on Wednesday, August 29, 2012
Autorretrato
En el Young del Fine Arts Museum está, junto a otras pinturas de su reverenciado Manet y su profesor y amigo Robert Henri, El retrato de Orleans de Hopper, pero todavía no he encontrado ninguna referencia que me confirme que el pintor estuviera alguna vez, en vida, en San Francisco. Seguramente pasearía en multitud de ocasiones por sus empinadas calles, pero eso no hace al caso. A mí si me encandiló, por primera vez, allí. Fue hace muchos años, en Campton Gallery, una pequeña y coqueta galería de arte, cercana al hotel King George, en el que nos alojábamos, donde un cuadro de Pradzynsky, autor polaco, hasta entonces desconocido para nosotros, y hoy desafortunadamente desaparecido, parecía llamarnos desde el escaparate cada vez que pasábamos por delante de él en nuestras frecuentes entradas y salidas y, que entonces acabábamos de comprar. Quizá fuera ese el motivo por el que no había reparado antes en que, a su lado, abierto sobre un atril, un libro de grandes proporciones mostraba a doble página el Nighthawks de Edward Hopper. A pesar del doblez, que interrumpía sin pudor  la contemplación de la fotografía, la escena era tan impresionante que en la siguiente salida no sólo volví a pararme, sino que entré de nuevo sin dudar y le pregunté al galerista si se vendía. Me miró con una sonrisa, entre cómplice e irónica, y me dijo: “El libro sí, la pintura que incluye lo dudo, aunque en definitiva todo se vende. Es cuestión de precio, pero tendría que ir a Chicago a informarse, y mucho me temo que la respuesta sería no.” En aquellos momentos no sólo descubrí a Hopper sino también que ese refrán que dice “La ignorancia es atrevida” quizá se había escrito pensando en mí. 

Desde aquel día han sido muchos más mis silencios que mis preguntas y muchas  las horas que he dedicado a disfrutar y saborear esas pinturas llenas de luz fría y sombras amenazadoras; de edificios aislados y seres solitarios, ensimismados, pensativos, ausen-tes y presentes, en una realidad a la que parecen no querer pertenecer, pero que les en-vuelve, les obliga, les domina.

Retrato de Orleans

Nighthawks

En un primer momento, me entusiasman sus campos de trigo acostado, enmarcando una casa de campo, americana, muy americana; blanca muy blanca pero sola, muy sola, en la  inmensidad ambarina del atardecer. Me sobrecogen sus habitaciones de hotel, de cualquier hotel limpio e impersonal; apenas una cama, un visillo al viento y una mujer, en algunos casos la suya, generalmente desnuda, o a medio vestir, con la mirada fija en el horizonte que se adivina o no, tras el cristal frio como su mirada, desengañada ante una vida que nos quiere contar pero que calla, dejándonos vivir con el torpe consuelo de que el haberla escuchado nos habría dolido más. Me impresiona ese hombre maduro sentado impasible en un Domingo, como cualquier domingo, pasados los cincuenta, en el que los edificios, como la vida, están cerrados y en penumbra, sin el menor rastro de gentes que, seguramente, aun duermen pero que bien podían estarse preparando para el Juicio Final. Tal es la sensación de desierto de la pintura, que hasta el sol, de amarillo, hace daño como un limón helado en Navidad. Me relajan sus pequeños veleros en los que el patrón va buscando compañía en las gaviotas, como si el bullicio de sus graznidos compensara la ausencia de otras voces amadas y perdidas que no volverá a escuchar, mientras la mar azul se retuerce en olas y las nubes forman rosarios de cirros al despertar. Me deslumbran los rojos de labios y tejados y el naranja chillón y vivo de las gasolineras impolutas, como recién estrenadas o a punto de cerrar. Me abruman las moles imponentes del cemento de cientos de edificios, ordenados, geométricos, arquitectónicamente puros, blanquecinos, grisáceos, renegridos, sin una  línea de más ni una de menos, llenos de ventanales desde donde nadie se acerca a mirar. Me asustan sus casas en las que en cualquier momento puede aparecer Norman Bates, o aquellas otras en las que la soledad de dos en compañía puede ser más atroz que el que un cuchillo te atraviese en la ducha las entrañas cualquier anochecer. Me espanta lo premonitorio de esas salas de cine abandonadas, en las que, casi por azar, una mujer se sienta en la primera fila, como avisándote de que aún funciona, aunque sea tan sólo para ella y por última vez... Pero hay que mirar a Hopper muchas veces, en diferentes etapas de la vida, en distintos momentos de paz o tormenta de espíritu, porque hay millones de modos de aprenderlo y aprehenderlo, de gozarlo y sentirlo, de disfrutarlo y sufrirlo una y otra vez. Hay alrededor de un centenar de cuadros del Hopper maduro, el que yo prefiero, junto a sus carteles publicitarios, que me parecen fuera de serie y pregoneros de todo el inmenso arte que nos dejará después. Su etapa parisina, sin embargo, la percibo como un ejercicio de aprendizaje, espléndido sin duda, pero que, no sabría decir por qué, “no me sabe nada a él”. 

Domingo

He visto tanta pintura de este Americano impasible y en tantas ocasiones, que me resulta imposible decir cuantas de sus obras he llegado a admirar, pero nada importa, siempre es el mismo y es distinto, y siempre la historia de cada uno de los protagonistas de sus cuadros puede ser diferente o igual a la que la imaginación provocó la última vez. Puedes sentarte con los ojos vírgenes tranquilamente delante de ellos e inventarte una historia alegre y desenfadada, con toda la riqueza de lo que ves, o rememorar cualquier película del cine negro americano, o al propio Woody Allen rodando en el Manhattan de su alma, y así hasta recuperar a Antonioni, pasando por Nicholas Ray, Wender, o Hitchcook. Puedes, sin levantar los ojos de cualquiera de los lienzos, releer cualquier novela de los años de la depresión; buscar al Perry Smith de los sesenta; preveer el actual desasosiego en el que la crisis mundial nos ha envuelto, sin que sepamos definitivamente por qué, o recuperar el sueño americano a través de la presencia de tantos personajes que se quedaron a vivir entre sus lienzos para la eternidad.

Pero yo ahora estoy aquí, mirando fijamente mi manoseada copia de  Noctámbulos que, como en la mayoría de películas de nuestra infancia, responde a una traducción libre por la que aquí conocemos el original Halcones de la noche o Nighthawks. En el lienzo, un camarero levanta la mirada hacia dos de sus tres clientes que, sentados en la barra de un bar, apuran sus consumiciones en silencio. Una pareja; el hombre con un cigarrillo entre los dedos y un flexible bogartiano, y la mujer con ese aspecto entre insinuante y desmadejado de una starlett de los cincuenta en una madrugada que termina sin final feliz. De espaldas al espectador, otro personaje maduro y solitario parece fijar la mirada en su propia consumición. Al fondo, la negrura solitaria de la noche y en el diner la luz amarilla y fría de tantas otras veces, otra vez más. Este es el cuadro, si no más hermoso, sí más renombrado; ése que me impresionó y que me impresiona cada instante más y más; ése que no figura en la actual y magnífica exposición del Thyssen y que yo descubrí una mañana soleada en San Francisco, cuando fui a comprar el cuadro de un pintor polaco y, de repente, se me abrieron las puertas del paraíso de Edward Hopper, del que tanto he disfrutado sin merecerlo, sencillamente porque hay ocasiones en las que nos acompaña la gracia de Dios. 

Por Elena Méndez Leite

Nota: En estos días se puede visitar en Madrid  la exposición “Hopper” en el Museo Thyssen Bornemisza, hasta el próximo 16 de septiembre.

on Saturday, August 25, 2012
Areté: excelencia, virtud, dignidad, honor.
"La economía como esencia de la vida es una enfermedad mortal, porque un crecimiento infinito no armoniza con un mundo finito". Erich Fromm

Recientemente leía un interesante artículo firmado por Martín Mucha, aparecido en la edición de EL MUNDO del pasado día 18 de agosto, en donde recordando la idea de Platón de El Gobierno de los Mejores, se presentaba una lista de catorce brillantes personalidades, todos procedentes del mundo empresarial, a modo de lo que podría ser la candidatura perfecta para formar un gobierno ideal. En realidad, lo que me llamó la atención es que en esa lista no se hubiera incluido también a candidatos procedentes de otras disciplinas. Tal y como dejara plasmado en La República el propio Platón, a su juicio Los Mejores, los llamados a gobernar, no eran los comerciantes o los mercaderes, ni siquiera los más adinerados o poderosos, sino los sabios y los filósofos; aquellos mejor facultados para encarnar las virtudes cardinales: prudencia, valor, templanza y justicia. De ello dan testimonio las propias palabras del filósofo: "A menos -proseguí- que los filósofos reinen en las ciudades o cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía, vengan a coincidir una cosa y otra, la filosofía y el poder político, y sean detenidos por la fuerza los muchos caracteres que se encaminan separadamente a una de las dos, no hay, amigo Glaucón, tregua para los males de las ciudades, ni tampoco, según creo, para los del género humano; ni hay que pensar en que antes de ello se produzca en la medida posible ni vea la luz del sol la ciudad que hemos trazado de palabra" (Platón. La República, libro V).

Sin embargo y en descargo del autor de dicho artículo, a quién además agradezco sinceramente el haber propiciado esta reflexión, es importante señalar que el planteamiento es muy común, puesto que lo llevamos implícito en nuestra propia cultura, empeñada en asociar y equiparar el éxito en la vida al éxito económico; empeñada en asociar la capacidad de generar riqueza y triunfar en el ámbito empresarial, con la justicia, la inteligencia o la sabiduría, olvidando que el limitado alcance de esos conceptos así planteados, es una de las principales causas de nuestra desgracia y de los males que afligen a la humanidad. 

Por ello y al margen de cualquier valoración respecto a los candidatos propuestos, y aceptando que sin duda la elección de esos magníficos profesionales pueda ser realmente acertada aplicada al ámbito empresarial o incluso como respuesta a la situación de crisis económica que vivimos, considero que el éxito en dicho entorno puede ser un claro indicador de la capacidad de una persona en relación a ese ámbito específico, pero me resisto a aceptar la idea de que ello sea considerado, de manera implícita, como la mejor garantía para conseguir una sociedad más próspera, más justa, o más humana. Entre otras cosas, porque ello no implica NECESARIAMENTE que también puedan atesorar esas otras virtudes -prudencia, templanza, valor y justicia-, o que ese éxito profesional o económico se haya logrado bajo la estricta observancia de los preceptos de la ética y los valores humanos. Un estado no es una empresa, ni el objetivo de una sociedad puede ser la maximización de beneficios, entre otras cosas porque aspectos como la justicia, las libertades, los derechos de las personas, la solidaridad o la eficacia de las políticas sociales, no pueden ser evaluados únicamente desde una perspectiva económica. Y mucho menos todavía, la parte espiritual o trascendente de la vida.

La capacidad de generar riqueza, de optimizar recursos, de crear puestos de trabajo, de producir ingresos para el estado o de dar beneficios económicos en un proyecto empresarial, es sin duda algo de gran importancia, digno del mayor respeto y una virtud deseable en cualquier persona o sociedad. Sin embargo, ello no debería de constituir un fin en sí mismo, ni tiene por qué ser a la fuerza sinónimo de otras tantas virtudes, capacidades o valores, como la honestidad, la honorabilidad, la bondad, la abnegación, la generosidad, la sensibilidad o la espiritualidad. De hecho éstas últimas virtudes también podrían concurrir, aumentando todavía más el mérito, las capacidades y la ejemplaridad de esas personas, acercándolas al concepto de excelencia... o por el contrario, ni siquiera estar presentes, como ocurre con demasiada frecuencia. Lamentablemente a nuestro alrededor tenemos numerosos ejemplos, que invitan a disociar algunos de esos conceptos y abundan los individuos que para alcanzar el éxito profesional, social o económico, no han necesitado contar con esos valores, o incluso los que, para lograrlo, no dudaron en desembarazarse del pesado lastre de la conciencia. 

Por descontado, ello no significa que ese pudiera ser el caso de los líderes mencionados en el artículo y, desde una perspectiva profesional, insisto en que se trata sin duda de una magnífica selección de candidatos, que seguramente podría liderar con éxito cualquier proyecto empresarial o económico. Incuestionablemente, todos ellos son brillantes en su área de trabajo o conocimiento -he tenido la oportunidad de compartir tertulia o foro con alguna de esas personas y seguramente también podría ser considerada un ejemplo en lo que se refiere a valores humanos-, pero ello no implica forzosamente que además pudieran liderar una sociedad en todas sus facetas, en donde lo economico siempre será un aspecto esencial y necesario, pero nunca debería constituir la principal o única referencia. El ejemplo es cercano y la constatación del error una realidad.

Deberíamos recordar que esta crisis no es sólo producto de una mala o nefasta gestión económica -que también-, sino que fundamentalmente tiene su origen en un retroceso de la ética y los valores, frente al egoísmo más profundo, el materialismo desmedido, un consumismo exacerbado y un economicismo antagónico con los valores humanos esenciales. Una crisis gestada en el seno de una sociedad plagada de tecnócratas, pero que paradógicamente poco a nada parecen conocer de lo que realmente importa, o de las consecuencias de mantener en el tiempo actitudes equivocadas y errores de bulto, no ya únicamente desde la perspectiva económica, sino simplemente desde el punto de vista humano. De hecho y salvo contadas y meritorias excepciones, resulta poco creíble que muchos de esos magníficos y brillantes economistas, expertos en finanzas, políticos e incluso periodistas, que hoy nos explican desde los medios de comunicación qué deberíamos de hacer para salir de la crisis, no hayan sido conscientes de lo que se avecinaba y no hubieran denunciado antes una situación tan manifiestamente incompatible con el más elemental sentido común. Lo siento, pero la lógica no soporta tamaña incongruencia y más bien invita a pensar que lo ocurrido también tiene que ver con una actitud sumisa, acomodada, inductora, propiciadora y hasta directamente participativa -especialmente en beneficios- de muchos de ellos, más que con la ignorancia, la inocencia o el desconocimiento sincero.

Por todo ello, creo que esa lista estaría bastante más completa si también se hubiera incorporado a ella a otras personas cuyo principal éxito, referencia o ejemplaridad proviniera del terreno de la cultura, el arte o la ciencia; de la ética, los valores humanos o la espiritualidad. Personas de gran valía y profunda sabiduría, cuyo reconocimiento podría -por qué no- estar precisamente derivado de un claro y manifiesto desapego o desinterés por el dinero, la economía o el ámbito empresarial y financiero. 

Si queremos un mundo mejor, no bastará con enderezar la economía y volver a pensar en generar riqueza: habrá que preguntarse también a qué precio ético la generamos y a costa de qué valores la producimos. No bastará con reducir las cifras de parados: habrá que preguntarse también si los empleos son dignos, si contribuyen a una adecuada calidad de vida y si el sacrificio y el esfuerzo que exigen a cambio, se corresponde con la retribución y el nivel de felicidad percibidos. No bastará con escapar de la recesión y volver a cifras de crecimiento positivas; habrá que preguntarse si el planeta y el resto de seres humanos que lo comparten podrán seguir soportando nuestra forma de vida y ese crecimiento sostenido en el tiempo. Deberemos preguntarnos, en definitiva, no sólo por la sostenibilidad económica del sistema, sino si humanamente también es sostenible.  Ese es realmente el terreno perdido que debe recuperar nuestra sociedad de cara a esa regeneración que tantos consideran necesaria, pero para la que, al menos aparentemente, seguimos empeñados en mantener el mismo modelo equivocado que nos ha conducido hasta la situación actual.

Si queremos saber cuál sería el Gobierno de los Mejores, primero deberíamos definir cuál es el modelo de sociedad al que aspiramos y sobre qué valores queremos construirla. Quizás entonces sabríamos contestar a dos preguntas previas esenciales: ¿los mejores para qué?... ¿los mejores para quién?

Por Alberto de Zunzunegui

on Wednesday, August 22, 2012
Hay algunos temas, frágiles como cristal de Bohemia, en los que hay que adentrarse sin prisa, para no quebrarlos, intentando apresar los rayos de luz que, a menudo, se muestran reticentes a alumbrar tan difícil tránsito. Seguro que muchos de ustedes habrán tenido dificultad en abordar un asunto cuya delicadeza les hace recelar de su capacidad de buen sentido y acierto, y por ello, comprenderán lo que les digo.

Yo percibo esta sensación siempre que intento inmiscuirme en el misterioso mundo de los niños. Vaya por delante que no hablo de la juventud, esa segunda edad -la vejez es la cuarta, no la tercera- que tiene ya características distintas y que no debe, en ningún caso confundirse con la infancia. Decía, que me acerco de puntillas a la niñez, quizá porque estoy ya muy lejana a ella, o porque forma parte indeleble de mis recuerdos más felices, o porque nunca me perdonaría haber truncado una ilusión; haber provocado un temor; haber robado la bendita inocencia de uno solo de estos niños. 

En estos días se han presentado unas propuestas del Anteproyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad de la Enseñanza y aunque me parece que será ya la decimo cuarta Ley de Educación de la Democracia creo que, por primera vez, se incluye un correo electrónico para que todos cuantos tengamos algo que aportar, corregir o eliminar de esa propuesta, lo pongamos negro sobre blanco y lo enviemos a los responsables, en la seguridad de que, al menos, seremos leídos y, con un poco de suerte, escuchados.

Yo agradezco la iniciativa y ya he comenzado a leer el contenido con atención y cuidado exquisito, aunque me sorprende que los tramos de 0 a 3 y de 3 a 6 años no parecen incluirse en este Anteproyecto, y me gustaría que lo hicieran. Por otro lado no tengo la absoluta convicción de estar capacitada para depositar mi granito de arena sobre la colina de voces autorizadas que se han encargado de engendrar y pulir las múltiples ideas, pero al final de esta lucha conmigo misma, llego a la conclusión de que puede ser útil aunar a la razón la voz del sentimiento, del sentido común y la de las propias vivencias, que casi siempre halla más preguntas que respuestas a cualquier cuestión.

Ante mis ojos están los principios que deben alentar este proyecto y su declaración de intenciones, impecables ambos en su empeño por definir espacios, propósitos y contenidos idóneos para que nuestro sistema educativo goce de las mil y una ventajas de una adecuada organización administrativa, y de un plan de estudios en el que –aunque no se dice explícitamente- primen el esfuerzo, el mérito y otros valores incontestables pero demasiado olvidados hace tiempo. Los logros a conseguir son, entre otros muchos y no por este orden; el aprendizaje y asimilación de lenguas extranjeras desde edades tempranas; la disponibilidad de los mil y un avances de las nuevas tecnologías la perfecta integración de cualquier niño que, desde uno u otro lugar, lleguen a nuestro territorio; la formación global y, a un tiempo, específica para todos según sus capacidades y talentos, y la potenciación e inclusión en las distintas etapas de formación de las TIC (Técnologías de la información y la comunicación) no sólo en horario escolar, sino también a la hora de hacer sus deberes o realizar proyectos de distinta tipología. Imagino que estará previsto,  puesto que no se alude a ello y sería indispensable,  que se procurase dotar al menor de la debida protección ante el bombardeo de informaciones que a través de dichas técnicas llega al alumno con el viso de cultura informativa o publicitaria, cuando no peligrosa, invadiendo la intimidad de sus mundo, sin ningún tipo de control. 

Podría continuar enumerando toda una serie de aspectos positivos que encierra el do-cumento, pero quiero hacer un alto en el camino, porque no solo me parece bien, sino espléndido que los responsables de las administraciones se reúnan y nos convoquen para abordar el problema en común, y luego se apresten a favorecer y llevar a la práctica tan amables colaboraciones, pero... al acabar de  leer las propuestas al Anteproyecto y, quizá porque apenas se refieren a los pequeños, me pregunto si es que todo lo relativo a los primeros años está ya tan bien planteado en leyes anteriores que no merece la pena revisarlo esta vez. Advierto, asimismo entre sus líneas, el rigor y la seriedad de plan-teamiento por conseguir que la educación sea el mejor cauce de mejorar en un futuro próximo nuestra hoy maltrecha  economía, pero me preocupa que ése sea considerado el fin no ya sólo primordial, sino único de las modificaciones. Si bien es verdad que todos estos escritos aconsejan evitar la dispersión y obviar lo obvio, podríamos permitirnos por esta vez una licencia y hablar explícitamente de la escala de valores universales, puesto que la ausencia de los mismos ha propiciado en gran medida nuestro derrumbe y sería bueno que los volviéramos a recuperar.

Aquí, además, como todo está estudiado meditado y en vías de resolución... por los adul-tos, en ninguna de sus líneas se advierte el espacio que ha de ocupar todo ese mundo má-gico, irreal e insustituible de la infancia, y me atemoriza pensar que esa chispa de fantasía no encuentre acomodo, se agoste y se pierda, y que nuestros niños olviden, antes de tiempo, la espontaneidad, las sonrisas y los sueños, y sean devorados por las fauces de la dura realidad. Bien está que cuidemos de poner a su alcance cuantos medios nos sean posibles, y aún mejor que intentemos inculcarles los valores positivos que han de regir sus vidas, pero no liberemos nuestra responsabilidad en ellos, no carguemos sobre sus hombros frági-les la toma de decisiones prematuras, no adelantemos en exceso su inserción en un mundo para el que aún no están ni deben estar preparados, no les robemos esta dulce etapa de su vida, la más hermosa, la que nunca volverá, la que necesitarán para refugiarse cuando, al pasar los días de vino y rosas, les duela el alma y no cuenten con ese caudal de dulces re-cuerdos vividos, que protege de los rigores del destino y aporta la fortaleza necesaria para volver del dolor reconfortados y dispuestos a enfrentarnos con nuestra propia suerte en condiciones de triunfar.

Así que ya lo ven, lo que les pido es que, además, reinventen para ellos el espacio familiar imprescindible para poder soñar, para que, también los mayores, podamos sentarnos cualquier tarde a su lado y, viéndolos jugar sencillamente, contemplemos la luz de la ilusión chorreando feliz de sus pupilas, les sintamos reír a carcajadas sin saber bien por qué -¡ni falta que hace!-, les oigamos contar sus propios cuentos, inventar y compartir sus propios juegos y diseñar al albur sus sueños y los ajenos, porque así, en cada uno de ellos, se irá moldeando la pátina de magia imprescindible para contrarrestar la triste realidad de los avatares de la vida.

Si todo esto estuviera previsto entre líneas, les pido disculpas por no haber sido capaz de entresacarlo, y me congratulo de mi incapacidad y de su pericia. ¡Benditos sean todos aquellos que dedican su tiempo a procurar a un niño la paz, el bienestar, y la sonrisa; benditos cuantos les eduquen con amor y desvelos y sean capaces de preservar, en ese tiempo amable de la infancia, sus almas de cristal sin la menor fisura!

Por Elena Méndez-Leite

Ver: Propuestas  para el Anteproyecto de Ley orgánica para la mejora de la calidad educativa. MECD.  www.educacion.gob.es    calidadeducacion@mecd.es

on Thursday, August 16, 2012
"Muchos mortales se dan cuenta de que a menudo se produce una grieta entre su vida presente, su pasado y su futuro, Entonces el pasado pesa sobre ellos como una carga; invade el presente con un sentido de arrepentimiento, de oportunidades no aprovechadas, de consecuencias que quisiéramos no haber sufrido. Entonces, el pasado oprime al presente, en vez de ser un almacén de recursos para marchar confiado hacia adelante".

John Dewey (1859-1952) fue el filósofo norteamericano más importante de la primera mitad del siglo XX. Su carrera abarcó la vida de tres generaciones y su voz pudo oírse en medio de las controversias culturales de los Estados Unidos (y del extranjero) desde el decenio de 1890 hasta su muerte en 1952, cuando tenía casi 92 años. A lo largo de su extensa carrera, Dewey desarrolló una filosofía que abogaba por la unidad entre la teoría y la práctica, unidad que ejemplificaba en su propio quehacer de intelectual y militante político. Su pensamiento se basaba en la convicción moral de que “democracia es libertad”, por lo que dedicó toda su vida a elaborar una argumentación filosófica para fundamentar esta convicción y a militar para llevarla a la práctica (Dewey, 1892, pág. 8). El compromiso de Dewey con la democracia y con la integración de teoría y práctica fue sobre todo evidente en su carrera de reformador de la educación.

Cuando se hizo cargo de su puesto en la universidad de Chicago en el otoño de 1894, Dewey escribía a su esposa Alice: "A veces pienso que dejaré de enseñar directamente filosofía, para enseñarla por medio de la pedagogía" (Dewey, 1894). Aunque en realidad nunca dejó de enseñar directamente filosofía, las opiniones filosóficas de Dewey probablemente llegaron a un mayor número de lectores por medio de las obras destinadas a los educadores, como The school and society (1899) (La escuela y la sociedad), How we think (1910) (Cómo pensamos), Democracy and education (1916) (Democracia y educación) y Experience and education (1938) (Experiencia y educación), que mediante las destinadas principalmente a sus compañeros filósofos y, como él mismo dijo, Democracy and education fue lo que más se parecía a un resumen de “toda su postura filosófica” (Dewey, 1916). No es una casualidad, observaba, si como él, muchos grandes filósofos se interesan por los problemas de la educación, ya que existe “una estrecha y esencial relación entre la necesidad de filosofar y la necesidad de educar”. Si filosofía es sabiduría –la visión de una “manera mejor de vivir”–, la educación orientada conscientemente constituye la praxis del filósofo. “Si la filosofía ha de ser algo más que una especulación ociosa e inverificable, tiene que estar animada por el convencimiento de que su teoría de la experiencia es una hipótesis que sólo se realiza cuando la experiencia se configura realmente de acuerdo con ella, lo que exige que la disposición humana sea tal que se desee y haga lo posible por realizar ese tipo de experiencia”. Esta configuración de la disposición humana puede conseguirse mediante diversos agentes, pero en las sociedades modernas la escuela es el más importante y como tal constituye un lugar indispensable para que una filosofía se plasme en “realidad viva” (Dewey, 1912-1913, págs. 298, 306 y 307).

Los esfuerzos de Dewey por dar vida a su propia filosofía en las escuelas estuvieron acompañados de controversias y hasta hoy día siguen siendo un punto de referencia en los debates acerca de los fallos del sistema escolar norteamericano: el enemigo encarnizado de los conservadores fundamentalistas es considerado como el precursor inspirador de los reformadores partidarios de una enseñanza “centrada en el niño”. En estos debates, ambos bandos suelen leer erróneamente a Dewey, sobreestimando su influencia y subestimando los ideales democráticos que animaban su pedagogía.

Advenimiento de un pedagogo

John Dewey nació en Burlington (Vermont) en 1859, hijo de un comerciante. Se graduó en la Universidad de Vermont en 1879 y después de un breve período como maestro de escuela en Pennsylvania y en Vermont continuó sus estudios en el departamento de filosofía de la universidad John Hopkins, primera institución que organizó los estudios universitarios basándose en el modelo alemán. Allí recibió la influencia de George S. Morris, un idealista neohegeliano. Al obtener el doctorado en 1884 con una tesis sobre la psicología de Kant, Dewey acompañó a Morris a la universidad de Michigan, donde lo sucedió en la dirección del departamento de filosofía.  

Cuando vivía en Michigan, Dewey conoció a su futura esposa, Alice Chipman, que era una de sus estudiantes. Alice llegó a la universidad después de varios años de maestra en escuelas de Michigan e influyó más que nadie en la orientación que tomarían sus intereses a finales del decenio de 1880. Dewey reconoció que ella había dado “sentido y contenido” a su labor y que tuvo una influencia importante en la formación de sus ideas pedagógicas (Jane Dewey, 1951, pág. 21). Cuando se casó, Dewey empezó a interesarse activamente por la enseñanza pública y fue miembro fundador y administrador del Club de Doctores de Michigan, que fomentó la cooperación entre docentes de enseñanza media y de enseñanza superior del Estado. Cuando el presidente de la recién fundada universidad de Chicago, William Rainey Harper, le invitó a esa nueva institución Dewey insistió para que su nombramiento incluyera la dirección de un nuevo departamento de pedagogía, consiguiendo que se creara una “escuela experimental” para poder poner sus ideas a prueba. Durante los 10 años que pasó en Chicago (1894-1904), Dewey elaboró los principios fundamentales de su filosofía de la educación y empezó a vislumbrar el tipo de escuela que requerían sus principios.

Pragmatismo y pedagogía

Durante el decenio de 1890, Dewey pasó gradualmente del idealismo puro para orientarse hacia el pragmatismo y el naturalismo de la filosofía de su madurez. Sobre la base de una psicología funcional que debía mucho a la biología evolucionista de Darwin y al pensamiento del pragmatista William James, empezó a desarrollar una teoría del conocimiento que cuestionaba los dualismos que oponen mente y mundo, pensamiento y acción, que habían caracterizado a la filosofía occidental desde el siglo XVII Para él, el pensamiento no es un conglomerado de impresiones sensoriales, ni la fabricación de algo llamado “conciencia”, y mucho menos una manifestación de un “Espíritu absoluto”, sino una función mediadora e instrumental que había evolucionado para servir los intereses de la supervivencia y el bienestar humanos.

Esta teoría del conocimiento destacaba la “necesidad de comprobar el pensamiento por medio de la acción si se quiere que éste se convierta en conocimiento”. Dewey reconoció que esta condición se extendía a la propia teoría (Mayhew y Edwards, 1966, p. 464). Sus trabajos sobre la educación tenían por finalidad sobre todo estudiar las consecuencias que tendría su instrumentalismo para la pedagogía y comprobar su validez mediante la experimentación.

Dewey estaba convencido de que muchos problemas de la práctica educativa de su época se debían a que estaban fundamentados en una epistemología dualista errónea –epistemología que atacó en sus escritos del decenio de 1890 sobre psicología y lógica–, por lo que se propuso elaborar una pedagogía basada en su propio funcionalismo e instrumentalismo. Tras dedicar mucho tiempo a observar el crecimiento de sus propios hijos, Dewey estaba convencido de que no había ninguna diferencia en la dinámica de la experiencia de niños y adultos. Unos y otros son seres activos que aprenden mediante su enfrentamiento con situaciones problemáticas que surgen en el curso de las actividades que han merecido su interés. El pensamiento constituye para todos un instrumento destinado a resolver los problemas de la experiencia y el conocimiento es la acumulación de sabiduría que genera la resolución de esos problemas. Por desgracia, las conclusiones teóricas de este funcionalismo tuvieron poco impacto en la pedagogía y en las escuelas se ignoraba esta identidad entre la experiencia de los niños y la de los adultos.

Dewey afirmaba que los niños no llegaban a la escuela como limpias pizarras pasivas en las que los maestros pudieran escribir las lecciones de la civilización. Cuando el niño llega al aula “ya es intensamente activo y el cometido de la educación consiste en tomar a su cargo esta actividad y orientarla” (Dewey, 1899, pág. 25). Cuando el niño empieza su escolaridad, lleva en sí cuatro “impulsos innatos –el de comunicar, el de construir, el de indagar y el de expresarse de forma más precisa”– que constituyen “los recursos naturales, el capital para invertir, de cuyo ejercicio depende el crecimiento activo del niño” (Dewey, 1899, pág. 30). El niño también lleva consigo intereses y actividades de su hogar y del entorno en que vive y al maestro le incumbe la tarea de utilizar esta “materia prima” orientando las actividades hacia “resultados positivos” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 41).

Esta argumentación enfrentó a Dewey con los partidarios de una educación tradicional “centrada en el programa” y también con los reformadores románticos que abogaban por una pedagogía “centrada en el niño”. Los tradicionalistas, a cuyo frente se encontraba William Torrey Harris, Comisionado de Educación de los Estados Unidos, eran favorables a una instrucción disciplinada y gradual de la sabiduría acumulada por la civilización. La asignatura constituía la meta y determinaba los métodos de enseñanza. Del niño se esperaba simplemente “que recibiera, que aceptara. Ha cumplido su papel cuando se muestra dócil y disciplinado” (Dewey, 1902, pág. 276). En cambio, los partidarios de la educación centrada en el niño, como G. Stanley Hall y  destacados miembros de la National Herbart Society, afirmaban que la enseñanza de asignaturas debía subordinarse al crecimiento natural y desinhibido del niño. Para ellos, la expresión de los impulsos naturales del niño constituía el “punto de partida, el centro, el fin”  (ibid.). Estas diferentes escuelas de pensamiento libraban un feroz combate en el decenio de 1890. Los tradicionalistas defendían los conocimientos duramente adquiridos a lo largo de siglos de lucha intelectual y consideraban que la educación centrada en el niño era caótica, anárquica, una rendición de la autoridad de los adultos, mientras que los románticos celebraban la espontaneidad y el cambio y acusaban a sus adversarios de reprimir la individualidad de los niños mediante una pedagogía tediosa, rutinaria y despótica.

Para Dewey, este debate era el reflejo de otro pernicioso dualismo, al que se opuso. Según él, podía resolverse la controversia si ambos bandos “se deshacen de la idea funesta de que hay una oposición (más que una diferencia de grado) entre la experiencia del niño y los diversos temas que abordará durante sus estudios. En lo que se refiere al niño, hay que saber si su experiencia ya contiene en ella elementos –hechos y verdades– del mismo tipo de los que constituyen los estudios elaborados por adultos; y, lo que es más importante, en qué forma contiene las actitudes, los incentivos y los intereses que han contribuido a desarrollar y organizar los programas lógicamente ordenados. En lo que se refiere a los estudios, se trata de interpretarlos como el resultado orgánico de las fuerzas que intervienen en la vida del niño y de descubrir los medios de brindar a la experiencia del niño una madurez más rica” (ibid. pág. 277-278).

Es bien conocida la crítica de Dewey a los tradicionalistas por no relacionar las asignaturas del programa de estudios con los intereses y actividades del niño. En cambio, a menudo se pasan por alto sus ataques contra los partidarios de la educación centrada en el niño por no relacionar los intereses y actividades del niño con las asignaturas del programa. Algunos críticos de la teoría pedagógica de Dewey han confundido su postura con la de los románticos, pero él diferenciaba claramente su pedagogía de la de aquéllos. El peligro del romanticismo, decía, es que considera “las facultades e intereses del niño como algo importante de por sí” (ibid. pág. 280). Sería erróneo cultivar las tendencias e intereses de los niños “tal como son”. Una educación eficaz requiere que el maestro explote estas tendencias e intereses para orientar al niño hacia su culminación en todas las materias, ya sean científicas, históricas o artísticas. “En realidad, los intereses no son sino aptitudes respecto de posibles experiencias; no son logros; su valor reside en la fuerza que proporcionan, no en el logro que representan” (ibid.). Las asignaturas del programa ilustran la experiencia acumulada por la humanidad y hacia esto apunta la experiencia inmadura del niño. Y Dewey concluía con estas palabras: “Los hechos y certezas que entran en la experiencia del niño y los que figuran en los programas estudiados constituyen los términos iniciales y finales de una realidad. Oponer ambas cosas es oponer la infancia a la madurez de una misma vida; es enfrentar la tendencia en movimiento y el resultado final del mismo proceso; es sostener que la naturaleza y el destino del niño se libran batalla” (ibid. pág. 278).

La pedagogía de Dewey requiere que los maestros realicen una tarea extremadamente difícil, que es “reincorporar a los temas de estudio en la experiencia” (ibid., pág. 285). Los temas de estudio, al igual que todos los conocimientos humanos, son el producto de los esfuerzos del hombre por resolver los problemas que su experiencia le plantea, pero antes de constituir ese conjunto formal de conocimientos, han sido extraídos de las situaciones en que se fundaba su elaboración. Para los tradicionalistas, estos conocimientos deben imponerse simplemente al niño de manera gradual, determinada por la lógica del conjunto abstracto de certezas, pero presentado de esta forma, ese material tiene escaso interés para el niño, y además, no le instruye sobre los métodos de investigación experimental por los que la humanidad ha adquirido ese saber. Como consecuencia de ello, los maestros tienen que apelar a motivaciones del niño que no guardan relación con el tema estudiado, por ejemplo, el temor del niño al castigo y a la humillación, con el fin de conseguir una apariencia de aprendizaje. En vez de imponer de esta manera la materia de estudio a los niños (o simplemente dejar que se las ingenien por sí solos, como aconsejaban los románticos), Dewey pedía a los maestros que integraran la psicología en el programa de estudios, construyendo un entorno en el que las actividades inmediatas del niño se enfrenten con situaciones problemáticas en las que se necesiten conocimientos teóricos y prácticos de la esfera científica, histórica y artística para resolverlas. En realidad, el programa de estudios está ahí para recordar al maestro cuáles son los caminos abiertos al niño en el ámbito de la verdad, la belleza y el bien y para decirle: “les corresponde a ustedes conseguir que todos los días existan las condiciones que estimulen y desarrollen las facultades activas de sus alumnos. Cada niño ha de realizar su propio destino tal como se revela a ustedes en los tesoros de las ciencias, el arte y la industria” (ibid., pág. 291).

Si los maestros enseñaran de esta forma, orientando el desarrollo del niño de manera no directiva, tendrían que ser, como reconocía Dewey, profesionales muy capacitados, perfectamente4 conocedores de la asignatura enseñada, formados en psicología del niño y capacitados en técnicas destinadas a proporcionar los estímulos necesarios al niño para que la asignatura forme parte de su experiencia de crecimiento. Como señalaban dos educadoras que trabajaron con Dewey, un maestro de esa índole tiene que poder ver el mundo con los ojos de niño y con los del adulto. “Como Alicia, el maestro tiene que pasar con los niños detrás del espejo y ver con las lentes de la imaginacion todas las cosas, sin salir de los límites de su experiencia; pero, en caso de necesidad, tiene que poder recuperar su visión corregida y proporcionar, con el punto de vista realista del adulto, la orientación del saber y los instrumentos del método” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 312). Dewey admite que la mayoría de los maestros no poseen los conocimientos teóricos y prácticos que son necesarios para enseñar de esta manera, pero consideraba que podían aprender a hacerlo.

Democracia y educación

La formación del carácter del niño, el programa moral y político de la escuela, se califican a veces de “programa oculto”, pero en el caso de Dewey este aspecto de su teoría y práctica pedagógicas no fue menos explícito, aunque bastante menos radical, que el resto de los objetivos asignados al programa de estudios. Dewey no dudaba en afirmar que “la formación de un cierto carácter” constituía “la única base verdadera de una conducta moral”, ni en identificar esta “conducta moral” con la práctica democrática (Dewey, 1897b).

Según Dewey, las personas consiguen realizarse utilizando sus talentos peculiares a fin de contribuir al bienestar de su comunidad, razón por la cual la función principal de la educación en toda sociedad democrática es ayudar a los niños a desarrollar un “carácter” –conjunto de hábitos y virtudes que les permita realizarse plenamente de esta forma. Consideraba que, en su conjunto, las escuelas norteamericanas no cumplían adecuadamente esta tarea. La mayoría de las escuelas empleaban métodos muy “individualistas” que requerían que todos los alumnos del aula leyeran los mismos libros simultáneamente y recitaran las mismas lecciones. En estas condiciones, se atrofian los impulsos sociales del niño y el maestro no puede aprovechar el “deseo natural del niño de dar, de hacer, es decir, de servir (Dewey, 1897a, pág. 64). El espíritu social se sustituye por “motivaciones y normas fuertemente individualistas”, como el miedo, la emulación, la rivalidad y juicios de superioridad e inferioridad, debido a lo cual los más débiles pierden gradualmente su sentimiento de capacidad y aceptan una posición de inferioridad continua y duradera”, mientras que los más fuertes alcanzan la gloria, no por sus méritos, sino por ser más fuertes” (Dewey, 1897a, págs. 64 y 65). Dewey afirmaba que para que la escuela pudiera fomentar el espíritu social de los niños y desarrollar su espíritu democrático tenía que organizarse en comunidad cooperativa. La educación para la democracia requiere que la escuela se convierta en “una institución que sea, provisionalmente, un lugar de vida para el niño, en la que éste sea un miembro de la sociedad, tenga conciencia de su pertenencia y a la que contribuya” (Dewey, 1895, p. 224).

La creación en el aula de las condiciones favorables para la formación del sentido democrático no es tarea fácil, ya que los maestros no pueden imponer ese sentimiento a los alumnos; tienen que crear un entorno social en el que los niños asuman por sí mismos las responsabilidades de una vida moral democrática. Ahora bien, señalaba Dewey, este tipo de vida “sólo existe cuando el individuo aprecia por sí mismo los fines que se propone y trabaja con interés y dedicación personal para alcanzarlos” (Dewey, 1897a, pág. 77). Dewey reconocía que pedía mucho a los maestros y por ello, al describir su función e importancia social a finales del decenio de 1890, volvió a recurrir al evangelismo social, que había abandonado, llamando al maestro “el anunciador del verdadero reino de Dios” (Dewey, 1897b, pág. 95).

Como da a entender en su testamento, la teoría educativa de Dewey está mucho menos centrada en el niño y más en el maestro de lo que se suele pensar. Su convicción de que la escuela, tal como la concibe, inculcará en el niño un carácter democrático se basa menos en la confianza en las “capacidades espontáneas y primitivas del niño” que en la aptitud de los maestros para crear en clase un entorno adecuado “para convertirlas en hábitos sociales, fruto de una comprensión inteligentede su responsabilidad” (Dewey, 1897b, págs. 94 y 95).

La confianza de Dewey en los maestros también reflejaba su convicción, en el decenio de 1890, de que “la educación es el método fundamental del progreso y la reforma social” (Dewey, 1897b, pág. 93). Hay una cierta lógica en ello. En la medida en que la escuela desempeña un papel decisivo en la formación del carácter de los niños de una sociedad, puede, si se la prepara para ello, transformar fundamentalmente esa sociedad. La escuela constituye una especie de caldo de cultivo que puede influenciar eficazmente el curso de su evolución. Si los maestros desempeñaran realmente bien su trabajo, apenas se necesitaría reforma: del aula podría surgir una comunidad democrática y cooperativa.

La dificultad estriba en que la mayoría de las escuelas no han sido concebidas para transformar la sociedad, sino para reproducirla. Como decía Dewey, “el sistema escolar siempre ha estado en función del tipo de organización de la vida social dominante” (Dewey, 1896b, pág. 285). Así pues, las convicciones acerca de las escuelas y los maestros que esbozó en su credo pedagógico no apuntaban tanto a lo que era, sino a lo que podría ser. Para que las escuelas se convirtieran en agentes de reforma social y no de reproducción social, era preciso reconstruirlas por completo. Tal era el objetivo más ambicioso de Dewey como reformador educativo: transformar las escuelas norteamericanas en instrumentos de la democratización radical de la sociedad americana.

La escuela de Dewey

Dewey declaró en 1896 que “la escuela es la única forma de vida social que funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la construcción de una escuela es su punto de partida” (Dewey, 1896a, pág. 244). Dewey llegó a Chicago con la idea de establecer una “escuela experimental” por cuenta propia. En 1894 decía a su esposa: “Cada vez tengo más presente en mi mente la imagen de una escuela; una escuela cuyo centro y origen sea algún tipo de actividad verdaderamente constructiva, en la que la labor se desarrolle siempre en dos direcciones: por una parte, la dimensión social de esta actividad constructiva, y por otra, el contacto con la naturaleza que le proporciona su materia prima. En teoría puedo ver cómo, por ejemplo, el trabajo de carpintería necesario para la construcción de una maqueta será el centro de una formación social por una parte y de una formación científica por otra, todo ello acompañado de un entrenamiento físico, concreto y positivo de la vista y la mano” (Dewey, 1894).

Dewey defendió ante los funcionarios universitarios una escuela que, manteniendo “la labor teórica en contacto con las exigencias de la práctica” constituiría el componente fundamental de un departamento de pedagogía –“el elemento esencial de todo el sistema”–, para lo que consiguió el apoyo de Harper, firmemente comprometido en la campaña a favor de la reforma educativa en Chicago (Dewey, 1896c, pág. 434). En enero de 1896, abrió sus puertas la Escuela experimental de la universidad de Chicago. Empezó con 16 alumnos y 2 maestros, pero en 1903 ya impartía enseñanza a 140 alumnos y contaba con 23 maestros y 10 asistentes graduados. La mayoría de los alumnos procedían de familias de profesiones liberales y muchos eran hijos de colegas de Dewey. La institución pronto se conoció con el nombre de “Escuela de Dewey” ya que las hipótesis que se experimentaban en ese laboratorio eran estrictamente las de la psicología funcional y la ética democrática de Dewey.

En el núcleo del programa de estudios de la Escuela de Dewey figuraba lo que éste denominaba “ocupación”, es decir, “un modo de actividad por parte del niño que reproduce un tipo de trabajo realizado en la vida social o es paralelo a él” (Dewey, 1899, pág. 92). Los alumnos, divididos en once grupos de edad, llevaban a cabo diversos proyectos centrados en distintas profesiones históricas o contemporáneas. Los niños más pequeños (de 4 y 5 años), realizaban actividades que conocían por sus hogares y entorno: cocina, costura, carpintería. Los niños de 6 años construían una granja de madera, plantaban trigo y algodón, lo transformaban y vendían su producción en el mercado. Los niños de 7 años estudiaban la vida prehistórica en cuevas que habían construido ellos mismos, y los de 8 años centraban su atención en la labor de los navegantes fenicios y de los aventureros posteriores, como Marco Polo, Colón, Magallanes y Robinson Crusoe. La historia y la geografía locales centraban la atención de los niños de 9 años, y los de 10 estudiaban la historia colonial mediante la construcción de una copia de una habitación de la época de los pioneros. El trabajo de los grupos de niños de más edad se centraba menos estrictamente en periodos históricos particulares (aunque la historia seguía siendo parte importante de sus estudios) y más en los experimentos científicos de anatomía, electromagnetismo, economía política y fotografía. Los alumnos de 13 años de edad, que habían fundado un club de debates, necesitaban un lugar de reunión, lo que los llevó a construir un edificio de dimensiones importantes, proyecto en el que participaron los niños de todas las edades en una labor cooperativa que para muchos constituyó el momento culminante de la historia de la escuela.

Habida cuenta de que las actividades ocupacionales se encaminaban, por una parte al estudio científico de los materiales y procesos que requería su realización, y por otra parte hacia su función en la sociedad y la cultura, el interés temático por las ocupaciones proporcionó no sólo la ocasión para una formación manual y una investigación histórica, sino también para un trabajo en matemáticas, geología, física, biología, química, artes, música e idiomas. Como escribió Dewey, en la Escuela experimental “el niño va a la escuela para hacer cosas: cocinar, coser, trabajar la madera y fabricar herramientas mediante actos de construcción sencillos; y en este contexto y como consecuencia de esos actos se articulan los estudios: lectura, escritura, cálculo, etc.” (Dewey, 1896a, pág. 245). La lectura, por ejemplo, se enseñaba cuando los niños empezaban a reconocer su utilidad para resolver los problemas con que se enfrentaban en sus actividades prácticas. Dewey afirmaba que “cuando el niño entiende la razón por la que ha de adquirir un conocimiento, tendrá gran interés en adquirirlo. Por consiguiente, los libros y la lectura se consideran estrictamente como herramientas” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 26.)

Katherine Camp Mayhew y Anna Camp Edwards, que enseñaron en la Escuela experimental, reseñaron posteriormente este notable experimento educativo, presentando pruebas del éxito conseguido por Dewey y sus colegas al poner en práctica sus teorías, algo que también confirma el testimonio de otros observadores menos favorables. Bastará citar un solo ejemplo. Los alumnos de 6 años, basándose en la experiencia adquirida en actividades domésticas en la escuela de párvulos, centraron su labor en “las ocupaciones útiles en el hogar”. Construyeron una maqueta de granja y sembraron trigo en el patio de la escuela. Al igual que en la mayoría de las actividades de construcción de la escuela, la edificación de la maqueta de granja les permitió aprender ciertas nociones de matemáticas: “Cuando construyeron la granja, tuvieron que dividirla en varios campos para sembrar trigo, maíz y avena; y pensar también dónde instalarían la casa y el granero. Para ello, los niños utilizaron como unidad de medida una regla de un pie y empezaron a entender lo que significaba “un cuarto” y “una mitad”. Aunque las divisiones no eran exactas, bastaban para poder delimitar la granja. A medida que iban conociendo la unidad de medida y descubrían el medio pie, el cuarto de pie y la pulgada, su trabajo fue más preciso... Cuando construyeron la casa, necesitaron cuatro postes para las esquinas y seis o siete listones de la misma altura. Los niños podían equivocarse al medir los listones, de manera que las medidas tenían que repetirse dos o tres veces antes de que fueran exactas. Lo que habían hecho en un lado de la casa tuvieron que repetirlo después en el otro. Naturalmente, su trabajo ganaba en rapidez y precisión la segunda vez” (Mayew y Edwards, 1966, págs. 83-84).

Ejemplos como éste muestran no sólo cómo el interés del niño por una actividad concreta (construcción de una maqueta de granja) sirve de fundamento para enseñar un tema de estudio (medidas y fracciones matemáticas), sino también cómo familiarizarlo con los métodos empíricos de solución de problemas, en los que los errores constituyen una parte importante del aprendizaje. La clave de la pedagogía de Dewey consistía en proporcionar a los niños “experiencias de primera mano” sobre situaciones problemáticas, en gran medida a partir de experiencias propias, ya que en su opinión “la mente no está realmente liberada mientras no se creen las condiciones que hagan necesario que el niño participe activamente en el análisis personal de sus propios problemas y participe en los métodos para resolverlos (al precio de múltiples ensayos y errores)” (Dewey, 1903, pág. 237).

Al leer las descripciones y reseñas de la Escuela experimental, se hace difícil entender que algunos críticos de Dewey lo consideraran favorable a una educación progresista “sin objetivos”. Dewey declaró explícitamente sus objetivos didácticos, que se hicieron realidad en la práctica diaria de los maestros con los que trabajó. Dewey, al igual que el más acérrimo de los tradicionalistas, valoraba el conocimiento acumulado de la humanidad y quería que en la escuela elemental los niños tuvieran acceso a los conocimientos de las ciencias, la historia y las artes. También quería enseñarles a leer y escribir, a contar, a pensar científicamente y a expresarse de forma estética. En lo que se refiere a los temas de estudio, los objetivos educativos de Dewey eran bastante convencionales, sólo sus métodos resultaban innovadores y radicales, pero esos objetivos, por convencionales que fuesen, estaban claramente enunciados.

Por importante que fuera la Escuela como campo de experimentación de la psicología funcional y el pragmatismo de Dewey, todavía fue más importante como expresión de su ética y su teoría democrática. En sus propias palabras, “lo primordial era la función social de la educación” (Mayhew y Edwards, 1966, pág. 467). La Escuela de Dewey era ante todo un experimento sobre educación para la democracia.

Según todos los testimonios, Dewey tuvo un notable éxito en lo que se refiere a la creación de una comunidad democrática en la Escuela experimental. Los niños participaban en la planificación de sus proyectos, cuya ejecución se caracterizaba por una división cooperativa del trabajo en la que las funciones de dirección se asumían por turno. Además, se fomentaba el espíritu democrático, no sólo entre los alumnos de la escuela sino también entre los adultos que trabajaban en ella. Dewey se mostró muy crítico con las escuelas que no dejaban que los maestros participasen en las decisiones que influían en la dirección de la educación pública. Reprobaba en especial a los reformadores que conseguían arrebatar el control de las escuelas de manos de los políticos corruptos sólo para conceder enormes poderes autocráticos a los nuevos directores escolares. Esta crítica era consecuencia del interés de Dewey por llevar la democracia, más allá de la política, hasta el lugar de trabajo. En sus propias palabras, “¿Qué significa la democracia si no que cada persona tiene que participar en la determinación de las condiciones y objetivos de su propio trabajo y que, en definitiva, gracias a la armonización libre y recíproca de las diferentes personas, la actividad del mundo se hace mejor que cuando unos pocos planifican, organizan y dirigen, por muy competentes y bien intencionados que sean esos pocos?” (Dewey, 1903, pág. 233). En la Escuela experimental, Dewey intentó llevar a la práctica ese tipo de democracia en el trabajo. La labor de los maestros se organizaba de manera muy parecida a la de los niños. Los maestros se reunían semanalmente para examinar y planificar su trabajo y, aunque sin duda se veían limitados en sus críticas por la imponente presencia de Dewey, desempeñaban una función activa en la elaboración del programa escolar.

Dewey no tenía realmente una estrategia para que las escuelas norteamericanas en general se convirtieran en instituciones en favor de una democracia radical. Aunque no pretendía ni esperaba que los métodos de la Escuela experimental fueran seguidos de manera estricta en otros lugares, si albergaba la esperanza de que su escuela sirviera de fuente de inspiración para los que pretendían transformar la educación pública, así como de terreno de formación y centro de investigación para los maestros y especialistas partidarios de la reforma. En este aspecto, subestimaba el hecho de que el éxito de la Escuela de Dewey se debía en cierta medida a que permanecía al margen de los conflictos, divisiones y desigualdades de la sociedad en general, aislamiento que resultaba difícil reproducir. Después de todo, se trataba de una pequeña escuela a la que asistían hijos de profesionales acomodados, dotada de profesores abnegados, bien calificados y en contacto con los intelectuales de una de las mayores universidades del país.

Aunque Dewey no tenía un plan preciso para convertir las escuelas en poderosas instituciones de oposición en el corazón de la cultura norteamericana, si tenía en cambio una clara visión de lo que a su juicio debían ser las escuelas en una sociedad plenamente democrática, y no sin éxito, intentó realizar esta idea en la Escuela experimental. Estaba claro que esa escuela no podía reproducirse socialmente. Aunque Dewey intentó relacionar la escuela con una vida social exterior incorporando las “ocupaciones” al núcleo del programa de estudios, suprimió conscientemente de ellas una de sus características más esenciales en la sociedad norteamericana al separarlas de las relaciones sociales de la producción capitalista y situarlas en un contexto cooperativo en el que prácticamente resultaban irreconocibles para los que las practicaban en la sociedad exterior. Explicaba que en la escuela las ocupaciones clásicas ejercidas por los alumnos están libres de toda traba económica. El objetivo no es el valor económico de los productos, sino el desarrollo de la autonomía y el conocimiento social (Dewey, 1899, pág. 12). Las ocupaciones de la escuela, libres de “preocupaciones utilitarias”, están organizadas de tal forma que “el método, el objetivo y la comprensión del trabajo estén presentes en la conciencia del que realiza el trabajo, y que su actividad tenga un significado para él” (Dewey, 1899, pág. 16). El trabajo de los niños no era un trabajo alienante, ya que no se producía en absoluto la separación entre la mano y la mente que existía en las fábricas y oficinas del país. Dewey calificó a veces la Escuela experimental de “sociedad embrionaria”, pero no se trataba en absoluto de un embrión de la sociedad que existía más allá de sus muros (Dewey, 1899, pág. 19). Lejos de prometer una reproducción de la América industrial, preconizaba más bien su reconstrucción radical.

La comunidad precursora de Dewey duró muy poco y resulta irónico que su fin se debiera a la lucha por el control de la Escuela experimental por parte de los que trabajaban en ella. Dewey y sus maestros no eran los dueños del “taller”; éste pertenecía a la Universidad de Chicago. En 1904, el Presidente Harper se puso a favor de los maestros y administrativos de una escuela fundada por el Coronel Francis Parker (que se había fusionado con la Escuela de Dewey en 1903), resentidos por haber sido incorporados a la “Escuela del Sr. y la Sra. Dewey” y que temían que Alice Dewey decidiese prescindir de sus servicios. Cuando Harper despidió a Alice, Dewey dimitió y casi en el mismo momento aceptó un puesto en la universidad de Columbia, donde permaneció hasta el final de su larga carrera. La pérdida de la Escuela experimental dejó el campo libre para que otros interpretaran, aplicaran, y a menudo deformaran, las ideas pedagógicas de Dewey, que se quedó sin un extraordinario instrumento para concretizar sus ideales democráticos.

Reforma progresista

Aunque no volvió a tener nunca una escuela propia, Dewey continuó siendo un crítico activo de la educación norteamericana durante el resto de su vida profesional. También se aventuró en el extranjero para apoyar los esfuerzos reformistas en el Japón, Turquía, México, la Unión Soviética y China, país donde quizás tuvo una mayor influencia. Llegó a China en 1919, en vísperas de la aparición del Movimiento del “Cuatro de Mayo” y fue cálidamente acogido por muchos intelectuales chinos que, como dijo un historiador “asocian estrechamente el pensamiento de Dewey a la noción misma de modernidad” (Keenan, 1977, pág. 34).

Las convicciones democráticas de Dewey también le hicieron participar en controversias con gran número de educadores “progresistas”, incluso con algunos que se consideraban fieles adeptos suyos. Atacó a los “progresistas administrativos”, que abogaban por programas de educación profesional en los que él veía una enseñanza de clase que hubiera convertido a las escuelas en un agente aún más eficaz para la reproducción de una sociedad antidemocrática. “El tipo de educación profesional que me interesa no es el que adapta a los trabajadores al régimen industrial existente; no amo suficientemente ese régimen”. En vez de ello, a su juicio, los norteamericanos debían tender hacia “un tipo de educación profesional que en primer lugar modifique el sistema laboral existente y finalmente lo transforme” (Dewey, 1915, pág. 412). Asimismo, Dewey siguió distanciándose de los progresistas románticos centrados en el niño, y en el decenio de 1920, en una declaración pública de inhabitual brusquedad, calificó este método de “realmente estúpido”, porque se limitaba a dejar que los niños siguieran sus inclinaciones naturales” (Dewey, 1926, pág. 59). Finalmente, en el decenio de 1930, se opuso incluso a los partidarios radicales del “reconstructivismo social”, cuyo pensamiento quizás estaba más próximo al suyo propio, cuando propusieron recurrir a programas de “contra-adoctrinamiento” para oponerse a una enseñanza encaminada a legitimar un orden social opresor. A su juicio, la contrapropaganda que querían llevar a cabo los radicales demostraba una falta de confianza en la fuerza de sus convicciones y en la eficacia de los medios por los que, era de suponer, habían llegado a adquirir esas convicciones. Nadie les había adoctrinado para llegar a las conclusiones acerca de los defectos de la sociedad capitalista, sino que las habían alcanzado mediante “un estudio inteligente de las fuerzas y condiciones históricas y actuales” (Dewey, 1935, pág. 415). Los demócratas radicales tenían que considerar que sus alumnos poseían capacidad para llegar a las mismas conclusiones por los mismos medios, no sólo porque era una actitud más democrática, sino también porque estas conclusiones debían estar sometidas a la vigilancia permanente que proporcionaba esa educación. “Si el método de la inteligencia ha funcionado en nuestro propio caso” se preguntaba, “¿cómo podemos suponer que no funcionará en el de nuestros alumnos y que no producirá en ellos el mismo entusiasmo e igual energía práctica?” (Dewey, 1935, pág. 415).

Las críticas de Dewey contra otros reformadores solían recibirse con cortesía, pero apenas si convencieron. Pocos lo siguieron en el camino para “salir de la confusión educativa” que proponía. Para la mayoría de educadores, constituía una amenaza demasiado grande contra los métodos y las asignaturas tradicionales. Al mismo tiempo, sus consecuencias sociales eran demasiado radicales para los abanderados de la eficiencia científica, y no lo suficientemente radicales para algunos partidarios de la reconstrucción social. Aunque abogaba en favor de un programa de estudios revolucionario basado en los impulsos e intereses de los niños, respetaba demasiado la tradición y las asignaturas como para satisfacer a los románticos. Así, como dijo el historiador Herbert Kliebard “a pesar de su estatura intelectual, su fama internacional y los múltiples honores que se le rindieron, Dewey no tuvo suficientes discípulos para hacer sentir su impacto en el mundo de la práctica educativa” (Kliebard, 1986, pág. 179).

De haber continuado Dewey creyendo que el maestro era “el anunciador del verdadero reino de Dios” quizás se hubiera sentido más triste de lo que sentía al ver que sus argumentos pedagógicos caían en saco roto. Después de la Primera Guerra Mundial, las escuelas dejaron de ser el punto central de su actividad. Con una visión menos ingenua de la función de la escuela en la reconstrucción social, Dewey ya no situaba el aula en el centro de su idea reformadora. Lo que antes había sido el medio fundamental de la democratización de la vida norteamericana, se convirtió en uno de los medios decisivos, pero de importancia secundaria en comparación con otras instituciones más abiertamente políticas. Dewey reconocía ahora más claramente que la escuela, al estar inextricablemente vinculada con las estructuras de poder vigentes, constituye uno de los principales instrumentos de reproducción de la sociedad de clases del capitalismo industrial, y que por consiguiente era muy difícil transformarlas en un agente de reforma democrática. Los esfuerzos por convertirlas en medio impulsor de una sociedad más democrática tropezaron con los intereses de los que querían conservar el orden social existente. Los defectos de la escuela reflejan y mantienen los defectos de la sociedad en su conjunto, los cuales no pueden corregirse sin luchar por la democracia en toda la sociedad. La escuela participará en el cambio social democrático únicamente “si se alía con algún movimiento de las fuerzas sociales existentes” (Dewey, 1934, pág. 207). Al contrario de lo que antes Dewey solía considerar, no puede constituir el vehículo que permita evadirse de la política.

El legado de Dewey

La filosofía de la educación de Dewey fue objeto de un fuerte ataque póstumo durante el decenio de 1950 por parte de los adversarios de la educación progresista, que le hicieron responsable de  prácticamente todos los errores del sistema de enseñanza pública norteamericano. Aunque sus consecuencias reales en las escuelas de los Estados Unidos fueron bastante limitadas y los críticos conservadores se equivocaron al asimilarlo a los progresistas, a los que el propio Dewey había atacado, se convirtió en un cómodo chivo expiatorio para los “fundamentalistas”, preocupados por la disminución del nivel intelectual en las escuelas y por la amenaza que esto suponía para una nación que se encontraba en guerra fría contra el comunismo. Como escribieron dos historiadores de esa época, después del lanzamiento del satélite espacial ruso Sputnik “el creciente murmullo contra el sistema educativo se convirtió en un estruendo ensordecedor. Todos gritaron –el Presidente, el Vicepresidente, almirantes, generales, sepultureros, tenderos, limpiabotas, contrabandistas, agentes inmobiliarios, estafadores– lamentándose porque nosotros no teníamos un pedazo de metal en órbita en torno a la tierra y achacando esta tragedia a los siniestros deweyitas que habían conspirado para que el pequeño Johny no aprendiera a leer” (Miller y Nowak, 1977, pág. 254). Desde el decenio de 1950, variaciones sobre este tema vuelven a alimentar debates periódicos acerca de la situación de la educación pública norteamericana, y cada nueva campaña favorable a una vuelta a los “principios básicos” va acompañada de los consabidos ataques contra Dewey (como un reciente libro de moda de A. Bloom y E.D. Hirsch) empeñándose en presentar a Dewey como un rousseauniano romántico (Bloom, 1987, pág. 195; Hirsch, 1987, págs. 118 a 127).

Digamos para concluir que, aunque tal vez haya en cada distrito escolar norteamericano por lo menos un maestro de la enseñanza pública que ha leído a Dewey y que trata de enseñar siguiendo sus principios, sus críticos han exagerado su influencia. Su legado reside menos en una práctica que en una visión crítica. La mayoría de las escuelas están lejos de ser esos “lugares supremamente interesantes” y esas “peligrosas avanzadillas de una civilización humanista” que él hubiera querido que fuesen (Dewey, 1922, pág. 334). Sin embargo, para los que quisieran que fueran precisamente eso, la obra de Dewey sigue siendo una gran fuente inspiradora.

Por Robert B. Westbrook (1)
Publicado originalmente en Perspectivas: revista trimestral de educación comparada (París, UNESCO: Oficina Internacional de Educación), vol. XXIII, nos 1-2, 1993, págs. 289-305. 


Notas

1. Robert B. Westbrook (Estados Unidos de América). Graduado por la Universidad de Yale y por la de Stanford, fue profesor en el scripps College y en Yale antes de enseñar en la Universidad de Rochester (Nueva York), donde es profesor asociado de historia. Autor de numerosos artículos y ensayos sobre la historia cultural e intelectual americana. Es también autor de John Dewey and the American Democracy [John Dewey y la democracia americana] y de Pragmatism and politics [Pragmatismo y política].

Referencias

Bloom, Allan (1987). Closing of the American Mind. Nueva York: Simon and Schuster. Dewey, Jane (1951). “Biography of John Dewey”. En The Philosophy of John Dewey, Paul A. Schilpp, (ed.) Nueva York: Tudor, págs. 3-45.
Dewey, John (1892). “Cristianiry and democracy.” En Early works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois Universiry Press, 1971, Vol. 4, págs. 3-10.
Dewey, John (1894). Carta de John Dewey a Alice Dewey, 1 de Noviembre de 1894, Dewey Papers, Morrís Library, Southern Illinois Universiry, Carbondale.
Dewey, John (1895). “Plan of organization of the universiry primary school.” En  Early works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois Universiry Press, 1972, Vol. 5, págs. 224-43.
Dewey, John (1896a). “A pedagogical experiment.” En Early works of John Dewey. Carbonale, Southern Illinois University Press, 1972, Vol. 5, págs. 244-46.
Dewey, John (1896b). “Pedagogy as a university discipline”. En Early works of John Dewey. Carbondale Southern Illinois University Press, 1972, Vol. 5, págs. 281-89.
Dewey, John (1896c). “The need for a laboratory school. “ En Early works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois University Press, 1972, Vol. 5, págs. 433-35.
Dewey, John (1897a). “Ethical principles underlying education.“ En  Early works of John Dewey.  Carbondale, Southern Illinoiis University Press, 1972, Vol. 5, págs. 54-83.
Dewey, John (1897b). “My pedagogic creed”. En Early works of John Dewey.  Carbondale, Southern Illinois University Press, 1972, Vol. 5, págs. 84-95.
Dewey, John (1899). “The school and society”. En Middle works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois Universiry Press, 1976, Vol. 1, págs. 1-109.
Dewey, John (1902). “The child and the curriculum”.  En Middle works of John Dewey.  Carbondale, Southern Illinois University Press, 1976, Vol. 2, págs. 271-291.
Dewey, John (1903). “Democracy in education.” En Middle works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois University Press, 1977, Vol. 3, págs. 229-39.
Dewey, John (1912-13). “Philosophy of education.” En Middle works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois University Press, 1979, Vol. 7, págs. 297-312.
Dewey, John (1915). “Education vs. trade-training.” En Middle works of John Dewey.  Carbondale, Southern Illinois University Press, 1979, Vol. 8, págs. 411-413.
Dewey, John (1916). Carta de John Dewey a Horace M. Kallen, 1 de Julio de 1916, Horace M. Kallen Papers, American Jewish Archives, Hebrew Union College, Cincinnati.
Dewey, John (1922). “Education as politics”. En Middle works of John Dewey.  Carbondale, Southern Illinois University Press, 1983, Vol. 13, pág. 334.
Dewey, John (1926). “Individuality and experience.” En Later works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois Universiry Pess, 1984, Vol 2, págs. 55-61.
Dewey, John (1934). “Can education share in social reconstruction?” En Later works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois University Press, Vol. 9, págs. 205-209.
Dewey, John (1935). “The crucial role of intelligence.” En Later works of John Dewey. Carbondale, Southern Illinois Universiry Press, 1987, Vol 11, págs. 342-344.
Hirsch, E.D. (1987). Cultural literacy: What every American needs to know. Boston: Houghton, Mifflin.
Keenan, Barry (1977). The Dewey experiment in China: Educational reform and political power in the early Republic. Cambridge, Harvard Universiry Press.
Kliebard, Herbert M. (1986). The struggle for the American curriculum. 1893-1958. Boston: RoutIedge and Kegan Paul, 1986.
Mayhew, Katherine Camp y Edwards, Anna Camp (1966). The Dewey School. Nueva York, Atherton.
Miller, Douglas T. y Nowark, Marion (1977). The fifties. Garden City, Nueva York, Doubleday.

Obras de Dewey

Las obras completas de John Dewey se han publicado recientemente en treinta y siete volúmenes con el título de Collected works of John Dewey (Carbondale, Southern Illinois Universiry Press, 1967- 1992). Esta compilación consta de tres series: The early works of John Dewev. 1882-1898: The middle works of John Dewey. 1899-1924: y The later works of John Dewey. 1925-1953. A continuación se enumeran las principales obras pedagógicas de Dewey, por orden cronológico de edición. También existen otras ediciones de la mayor parte de sus obras, muchas de ellas de bolsillo.

“My Pedagogic Creed” (1897), Early works, Vol. 5, págs. 84-95.
The school and society (1899), Middle works, Vol. 1, págs. 1-109.
The educational situation (1901), Middle works, Vol. 1, págs. 257-313.
The child and the curriculum (1902), Middle works, Vol . 2, págs. 271-291.
Moral principles in education (1909), Middle works, Vol. 4, págs. 265-291.
How we think (1910), Middle works, Vol. 6, págs. 177-356.
Interest and effort in education (1913), Middle works, Vol .7, págs. 151-197.
Schools of tomorrow, con Evelyn Dewey (1915), Middle works. Vol. 8, págs. 205-404.
Democracy and education (1916), Middle works, Vol. 9, págs. 1-370.
Education as politics, (1922), Middle works, Vol. 13, págs. 329-334.
The sources of a science of education (1929), Later works, Vol. 5, págs. 1-40.
The way out of educational confusion (1931), Later works, Vol. 6, págs. 75-89.
How we think, edición revisada y ampliada (1933), Later works. Vol. 8, págs. 105-325.
Experience and education (1938), Later works, Vol. 13, págs. 1-62.

Véase también, Reginald D. Archambault, (ed.), John Dewey. Lectures in the philosophy of education. 1899 (Nueva York:  Random House, 1966) y dos antologías de las obras educativas de Dewey: Joseph Ratner, (ed.) Education today  (Nueva York: Putnam, 1940) y Reginald D. Archambault, (ed.) John Dewey on education (Chicago: University of Chicago Press, 1974). Existe una útil guía de toda la filosofía de Dewey elaborada por jo Ann Boydston, (ed.), Guide to the works of John Dewey (Carbondale, Southern Illinois University Press, 1970). Existe una traducción al español de How we think: Cómo pensamos (Barcelona – Buenos Aires - México, Paidós, 1989)

Lecturas complementarias

Archambault, Reginald, (ed.) Dewev on education. Appraisals. Nueva York, Random House, 1966.
Baker, Melvin C. Foundations of John Dewey’s educational theory. Nueva York, Atherton, 1966.
Brickman, William M. y Lehrer, Stanley, (eds.) John Dewey: Master educator.  Segunda edición, Nueva York, Atherton, 1966.
Childs, John L. American pragmatism and education. Nueva York, Henry Holt, 1956.
Coughian, Neil. Young John Dewey. Chicago, University of Chicago Press, 1975.
Cremin, Lawrence. The transformation of the school: Progressivism in american education. 1876-1957.  Nueva York, Vintage Books, 1961.
Curti, Merle. The social ideas of american educators. Totowa, Nueva Jersey, Littlefield, Adams, 1959, págs.500-541.
Dykhuizen, George. The life and mind of John Dewey. Carbondale, Southern lilinois University Press, 1975.
Hendley, Brian. Dewey, Russell and Whitehead: Philosophers as educators. Carbondale, Southern Illinois University Press, 1986.
Keenan, Barry. The Dewey experiment in China: Educational reform and political power in the early Republic. Cambridge, Harvard University Press, 1977.
Kliebard, Herbert M. The struggle for the American curriculum. 1893-1958. Boston, RoutIedge and Kegan Paul, 1986.
Mayhew, Katherine Camp y Edwards, Anna Camp. The Dewey School. Nueva York, Atherton, 1966.
Rockefeller, Steven. John Dewey: Religious faith and democratic humanism. Nueva York, Columbia University Press, 1991.
Westbrook, Robert. John Dewey and American democracy. Ithaca, Cornell Universiry Press, 1991.
Wirth, Arthur G. John Dewey as educator. Nueva York, Wiley, 1966. 

Existe una guía de la extensa literatura secundaria acerca de Dewey: Jo Ann Boydston y Kathleen Poulos, (eds.), Checklist of wrifing about John Dewey. (segunda edición, Carbondale, Southern Illinois University Press, 1978).