedad en la que vivimos. 

No sé realmente el significado primario y último de términos como “ibex”, “nasdaq”, “jones” y “nikkei”. No me quedo sólo con eso, docenas de comisiones y reuniones llevan poniendo el mismo disco día va y día viene. La música y el tamtam los oímos hasta la saciedad y los conocemos ya de memoria. Te lo repiten hasta que te aburras, hasta que te lo aprendas de memoria, aunque no entiendas ni palabra de lo que te están contando día tras día. Y luego está el inglés, ya que si no intercalan palabrejas de la lengua de Shakespeare parece que no pueden llevar Europa a cuestas. Lo importante es que te metan el chip en “el coco”, que entres en el engranaje, que te vuelvas un número en el maremagno económico y se quede incrustado como una sanguijuela en tu cerebro. Así te va quitando vitalidad, libertad y, sobre todo, el derecho a que te lo expliquen, convirtiéndote en un muñeco con vocación de papagayo parlante. ¿Pesimista? No, en absoluto. Solamente deseo entender un poco más del mundo en el que vivo y progresar en la comprensión de lo que nos dicen los habilidosos expertos, diestros ágiles y curtidos en el estridente rodeo de la economía, la bolsa y las finanzas. Al menos que eso de la globalización sea un cuento de hadas y la economía mundial una fábula copernicana para párvulos. 

Me arrimo al burladero de los entendidos en la materia y me cuentan lo que ya se, pero no lo que se cela en la penumbra de esas enigmáticas palabras, que bailan el riauriau del tira y afloja en el agrietado tablao de la bolsa. Quizás el que me está leyendo se encuentre en la misma situación o haya superado sin problemas los entresijos larvados del vocabulario económico. Pero me temo que los que no sabemos y no entendemos vamos siendo mayoría, superando con creces a la minoría de los felices e ingeniosos entendedores. No es una cuestión de ser cortos de inteligencia o lentos de mente, sino más bien de que nos lo expliquen con palabras claras y sencillas. Digo esto porque los telediarios, debates, tertulias y conferencias de prensa tienen hoy en día el tema económico como eje transversal de todo lo demás. Basta ver el tiempo invertido en explicar (imposible hacerlo) el barullo y la jarana de los mercados. 

De todo esto saco dos conclusiones básicas y elementales. La primera es que los líderes y gobernantes deben empezar a explicar el significado y contenido de las palabras. Sin retórica vacía, ni juegos retorcidos, ni trueques malsanos Con un ejemplo “casero”, el de Bankia, estoy convencido de que lo vamos a entender. El ciudadano de a pie, y yo soy uno de ellos, no entiende lo que realmente ha pasado con esa entidad que fue presentada con tanto boato público, brillo financiero y lustre institucional. La cruda realidad es que Bankia se ha derrumbado, ha hecho quiebra, se ha roto. Nos dicen que el Estado ha rescatado la prestigiosa entidad de las aguas fétidas de las finanzas y finalmente la ha nacionalizado. Nos lo presentan como si fuera “un gran bien” para la nación. Con otras palabras, el barco destartalado y a la deriva en el mar de la economía, ha sido remolcado a puerto seguro. Una gigantesca lona encima y todo bajo cubierta. Pero, señores (y señoras!!!!), ¿Quién paga la factura en los astilleros del Estado? ¿Quién quiere hacerse con la deuda colosal de Bankia? ¿Por qué nos adosan un lastre tan infame a todos los ciudadanos? 

La segunda conclusión es que el ciudadano de a pie sigue incrédulo al oír cifras estratosféricas que se necesitan para el rescate imprescindible de Bankia. Pero, ¿Qué ha pasado en sus entrañas? ¿Dónde han ido a parar los miles de millones de euros? ¿Quiénes son los estafadores? ¿Quiénes son los prestidigitadores que han hecho desaparecer miles de millones en la chistera? No me puedo creer, señores ejecutivos de Bankia, que “ustedes vivían del cuento” y que lo único que tenían eran fondos virtuales, cuentas imaginarias y dinero fotocopia. Por favor, dígannos lo que ha pasado. Tengan el coraje y la dignidad de hacerlo. No tengan miedo, no se resistan, salgan a la luz del día. ¿Han oído alguna vez o recuerdan aquello de que “la verdad os hará libres”? Lo dijo un señor llamado Jesús de Nazaret que tuvo como discípulo a un banquero, de nombre Mateo. Este hacía trampas y robaba, pero a partir de ese momento, lo de “la verdad os hará libres”, le cambió la vida para siempre. Porque las cosas se están poniendo muy sucias, hay demasiado barro en el charco económico y todos los movimientos de ficha huelen que apesta. Acaba de salir a la a luz estos días que ha aparecido “un agujero negro” de más de 13.000 millones. Es como cuando a uno le dicen que se ha descubierto un nuevo planeta. Lo cierto es que al final no sabemos si era un banco dirigido por gente con ética profesional o una cueva de ladrones voraces sin escrúpulo alguno.

No se asusten, no escribo todo esto con la idea de ladrar y vociferar. No tengan miedo, no es mi intención condenarles a “degustar las delicias de la cárcel”. No teman la horca en la plaza pública, pero algún día los responsables y culpables de lo ocurrido en Bankia, y en otras instituciones bancarias aquí y allende el Pirineo, tendrán que pasar por las instituciones de justicia para que expliquen claramente lo ocurrido. Más vale tarde que nunca, si nuestro gran país, y los demás, quieren seguir siendo libres, dignos y  democráticos. Si eso no ocurre, la palabra “justicia” se habrá convertido, se está convirtiendo por desgracia, en un vocablo enigmático, raro e incomprensible. Por eso es tan importante que los ciudadanos entendamos el “mercado de valores” de la vida humana y no solo el de la economía. Y en ese “mercado”, cuando faltan la ética profesional, y abundan los juegos fraudulentos de la peor índole, en cualquier campo, no llegaremos nunca a solucionar los problemas de nuestras sociedades modernas. Porque las trabas y dificultades no son nunca exclusivamente de orden político o económico, sino que se sitúan en el espacio humano donde deben primar la dignidad y el derecho, la ética y la libertad. Porque de otra manera la sociedad se convierte en una peligrosa jungla donde imperan las garras, se impone la voracidad y reina la embestida de los más fuertes y aguerridos.

Por Justo Lacunza Balda, Master en Filosofía y Doctor en Lenguas y Culturas Africanas, islamólogo y políglota. Rector Emérito del Instituto Pontificio de Estudios Árabes e Islámicos de Roma

Artículo en exclusiva para HUMANISMO Y VALORES

on Friday, July 27, 2012
Si es que me tomo demasiado en serio, como tal vez le ocurra a usted. Nos enfrentamos a la vida con un empacho de gravedad, quitándonos el sueño a causa de una crisis de más y unos euros de menos, con lo importante que es dormir bien y suficiente... Pero así somos, caminantes por este momento de la Historia que juzgamos difícil; caminantes que se amargan en cada ocasión que consultan los datos económicos que trae el diario, cuando difícil, lo que se dice difícil, fue el tiempo de los otros, los que vivieron antes, aquellos que descubrieron las orejas al lobo de la guerra, del invasor, del hambre y padecieron tantos otros sacrificios que les engrandecen ahora que les miramos con la distancia de los años. Porque lo nuestro será malo –que se lo digan a quienes llevan tantos meses sin encontrar empleo o sin cobrar–, pero no tanto como para echarnos por encima el telón de la depresión, una palabra que se utiliza mucho en el sur de América. Me lo contaba un amigo que conoce aquellos lares: Uruguay fue, durante mucho tiempo, el regocijo del continente, un lugar pequeño pero rico en pastos –en comida, ya nos comamos la verdura, ya la vaca–, con un envidiable rincón para el descanso. Sin embargo, la mala administración les empujó a deprimirse hasta el punto de que lo que en Argentina era un sueño, en Uruguay se transformaba en pesadilla, o en melancolía, que es el miedo que paraliza. Ahora que Argentina es el cortijo Kirchner, la banda robaempresas, lo que en Argentina es una pesadilla en Uruguay conduce irremediablemente al suicidio, que es una manera muy masona de darle puntilla al fracaso.

Así que riámonos de nosotros mismos, de nuestras cuitas, de nuestras congojas, de ese tobogán inclinadísimo en el que se ha convertido el parqué de la Bolsa, una bajada aquí y otra bajada allá, con lo divertido que es lanzarse, como cuando éramos niños... Es decir, tomemos este desastre como una aventura, que ya tendremos tiempo para cambiar las cosas después de un atracón de risas, por favor, que en España al menos nos queda la familia, que se ha convertido en el mejor subsidio para el desempleado, no como en Francia y otros países del norte, que allí sí que son desgraciados porque disolvieron la familia hace muchos lustros. Y aunque sé que las cosas no les van tan mal, al que se arruina sólo le queda la ruina. Y al que se mantiene, sólo le quedan unos títulos, unas participaciones, papeles impresos que no pellizcan el corazón como lo hace el abrazo de un padre, el beso de una madre, el calor de los hijos que revolotean alrededor.

Como voy a reírme de mí mismo, empezaré por confesarles que el otro día caí en falta, yo que soy un tipo serio e impecable. La cajera de una gasolinera, después de llenar de carburante el depó-sito de mi motocicleta, me tentó con una apuesta para uno de esos juegos que se celebran cada día. ¡Una apuesta! A mí, que ni siquiera juego en el sorteo de la Lotería en Navidad porque desprecio el dinero ganado sin esfuerzo… Y piqué, claro, que tampoco fue para tanto, un euro nada más a cambio de un papelito con 11 números del uno al cien, si esto no lo gana nadie, le dije, que no conozco a una sola persona a la que le haya cambiado la suerte por tan poquito. Y ella, la cajera, sonrió, que era muy amable, y empezó habla que te habla, a cantar las glorias del juego, que si le han dicho, que si conoce, que si riquísimo, que si… Antes de marcharme, me pidió que regresara si aquella noche me convertía en el afortunado. Que me acordara de ella para compartir la lluvia de dinero. Que le regalara un pellizco. Con un pellizquito se conformaba.

Y ahora viene lo irrisorio: en cuanto me subí a la moto comencé a fabular. La fábula de un hombre rico de un plumazo, la fábula de quien devuelve sus deudas con la suficiencia del millonario, la fábula de aquel que se molesta en hacer obras de caridad sin dejar de observar su mano derecha, la fábula del que empieza a viajar por el mundo mundial y se hospeda en los mejores hoteles, de quien envía su automóvil al desguace al tiempo que solicita un coche nuevo con todo tipo de extras, la fábula del que se concede ese capricho, y aquel otro y el de más allá, la fábula del que costea las ediciones de sus novelas y mira, condescendiente, por encima del hombro, a sus viejos editores… Les confesaré que llegué a mi destino sin apenas darme cuenta. Tuvo que ser por entonces cuando a la lechera se le cayó el cántaro al suelo, evaporándosele el listado completo de sus afanes.

No me tropecé ni caí sobre la acera, aclaro. No atropellé a ningún peatón ni me golpeé de frente contra un taxi. El asunto tuvo menos espectáculo del que merecía; lo que desvaneció aquella fútil ensoñación no fue otra cosa que acordarme de los míos: de mi mujer y de cada uno de mis cuatro hijos. De mis hermanos y cuñados. De mi suegra y demás parentela. De mis amigos. De mis compañeros de trabajo. De los que no están. De mis lectores y de aquellos a los que no les gustan mis libros. Todos ellos fueron responsables de mi caída del caballo, porque son (todos y cada uno) razón para sentirme inmensamente rico. No de dinero, claro. Pero es que la riqueza en monedas y billetes es una circunstancia muy menor, a pesar de que buena parte de la humanidad gaste todas sus potencias en conseguirla. La otra, la mía, la de todos ustedes, es una riqueza mucho más importante y sutil, ya que es la única que asegura el premio de la felicidad. El dinero, sin embargo, muchas veces se convierte en un impedimento para ser feliz, ya que su abundancia tanto como su carencia nos sumen en un hondón de amargura, salvo que alguien nos enseñe a compartirlo (también la carencia de dinero se puede compartir), y a compartir sus frutos. 

Por cierto: no acerté un solo número.

Publicado en EPOCA

on Thursday, July 19, 2012
"El progreso no consiste en tener más, es decir, acumular bienes materiales, sino en ser más, crecer".

No es inoportuno recordar ahora que en un importante y arriesgado coloquio celebrado en Ávila se ha coincidido, desde dos puntos opuestos del pensamiento y de la doctrina, en la necesidad de retornar al Humanismo, que es una de las características renovables de la cultura europea. El primer Humanismo fue en gran medida el resultado de la gran depresión iniciada en 1328. Arrancaba de uno de los valores más importantes transmitidos desde el cristianismo: es tanta la dignidad que reviste la naturaleza humana que el propio Dios la tomó para sí mismo a fin de salvarla de la destrucción. Con todos los defectos sociales y políticos que siempre parecen inevitables, ese Humanismo que arranca de Petrarca y alcanza a Tomás Moro consiguió dar un vuelco completo a la situación, remontando la crisis económica que parecía entonces, como hoy, insuperable y lanzando a Europa a esa «desoberta do mundo» de la que los hispanos fuimos protagonistas.
       
La sociedad de nuestros días, estrangulada bajo los efectos de la crisis económica, corre el peligro de entender que el único y verdadero problema está ahí: en los trozos de papel y en los números del ordenador que ahora llamamos dinero. Los bienes materiales, en efecto deben calificarse de bienes, pero son sólo medios y nunca fines. La misión de una empresa, cualquiera que sea su tamaño, es proporcionar medios de vida para que la persona humana, hombre y mujer, unidos, pueda cumplir la misión que en su propia naturaleza le viene señalada. Y por su parte, el Estado es también un simple instrumento al servicio de los miembros de la sociedad. Es fácil comprender que el gran desvío de nuestro tiempo se encuentra en la asunción absoluta del poder por esos equipos, prácticamente cerrados sobre sí mismos, que son los partidos políticos. A ellos, en todo el mundo occidental que se califica a sí mismo orgullosamente de democrático, corresponde con exclusividad el cometido de presentar a los ciudadanos los nombres, los vagos programas y las promesas diciéndoles: «Ahí los tienen, ahora escojan».

Pero aún más; en sistemas cada vez más extendidos esa elección aparece también manipulada. Si yo figuro con el número uno en la lista de candidatos de un partido, dejo de ser un candidato para ser un necesariamente elegido. La duda entre el ser o no ser comienza más abajo en los números más avanzados. De modo que el ciudadano ha sido despojado de dos funciones: presentarse como candidato y escoger dentro de la lista que se le presenta a aquel que le parece más adecuado. Si se atreve a hacerlo así su voto queda automáticamente anulado. Hace ya muchos años que Lenin definió elogiosamente este sistema como «totalitarismo», es decir, sometimiento total del Estado al partido. Para él se trataba de uno, para nosotros de varios. Pero la esencia de la totalidad sigue vigente.

El nuevo Humanismo, que sin duda va a producirse porque los materialismos han tocado fondo, debe tener en cuenta todas estas dimensiones que significan una herencia del cristianismo, el cual, en sus varias etapas y superando daños y errores a veces muy fuertes, llegó a colocarse como un enorme faro, en la cumbre desde donde se ilumina la sociedad. En él corresponderá el protagonismo a la persona y no al individuo. Porque si no, entraremos en la perplejidad, como advirtiera Maimónides. Importa mucho destacar la coincidencia entre Ortega y Gasset y Wojtila en otro punto: el progreso no consiste en tener más, es decir, acumular bienes materiales, sino en ser más, crecer. Y el hombre sólo crece cuando, haciendo uso de la enorme dignidad de su naturaleza, va incrementando los valores morales. Aún no ha sido retirada esa ley de la «memoria histórica» que sustituye la conciencia objetiva por una interpretación propagandística.

Voy a concluir este artículo  contando una anécdota que seguramente muy pocos conocen. El gran novelista Ernest Hemingway vino a España durante la Guerra Civil, movido por el anhelo de apoyar a aquel bando republicano que decía combatir por la libertad. Y se decepcionó terriblemente: allí no había libertad sino dureza, desde luego en ambas partes, cosa no extraña pues estas suelen ser las dimensiones de una guerra civil. De ahí que titulara la novela producto de esta decepción «¿Por quién doblan las campanas?» El 15 de julio de 1943 se estrenó en Nueva York un film basado en esta obra al que se titulaba sencillamente «War» (Guerra). Era de muy larga duración, 175 minutos, y estaba dirigida por Fred Zinnemann, que se hiciera famoso por «Solo ante el peligro», y en ella figuraban como actores Gary Cooper e Ingrid Bergmann, nada sospechosos. Sin embargo, la Prensa de la izquierda protestó porque a los militares se les llamaba «nacionales» como ellos hacían, y la secuencia más espeluznante era el asesinato de derechistas por miembros de las Brigadas Internacionales. Rápidamente se suspendió la proyección, se ejecutaron los recortes solicitados y se cambió el título por el mismo de la novela. De modo que, cuando tras la muerte de Franco, pudimos asistir en Madrid a la proyección de «¿Por quién doblan las campanas?» se nos dijo que íbamos a ver la «versión original» cuando, en realidad, era la recortada; de este modo se cumplía antes de tiempo la ejecución de la memoria histórica.

Un buen ejemplo de lo que ahora sucede. Si algún historiador trata simplemente de explicar lo que los documentos le dicen, corre el peligro de ser seriamente descalificado. Una lástima. Ese Neo-humanismo que el siglo XXI necesita, como el señor Rodríguez Zapatero reconoció en Ávila, necesita superar esos obstáculos, dando a la rectitud moral su preeminencia. Que no se repitan casos como el de Santo Tomás Moro. Ni tampoco, desde luego, como el de los hermanos Valdés. El saber humano, con todas sus limitaciones, es la gran plataforma hacia el progreso. Pero resulta imprescindible descubrir, sostener y respetar la verdad.

Publicado en LA RAZÓN el 16/07/2012

on Monday, July 2, 2012
No sé cuantos de ustedes conocen Leganés. Aquella Legamar chiquita por la que zascandileaba Don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto, cuando apenas era para sus vecinos más  que un tierno alemanito, apodado Jeromín; o Alcorcón, que antes fuera “de los pucheros”, porque tantos se cocieron en sus hornos árabes que merecieron  figurar en número de tres en el escudo de la Villa; o Getafe, “calle larga” para los musulmanes, donde se cultivaban las más hermosas alcachofas para deleite de los vecinos de la cercana Capital. Ignoro si han paseado por el que fuera pueblo de arrieros y  labradores, fundado frente a una “fuente labrada”, que le dio a más de agua cristalina, sonoro nombre; o si han tenido oportunidad de detenerse con calma en Móstoles para preguntar a alguno de sus mayores por el alcalde Torrejón, aquél hombre bien nacido que, a toque de campana tañida, defendió en unión de sus vecinos la independencia de España; o si han sido capaces de distinguir entre sus moradores actuales a los descendientes de aquellos cazadores de avutardas, o agricultores de buen trigo y mejor cebada que hace luengos años emprendieron desde su Humanejos natal caminos distintos, que no distantes, unos hacia Parla y otros hacia Humanes. Quizá alguno de los paseantes habituales de nuestros espléndidos y bellos Monte del Pilar o del Parque forestal de Somosaguas de Pozuelo,  se hayan acercado para disfrutar también de esos otros parajes no lejanos que forman parte de nuestro entorno.

Todas y cada una de estas hermosas y amplias ciudades del alfoz madrileño se han ganado, con el esfuerzo y tesón de sus gentes,  cuanto tienen de urbes industriales y avanzadas. Están tan cerquita de Madrid capital que, es posible que, perdidos entre indicadores y cambios de sentido circulatorio, pasemos ante ellas sin detenernos. Ya apenas hay huertas y labrantíos, no hay arrieros ni cazadores, y los pucheros de antaño ya son reliquia, por lo que  soy consciente de que lo que acabo de contarles sobre su pasado no habrá de servirles para identificarlos cuando circulen por sus amplias avenidas; contemplen sus modernos edificios; recorran sus centros comerciales y comprueben que la industria, la cultura y el progreso están presentes a lo largo y ancho de esas urbes llamadas injustamente por alguno “ciudades dormitorios”. Entre todas ellas sobrepasan con creces el millón de habitantes.

Tan sólo si hablan con alguno de los naturales del lugar les corroborarán lo dicho, porque son ellos ahora y fueron los suyos antes, los que han ido protagonizando y propiciando, contra viento y marea, guerras absurdas y fatigas extremas, el cambio del ayer a hoy, sin perder un ápice de su afabilidad y luchando por su progreso, sin renunciar por ello a su pasado noble a más de viejo; aceptando sin resquemores la incorporación al vecindario de hombres y mujeres de allende los mares, y conservando ese tinte entrañable de las personas de bien a las que nada se les ha dado “de bóbilis bóbilis”.

Cuando llegue Septiembre todos ellos estarán a punto de iniciar o rematar sus fiestas patronales. Días de algarabía; corridas de toros; encierros; mercadillos medievales; bailes, competiciones deportivas, concursos infantiles y otros eventos populares que continúan potenciando, a pesar de los tiempos y los detractores - que los hay-,  ese antiguo sabor de premio merecido tras la dura labor agrícola de cada año.

Y en septiembre hará ya seis años que Isabel Montejano, la “dama del periodismo regional” descansa junto a su Mediterráneo. Ella recorrió miles de kilómetros  a lo largo y ancho de España y me aventuraría a decir que nunca nadie ha conocido de tan primera mano y a conciencia nuestra región y sus ayuntamientos. Nadie como ella sabía más y mejor la historia de todos y cada uno de los pueblos de nuestro Madrid, y nadie como ella para contar tantos intríngulis descubiertos. Hablar con ella era casi tan hermoso como lo es hablar de ella. Siempre dispuesta a evocar anécdotas y curiosidades de su peregrinar por este mundo de vaivenes políticos y cambios sociales y estructurales. Ella nos relataba el hoy próspero, el desarrollo y los logros de cada una de las ciudades, para luego volver del revés como un calcetín el progreso, y retrotraernos a las épocas de los cotos de caza reales; de los príncipes de ensueño que andaban en amoríos con hermosas doncellas aldeanas; de los maravedíes; de las brujerías de ancianas de cuento; de las mozas de cántaro que adornaban las fuentes; de las calzadas en penumbra, de los fogones de leña, de las caballerizas y porqueras, de crujientes rosquillas y churros calentitos, de chocolate en jícaras y sabrosas matanzas; de carros y aperos; de aromas a tomillo y romero; de las hogazas de pan; del “con Dios” a cada paso; de la procesión y el incienso; del sermón de Don Braulio; del boticario Pedro; de bodas y bautizos; de tantos novilleros que se hicieron a escoplo en las tablas del cerro. En fin, del ir y devenir de las buenas gentes a las que ella rendía siempre su homenaje por saber serlo.

En uno de nuestros últimos encuentros Isabel me habló del libro en el que estaba trabajando Al-basit en el Camino de Compostela, que iba a editar el Instituto de estudios Albacetenses. Isabel no sólo conocía esta ruta Jacobea, sino que la había recorrido de muy distintas formas, incluida el carro, aunque, holgaba decirlo, no era este sendero que pretendía pormenorizar, asunto de su invención. Hacía tiempo ya que La Asociación alicantina Amigos del Camino había ido señali-zando varios pueblos de la provincia  con las flechas amarillas y las conchas simbólicas carac-terísticas de la peregrinación.

El recorrido, del que ya se hablaba en el siglo XII, partía del Altiplano de Almansa y los Campos de Hellín y atravesaba las cinco provincias de la región de Castilla-La Mancha  constituyendo un hermoso patrimonio cultural que se debía conocer y preservar. Algunos textos encontrados corroboraban que el Apóstol Santiago desembarcó en su primer viaje a Hispania en Chartago Nova y subió por la Calzada Romana al interior así que, si esto era cierto, podría ser que la Ruta Jacobea que pasa por Albacete desde Almansa y Hellín a La Roda, coincidiendo en muchos lugares con los de la Ruta de Don Quijote, hubiera sido el primer Camino a Compostela. Había un brillo muy especial en la mirada de Isabel al hacerme partícipe de su proyecto.

Corría por entonces un luminoso abril. Ella moriría pocos meses después y no creo que pudiera terminar esa obra que, sin duda, habría encauzado todo el amor que la Montejano sentía por su Albacete natal.  Antes de despedirnos me ofreció su Segunda Crónica de los pueblos de Madrid con una dedicatoria que permanece viva en mi recuerdo. Es una publicación de la Asamblea de nuestra Comunidad que merece la pena leer y que no sé si estará hoy descatalogada. Su precio era entonces ínfimo. Su valor siempre excelso. Yo dejé mi ejemplar en la biblioteca Miguel de Cervantes de Pozuelo, porque allí está a mi disposición y a la de todos, y recomiendo su lectura a cuantos se hayan encariñado con nuestras tierras y también a los que no, porque difícilmente se puede amar bien lo que no se conoce.

La gran humanidad de Isabel, su sonrisa algo irónica, y su simpatía natural me acompañarán siempre. Era como esos artistas trashumantes que, todos los veranos, sin faltar uno, instalan sus carpas y tinglados en las plazoletas de nuestros pueblos, hasta que en un septiembre como cualquier otro, sin decir palabra, sin avisar y en silencio, dejó su pluma, sus bártulos y su gran sonrisa, y se fue a descubrir Fiestas Mayores a lo largo y ancho de estrellas infinitas y anchos universos. Alguna vez, en esos días radiantes y agosteños, cuando se ven desparramadas unas nubecillas que, como puntos suspensivos, se cuelgan del azul inmenso, me acuerdo de mi amiga Isabel y sonrío porque creo reconocerla en esos trazos… y es que yo sé que a ella no le gustaba el luto y, como hiciera durante más de treinta años, sigue enviando al ABC sus inspiradas crónicas que ahora escribe, en papel azul y tinta blanca, desde el cielo. 

Por Elena Méndez-Leite

Bibliografía: Segunda Crónica de los Pueblos de Madrid, de Isabel Montejano Montero. SERVICIO DE DOCUMENTACION Y PUBLICACIONES de la COMUNIDAD AUTONOMA MADRID, 1990. ISBN 9788445102602