on Saturday, November 24, 2012
Fotografía: Rafa Llano.
"Olvídate de lo que has Aprendido"
Advierte el profesor Samuel Huntington, en el primer capítulo de su obra “El choque de las civilizaciones”, que nos encontramos ante una nueva era de la política mundial.

El reputado profesor de Ciencias Políticas justifica su afirmación en base al proceso de transformación que se está operando en el escenario internacional, del cual se deriva una modificación de las relaciones de poder entre Estados y Civilizaciones. Estos cambios, afirma, están promoviendo –a nivel internacional- la centralización del poder en Estados nucleares (representativos de las distintas civilizaciones) que no están dispuestos a seguir tolerando la imposición que de los valores occidentales se ha venido practicando, por la fuerza, durante los últimos cincuenta años.  A nivel interno, por su parte, los ciudadanos comienzan a identificarse más íntimamente con sus civilizaciones originales que con los estados de los que oficialmente forman parte.

De los fundamentos últimos de las teorías del profesor Huntington parece desprenderse que, en contra de lo que viene siendo la idea dominante en Occidente, el proceso de Globalización no está generando lo que V.S. Naipaul denominó “la civilización universal” sino una acentuación de las diferencias entre culturas lejanas, una reafirmación de la propia identidad mediante su contraste con la del extranjero.

A este hecho debemos añadir que los avances técnicos que acompañan a la Globalización están reduciendo –cuando no eliminando- las distancias entre los pueblos y las personas.  Con ello, se está incentivando el contacto entre culturas, costumbres y tradiciones muy distintas y, en ocasiones, antagónicas.  Y debemos tomar en consideración que los mencionados contactos se están dando tanto a nivel político-institucional (entre estados), como mercantil (en el ámbito de los negocios), como individual o personal (a través de los viajes y del fenómeno de la inmigración).

Estas relaciones entre cosmovisiones tan distintas no es difícil que supongan la aparición de situaciones de conflicto.

Porque, si aceptamos la premisa de que Occidente ya no tiene el Poder suficiente como para seguir imponiendo los valores que considera adecuados (o ajustados a alguna modalidad de Derecho Natural) a nivel internacional, deberemos comenzar a plantearnos la posibilidad real que tendrá en un futuro de hacerlo a nivel interno, en el seno de sus propias sociedades; unas sociedades que comienzan a caracterizarse por la multiculturalidad, por la coexistencia de personas de distintas procedencias, culturas, costumbres y creencias en un mismo espacio vital.

Es este hecho el que nos ha llevado a plantearnos cuál debe ser el papel de la educación en este proceso de cambio social.  A lo largo de las próximas páginas nos plantearemos cuál es la función de la educación; la capacidad de influencia que posee sobre la estructuración del conocimiento de los educados; si ésta debe ser meramente técnica o si debe incluir la promoción de una ética; si debe ser neutral o beligerante a favor de unos u otros valores controvertidos; si debe emplearse o no como instrumento de fomento de los Derechos Humanos…

Nos encontramos, pues, ante muy interesantes y ambiciosas cuestiones que, sin lugar a dudas, no obtendrán una respuesta definitiva en nuestro trabajo.  Muchos han sido los que, antes que nosotros, han tratado estos temas con mucha mas erudición que la nuestra, y muchos serán los que seguirán haciéndolo sin agotar el contenido de la materia.

Además, no debemos olvidar que en cuestiones humanísticas (y la educación lo es) no puede pretenderse obtener una respuesta concreta y universalmente suscribible.  Esto sucede porque la contestación dependerá de los valores que el sujeto haya interiorizado como propios y de las concepciones antropológicas en las que haya fundamentado su vida.  Porque debemos tener en cuenta que:

“Educar no consiste sólo en hacer escuelas.  Educar no es sólo instruir, sino formar el carácter o formar a la persona.  La educación se desarrolla en torno a una idea de la persona y de la cultura que se quiere conservar y transmitir [1]”.

No pretendemos ocultar que también nosotros somos víctimas de esta realidad: es cierto que estas páginas se asientan sobre nuestras convicciones más íntimas, y que muchos no tienen por qué compartir.  Pero, como ya hemos expuesto, no puede ser de otro modo (lo conlleva la temática tratada) y, además, tenemos tal confianza en nuestras convicciones que en ellas hemos fundamentado nuestra existencia; ellas son el timón que rige el rumbo de nuestra vida.  Aclarado esto, entremos en materia.

Sobre la educación

Si bien es cierto que ya hemos expuesto que el presente ensayo tratará sobre la educación multicultural, no es menos cierto que no puede pretenderse abarcar esta cuestión sin aclarar, previamente, la concepción de la educación de la que partiremos.  Para ello, debemos recordar que, en palabras de Juan Delval:

“Una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza, sobre las relaciones entre los seres humanos [2]”.

Por este motivo, podemos afirmar que encontraremos tantas definiciones de educación como corrientes antropológico-filosóficas seamos capaces de distinguir. Dicho esto –que reviste especialmente trascendencia como iremos viendo a lo largo de la presente reflexión- podemos comenzar diciendo que hay autores pertenecientes a una tendencia mayoritaria que conciben la educación como:

“un aspecto del proceso de socialización y, por lo tanto, de interiorización de pautas y modelos sociales, así como de los valores dominantes en la sociedad o, mejor aun, de formación y desarrollo de los valores que la sociedad considera relevantes” [3].

Por su parte, la Recomendación de la UNESCO “sobre la Educación para la Comprensión, la Cooperación y la Paz Internacionales y la Educación relativa a los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales” (1974) también manifiesta un modo propio de entender al hombre y a la sociedad a través de la definición que nos aporta de la educación como:

“el proceso global de la sociedad, a través del cual las personas y los grupos sociales aprenden a desarrollar conscientemente en el interior de la comunidad nacional e internacional, y en beneficio de ellas, la totalidad de sus capacidades, actitudes, aptitudes y conocimientos”.

Las dos concepciones anteriormente expuestas adolecen, a nuestro parecer, de una excesiva preocupación por la función socializadora de la educación que les lleva a olvidar su función humanizante, de formación integral de la persona.  Por este motivo, encontramos algo más acertada la definición propuesta en la “Exposición de Motivos” de la reforma de la LOGSE de 1990:

“(…) El objetivo primero y fundamental de la educación es proporcionar a los niños y niñas (…) una formación plena que les permita conformar su propia y esencial identidad, así como construir una concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y moral de la misma”.

Nuestro mayor aprecio por esta conceptualización procede de su cercanía a la idea de educación que nos parece fundamental, aquella que concibe el concepto como:

“La conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre, en cuanto hombre que es el estado de virtud” [4]

De esta breve enunciación se desprende que nos encontramos ante una visión de la educación profundamente arraigada en la antropología propuesta, entre otros, por Javier Aranguren y Ricardo Yepes[5], y que iremos exponiendo, desarrollando y criticando a lo largo de nuestra argumentación.  En ella, pese a reconocer la función socializadora que acompaña a la educación, se presta especial atención a su función de humanización, a la labor de capacitar a la persona para perfeccionarse como tal.

Ésta interpretación ha sido magistralmente expuesta por dos autores que, desde premisas ideológicas muy distintas, han llegado a coincidir en lo esencial.  Veamos cómo lo expresan:

“El aprendizaje (…) es proceso necesario para llegar a adquirir la plena estatura humana.  Para ser hombre no basta con nacer, sino que también hay que aprender.  La genética nos predispone a llegar a ser humanos, pero sólo por medio de la educación y la convivencia social conseguimos efectivamente serlo.[6]”.

“La educación es concebida como una cierta prolongación de ese acto primero y siempre sorprendente, misterioso, que es la generación de un ser vivo; no se confunde con el acto generador, pero viene a completar y perfeccionar ese movimiento original.  La educación, entonces, está lejos de dar el ser al educando, antes bien, lo supone ya esencialmente constituido.  No obstante, su acción puede ser entendida como una segunda generación, en cuanto que ordena al hombre a un estado perfectivo, que de ningún modo alcanzaría sin su mediación. (…)  En los demás seres vivos no hace falta la educación: el acto generador conlleva cuanto se requiere para que el animal alcance la perfección que le corresponde por naturaleza.  En sentido estricto, únicamente el hombre tiene necesidad de la educación para llegar a ser lo que es.  La causa de esto es la Libertad.

(…)  La necesidad física de poner los actos necesarios para la perfección de su ser se convierten en necesidad moral, en obligación, esto es, en algo que debe ser hecho, pero que puede no serlo.  De ahí que el educador debe ayudar al educando a que éste, por sí mismo, realice su ser y co-opere en su formación de hombre libre, y así evite el extravío de su persona [7]”.

En este último sentido también se pronunció el Profesor Millán Puelles al afirmar que:

“La educación no tiene como fin propio el procurar la absoluta realización del hombre, es decir, la felicidad, sino únicamente que sea perfecta su potencia para llevarla a cabo.[8]”

Por lo tanto, será objeto de la educación el dotar a los alumnos de los instrumentos necesarios para ser hombres íntegros y libres.

Para lograrlo, no bastará con una formación exclusivamente técnica ni únicamente ética.  La formación integral del ser humano exige instrucción y formación.  Veamos qué dicen al respecto algunos reputados autores:

“La educación no admite ser reducida a una visión técnica o tecnológica, no sólo porque sus resultados, en virtud de la naturaleza libre del educando, sean impredecibles, sino ante todo porque la técnica persigue el bien y perfección de las cosas que el hombre produce;  en cambio, la educación persigue el bien y perfección del hombre como tal.  De esto se sigue que la educación jamás debe limitarse a un desarrollo parcial del sujeto humano, a su perfeccionamiento como trabajador o consumidor, por ejemplo, sino a su desarrollo integral [9]”.

“Aprender a ser hombre o mujer consiste en aprender a dirigirse a uno mismo, y lograr la armonía del alma gracias a la educación moral de los sentimientos.  Conducir la propia vida es aprender el arte de vivir.  Esto implica que educar es enseñar no sólo conocimientos teóricos, sino sobre todo modelos y valores que guíen el conocimiento práctico y la acción, y ayuden a adquirir convicciones e ideales, logrando una educación en los valores y las virtudes [10]”.

“El proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad.

(…) Aunque a lo largo de su historia [la de Grecia] se dieron distintos modos de paideia (ideal educativo griego), según las ciudades-Estado o polis y las épocas, se les puede atribuir en el momento tardío del helenismo la inauguración de una distinción binaria de funciones que en cierto modo colea todavía entre nosotros: la que separa la educación propiamente dicha por un lado y la instrucción por otro.  Cada una de las dos era ejercida por una figura docente específica, la del pedagogo y la del maestro.  El pedagogo era un fámulo que pertenecía al ámbito interno del hogar y que convivía con los niños o adolescentes, instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por el desarrollo de su integridad moral.  En cambio el maestro era un colaborador externo a la familia y se encargaba de enseñar a los niños una serie de conocimientos instrumentales, como la lectura, la escritura y la aritmética.  El pedagogo era un educador y su tarea se consideraba de primordial interés, mientras que el maestro era un simple instructor y su papel estaba valorado como secundario.

(…)  En líneas generales la educación, orientada a la formación del alma y el cultivo respetuoso de los valores morales y patrióticos, siempre ha sido considerada de más alto rango que la instrucción, que da a conocer destrezas técnicas o teorías científicas  [11]”

Puede que la explicación de la causa por la que la formación ha sido tradicionalmente más valorada que la instrucción se encuentre en que:

“Se ha visto que incluso la instrucción es difícil cuando están ausentes los valores morales.  Pues, a fin de cuentas, para aprender hay que sacrificarse y hacer actos de humildad, hay que ser tolerante y solidario, y hay que someterse a una normativa mínima, aunque sea represiva como no puede dejar de serlo ninguna norma [12]”.

Ahora bien, del mismo modo que afirmamos que no es posible la instrucción sin formación, podemos aseverar que una cierta instrucción es necesaria para lograr una profunda formación.  El motivo fundamental es que:

“Por la virtud moral, el hombre quiere el bien conforme a la razón; pero, para la producción de la acción virtuosa, necesita hacer una recta elección de los medios correspondientes, y conocer de un modo habitual los primeros principios de orden especulativo y práctico.

(…)  Para alcanzar su plenitud dinámica y realizar las operaciones adecuadas a su naturaleza, el ser humano tiene que hacerlo mediante la adquisición de los hábitos perfectivos del entendimiento y la voluntad, es decir, de las virtudes intelectuales y morales que disponen a las respectivas potencias para el ejercicio de sus operaciones propias [13]”.

En este sentido, el propio Santo Tomás de Aquino es inmensamente gráfico al respecto:

“Si no va acompañada de la recta razón, gracias a la cual se hace la recta elección de las cosas que convienen al debido fin, tal como un caballo, si es ciego tanto más fuertemente choca y se lesiona, cuanto más fuertemente corre.  Y por eso es preciso que la virtud moral sea según la recta razón y con la recta razón [14]”.

Llegados a este punto, consideramos justificada la afirmación de que la educación supone formación intelectual y ética, formación integral de la persona humana[15].  Por ello, debemos dar un paso más en nuestra reflexión y plantearnos qué valores serán los que deberán promoverse para lograr ese objetivo.  Este es el tema que da título a nuestro próximo epígrafe.

Educación en valores… ¿En qué valores?

Citábamos a Fernando Savater, al tratar la relación entre formación e instrucción, para afirmar que generalmente la primera había tenido una mayor o mejor valoración que la segunda.  Esta afirmación, en principio veraz, pierde su validez al referirla a la situación de la educación que empezó a fraguarse a finales del siglo XVIII.

Hasta entonces, la instrucción técnico-científica no alcanzó una consideración comparable en la enseñanza a la de la educación cívico-moral. Puede interpretarse que la gran Enciclopedia de Diderot –y su estudio de las artesanías- supuso el inicio del cambio de paradigma educacional que traería la actual preminencia de la instrucción técnica sobre la formación cívica y ética.  Pero, independientemente de cuáles fueran las causas del cambio (no es éste el lugar adecuado para analizarlas), lo que resulta constatable empíricamente (basta con mirar a nuestro alrededor) es que la educación –puesto que depende de la antropología- se ha ido adaptando a los habitantes de una sociedad en la que la economía y la técnica son soberanas.  Así, en palabras de Victoria Camps:

“La eficacia, la productividad y la rentabilidad económica son los valores que han substituido a la trilogía republicana: libertad, igualdad, fraternidad. (…)  Al buscar, por encima de cualquier otra cosa, la eficacia y la rentabilidad económica, hemos aparcado la formación de las personas con otros objetivos [16]”.

De esta afirmación, podemos sacar unas consecuencias que deben hacernos reflexionar:
  • Es la búsqueda de la eficacia el motor de cambio de la enseñanza hacia su actual estructura de especialización.
  • La especialización supone una fragmentación del saber que facilita la erudición y eficacia en materias concretas, pero imposibilita al ser humano para responder a todas aquellas preguntas cuyas respuestas rigen la vida de uno.
  • El tipo de persona que emerge de este sistema de enseñanza, por carecer de cualquier modalidad de trascendencia (entendida como el ir más allá de uno mismo) no valora otro saber que el que conduce al éxito inmediato, el que sirve para situarse socialmente, tener un buen sueldo y lograr una vida materialmente placentera.

Llegados a este punto de nuestra reflexión, habrá quien objete que nuestra última afirmación choca frontalmente con la realidad puesto que, en nuestras sociedades, se promueven unos valores éticos que se han recogido, muy sucintamente, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.  Si bien es cierto que se tiende a propagar y exigir el respeto a la mencionada norma internacional, no es menos cierto que ello no se hace siguiendo un imperativo ético (humanización) sino de egoísmo socio-político (lograr una situación social en la que yo pueda disfrutar de bienestar material).

Por tanto, aunque podamos encontrarnos ante una promoción fáctica de una serie de valores, éstos no merecen la consideración de tales en el campo de la ética porque tienen un fundamento y una finalidad incompatible con una ética en primera persona.  El porqué de esta disconformidad ha sido claramente expuesto por Rafael Termes, Académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en múltiples ocasiones:

“En la ética de la primera persona el sujeto, cuando se propone realizar una acción, sin obstáculo del objetivo externo que pretenda conseguir, se pregunta sobre la relación de esta acción con el desarrollo de la propia persona hacia su fin, es decir, hacia lo que quiere ser, o por mejor decir, hacia quién quiere ser, qué clase de persona quiere ser.  Por el contrario, en las éticas de la tercera persona predomina la valoración de los actos desde la perspectiva de un observador externo que enjuicia las acciones ajenas para decir cuáles son buenas y cuáles son malas, de acuerdo con unas normas convencionales cuya validez habrá que demostrar o simplemente aceptar.

La ética de la primera persona es la ética de las virtudes, que son las potencialidades que dirigen a la persona a su plenitud o perfección según el orden del ser, de acuerdo con una determinada antropología y concepción de la vida.  En las éticas en tercera persona la cuestión del fin de la persona, y de las virtudes que conducen a él, pasa a segundo plano; lo que se exige es que el comportamiento exterior, con abstracción de lo que pasa en el interior del sujeto, cumpla los actos que la norma impera como buenos y evite aquellos que la norma veta como malos.

La gran debilidad de las éticas de la tercera persona es que, al considerar que el fin del hombre es un tema opinable, privado, que no debe influir en el juicio moral de las acciones, a estas éticas les resulta difícil, por no decir imposible, hallar una norma universal y constante en la que cimentar el comportamiento moral.  Las distintas maneras de salir de esta dificultad se manifiestan en las éticas del consenso, relativistas, subjetivistas, circunstancialistas, en las que la finalidad moral determinada por la perfección del sujeto, viene sustituida por cómo conseguir, en cada cultura, tiempo y circunstancias, determinados objetivos personales o socialmente deseables [17]”.

Como puede observarse, la extensión de la anterior cita se encuentra justificada por su claridad expositiva y porque pone de manifiesto uno de los principales problemas de los que adolece la educación en valores en el seno de nuestras sociedades: al no tratarse de auténticos valores éticos que surgen de una concepción antropológica concreta, carecen aquéllos de una fundamentación que justifique su promoción frente a otros valores de signo contrario procedentes de civilizaciones lejanas y defendidos por poblaciones inmigrantes o descendientes de estos ciudadanos.

Este hecho, unido a la especialización y economización* de la enseñanza, nos hace pensar que:

“No es que no haya valores compartidos: es que ya nadie se encarga de pensar en ellos, de desarrollarlos, de decir qué sentido tienen o deben tener para nosotros, ciudadanos de finales del siglo XX.  Nadie se encarga de hacerlo porque cada cual vive metido en su mundo pequeño, cerrado y excluyente.

(…) No hay mucho tiempo para pensar, por lo que aprender a hacerlo sería bastante inútil.  Más vale dedicar el tiempo –que "es oro", profética aseveración de Benjamín Franklin- a lo económicamente rentable.  Los saberes que no son capaces de mostrar su rentabilidad no sirven para nada y deben eliminarse o reducirse a meros adornos.

(…) Por lo tanto, lo que no existe es una comunidad preocupada por discutir, enseñar, desentrañar el sentido de tales valores.  Porque no hay debate ideológico ni intelectual, porque ese debate no es rentable, carece de prestigio y de credibilidad [18]”.

Por tanto, parece que mientras no se recupere la preocupación antropológica y asuma que lo que hay que compartir no son derechos universales sino fines y bienes particulares, ideas sobre lo que es la vida buena, en definitiva, cosmovisiones, el conflicto inter e intracivilizacional está asegurado.  En consecuencia, para evitarlo se impone una vuelta a las humanidades, al estudio de lo esencial de la persona, de lo permanente y eterno.

Da la sensación de que ésta no es, en nuestros días, la corriente de pensamiento imperante, Occidente sigue viviendo el espejismo del bienestar material, la embriaguez del ágape… Con el tiempo llegará la resaca.

Porque, como ya hemos dicho, la Globalización ha acabado con las fronteras facilitando –de este modo- el contacto entre personas de países lejanos y culturas muy distintas.  Los contactos volviéronse con el tiempo tratos, y los tratos convivencia.  La inmigración supone la cohabitación, en unas mismas coordenadas espacio-temporales, de personas de distintas etnias, distintas civilizaciones, distintas culturas, distintas costumbres, distintas religiones…  Y todas esas personas, unas y otras, aman sus raíces y quieren mantenerlas.

Lo que sucede es que lograr coordinar tradiciones tan diversas (y, en ocasiones, antagónicas) no siempre es fácil.  Es más, en ocasiones, resulta muy complejo.  En esos momentos es en los que los ciudadanos de las sociedades “receptoras” deben ejercitar una virtud que se cita habitualmente pero de la que suele desconocerse su significado estricto: la Tolerancia.  Ésta consiste en soportar algo que se considera un mal, en aras de un bien mayor.  Así pues, en ocasiones habrá que “tolerar” determinadas costumbres o hábitos que no compartimos para, de este modo, lograr el bien de una convivencia pacífica.

Pero Tolerancia no es sinónimo de indiferencia o relativismo, por lo que no todo puede tolerarse; hay males a los que ningún bien mayor puede justificar.  Es en estas cuestiones en las que hay que ser intransigente.

Dicho esto, lo primero que cualquiera se preguntará es: ¿Y cuáles son esas cosas que se encuentran más allá del límite de la Tolerancia?  La respuesta es sencilla y complicada a un tiempo: el límite se encuentra en el respeto a la Naturaleza Humana, a su Dignidad y a su capacidad de desarrollo de su potencial.  Y, aunque determinadas corrientes filosóficas afirman que existe una Ley Natural que nos indica dónde se encuentran esos límites, no es menos cierto que es necesario dedicar un buen tiempo a la reflexión para lograr encontrarlos… Algo que no es fácil en una sociedad que funciona tan rápido y con tantas prisas como la nuestra.

Por este motivo, porque carecemos de tiempo para el ocio –entendido éste en sentido clásico- y para la familia, cobran especial trascendencia –en el campo de la promoción de valores- los medios indirectos subsidiarios de adquisición de experiencia: las relaciones personales, los medios de comunicación y las escuelas[19].

A través de ellos conocemos el mundo que nos rodea (vivimos un mundo de segunda mano), ellos nos plantean cuestiones sobre las que reflexionar, ellos incitan nuestras inquietudes, ellos nos transmiten estructuras y valores.

Fue esta la causa que nos llevó a plantearnos si la escuela sería un buen medio para evitar esos conflictos intercivilizacionales derivados del choque entre principios culturales; como medio de transmisión de valores que potencialmente es, podría ser un instrumento válido para lograr una convivencia pacífica y feliz.

Pronto escuchamos la voz de quienes gritaban que esa no era la función de las escuelas, a lo que les respondimos que se equivocaban, que no bastaba con el perfeccionamiento de la racionalidad, que se precisaba una ética, una moralidad.  Dijimos que no cabía instrucción sin formación, ni formación sin instrucción.  Es más, les recordamos –rememorando a Fernando Savater- que

“el cruel Ambroise Bierce, en su Diccionario del Diablo, definió la erudición como el polvo que cae de las estanterías de los cerebros vacíos.  Es una bautade injusta porque cierta erudición es imprescindible para despertar y alimentar la capacidad cerebral, pero acierta como criterio contra la tentación escolar de convertir la enseñanza en mera memorización de datos, autoridades y gestos rutinarios de reverencia intelectual ante lo respetado [20]”.

Pero no cesaron en su crítica y nos plantearon una nueva problemática:  si había que dar una formación ética o moral, ¿cuál debía ser la que se impartiera: la nuestra (occidental de raíz judeocristiana) o la del ciudadano inmigrante en cuestión?  Respondimos que había cuatro alternativas y que nosotros optábamos por la última de ellas.  Veamos cuáles son:
  • Homogeneizar al alumnado haciendo que las minorías asuman los valores dominantes.
  • Homogeneizar al alumnado haciendo que las mayorías asuman los valores minoritarios.
  • Podría abogarse, como de hecho suele hacerse, por el relativismo ético.
  • La cuarta alternativa, por la que nosotros optamos, podría denominarse la opción del Diálogo Transformador.  No consiste en buscar el sincretismo, la fusión de lo irreconciliable… No, eso no es posible para quienes no hemos aceptado el relativismo moral, para quienes somos de la opinión de que no todos los sistemas de valores merecen una misma tutela y protección porque no todos ellos están en la misma sintonía con la Verdad y la Naturaleza Humana.

Nuestra propuesta consiste en realizar un esfuerzo dialogal para reinterpretar la propia realidad, los propios valores, a través de los ojos ajenos.  En ocasiones el “otro” puede ofrecernos matices de nuestra propia tradición que nos enriquecen y nos acercan un poco más a nuestra esencia y a la de él.  Así es cómo debemos aproximarnos, profundizando en nuestra tradición antes de introducirnos en la suya, porque de lo contrario le veremos a él, a sus costumbres y creencias, con los ojos de un occidental europeo…  Y sólo obtendremos estereotipos; prejuicios que seguirán separándonos.

Pero, mientras logremos llegar a esa situación idílica en la que –tras la personal introspección- hayamos encontrado la Tradición perenne, la Ley Natural, esos principios básicos y comunes a toda civilización, hasta entonces –decía- debemos recordar que, en nuestras sociedades, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es una norma jurídica de Derecho Internacional constitucionalizada por la legislación interna, por nuestra Carta Magna.  Por lo tanto, la Declaración recoge y tutela una serie de valores que –pese a no merecer la consideración de éticos en primera persona- son el cimiento de nuestra comunidad, de nuestra estructura social y de nuestro modo de convivencia.  Son los pilares básicos sobre los que debe alzarse toda democracia occidental que desee poseer unos cimientos firmes.  Y esos cimientos deben ser respetados, transmitidos y tutelados por todos puesto que cualquier actuación contraria a los mismos puede calificarse de anti-democrática, anti-humana, anti-social y, lo que queremos subrayar, anti-jurídica; esto es, delictiva y sancionable.

La función de la educación en el plano de los valores debe ser, en estos momentos, la de evitar la promoción de conductas delictivas y, yendo más allá, recuperar una preocupación y una formación antropológica y humanística que permita conocer las cosmovisiones propias de las distintas culturas pero que, al mismo tiempo, promueva aquella que se considera que facilita la humanización de la persona.

De este modo, podría lograrse que la Declaración de 1948 dejara de ser una simple norma jurídica y se convirtiera en una síntesis o exposición de un auténtico sistema ético en primera persona, interiorizado por una mayoría de ciudadanos.

De una mayoría, pero no de todos… Porque al dar información sobre las distintas cosmovisiones se posibilita la elección del alumno por una u otra.  Habrá quien alegará que eso debería hacerse desde un clima de absoluta neutralidad, dejemos que sea alguien con muchos más conocimientos que nosotros quien le responda:

“Es preciso crear hábitos y costumbres, formar el gusto a fin de que acabe apeteciendo lo que consideramos bueno y repugnando lo que nos parece malo.  Todo lo cual implica saber discernir unas cosas de otras y voluntad de transmitir ese discernimiento.  Para enseñar a alguien a pensar por sí mismo, hay que partir de unos contenidos, unas imágenes, unas ideas sobre las que pensar.  Las convicciones y creencias son previas a la crítica de las mismas.  La educación no puede ser, desde el principio o exclusivamente, autocrítica.  Ha de empezar por inculcar una cultura y una tradición que no son totalmente despreciables.  De lo contrario se incurre en el contradictorio empeño de tratar de formar para la crítica sin haber enseñado antes nada criticable [21].”

“Para que el neófito llegue a ser él mismo, la educación debe fabricarle como adulto de acuerdo con un modelo previo. (…)  El maestro no estudia en el niño el modelo de madurez de éste sino que es el niño quien ha de estudiar orientado por un ejemplo de excelencia que el maestro conoce y le transmite.  Naturalmente que el educador ha de comprender lo mejor posible las características y aptitudes peculiares del neófito, para enseñarle del modo más provechoso, pero ello no implica que lo que el niño ya es deba servirle de pauta para lo que se pretende que llegue a ser.  La autonomía, las virtudes sociales, la disciplina intelectual, todo aquello que constituirá ese “él mismo” del hombre maduro aún no se encuentran en el estudiante sino que deben serle propuestos –y, en cierto modo, impuestos- como modelos exteriores.  A partir del desarrollo de su mera intimidad nunca llegarán a ser realmente suyos.

(…)  La educación tiene como objetivo completar la humanidad del neófito, pero esa humanidad no puede realizarse en abstracto ni de modo totalmente genérico, ni tampoco consiste en el cultivo de un germen idiosincrásico latente en cada individuo, sino que trata más bien de acuñar una precisa orientación social: la que cada comunidad considera preferible [22]”

Estamos, por tanto, ante un supuesto de formación y no de adoctrinamiento. Porque, aunque la escuela asuma un sistema concreto de valores, si al alumno se le da una información veraz sobre otros sistemas y otras estructuras (veracidad que dependerá de la formación y profesionalidad del profesorado) éste podrá escoger –en última instancia- cuál de aquéllos le parece más adecuado.  Lo que sucede es que, para tomar esa decisión no bastará con tener un conocimiento racional previo, se precisa también tener una voluntad firme… Y ésta sólo se desarrolla ejercitándola.  De ahí la importancia de crecer encuadrado en un sistema de valores; si no se hace de este modo puede que la voluntad se atrofie y que, aunque la cabeza indique que una ética es la correcta, la persona no pueda asumirla como propia porque su voluntad sea voluble y no esté entrenada en el esfuerzo, en el sacrificio que acompaña a toda decisión importante, a toda actuación ética.

En el párrafo anterior hemos hecho referencia al profesorado: él es el responsable de transmitir cultura y valores.  Por ese motivo se le puede y se le debe exigir un plus de formación. Los educadores deben ser los primeros en procurarse una formación multicultural, en iniciar ese diálogo Inter e intracivilizacional al que ya hemos hecho referencia.  Sólo desde una mejor comprensión de sí mismos y del “otro” serán capaces de motivar a los educandos para hacer de ellos personas íntegras, completas, autónomas y capaces de alcanzar la felicidad, meta última de la persona.

Es ésta, sin duda, una ardua labor tanto para el educador como para el educando, pero merece la pena dedicar serios esfuerzos en ella puesto que es el abono de nuestro futuro.  Atendiendo a las circunstancias y características de la sociedad actual, sólo a través de una educación como la que hemos venido promoviendo puede el educando humanizarse completamente.  Y esa plena humanización es una premisa indispensable para su plena sociabilidad (porque el hombre es social por naturaleza, lo que supone que, cuanto más humano sea uno, más social será).  Y esa sociabilidad plena es requisito indispensable para una convivencia intercultural, pacífica y feliz en la que todos podamos desarrollar todas nuestras aptitudes en un marco de respeto a la Dignidad Humana.

Por lo tanto, podemos finalizar nuestras reflexiones con una seria aseveración: hacen falta profesores, buenos profesores, formadores de mente y espíritu, forjadores de hombres…  De ellos depende nuestro futuro y el de nuestros descendientes.  Mucha es su responsabilidad, no pueden dejarla a un lado.

Confiemos en que no lo hagan.


Notas:

[1] Camps, V.  “El malestar de la vida pública”, Grijalbo.
[2] Delval, J.  “Los fines de la educación”, Siglo XXI
[3] Alba Olvera, M.A,  “La educación para la paz y los Derechos Humanos, como una propuesta para educar en valores”.
[4] De Aquino, T.  “Suma Teológica”
[5] Yepes, R. & Aranguren, J.  “Fundamentos de Antropología”, EUNSA.
[6] Savater, F.  “El valor de educar”, Ariel.
[7] Frinco, V.L, texto correspondiente a la ponencia presentada en el Congreso Internacional “Paideia e Humanitas.  Per la pace nel terzo millennio”, Roma, 6-8 de septiembre de 2000.
[8] Millán Puelles, A.  “La formación de la personalidad humana”, Rialp
[9] Luisa Frinco, V.  Op. Cit.
[10] Yepes, R. & Aranguren, J  “Fundamentos de Antropología”, EUNSA
[11] Savater, F  Op.Cit.
[12] Camps, V.  Op. Cit.
[13] Luisa Frinco, V  Op. Cit.
[14] De Aquino, T.  “Suma Teológica”
[15] En una formulación negativa, M. Schramm señala que:

“El tipo de hombre que se perfila en el Libro Blanco para la Reforma del Sistema Educativo es un hombre intelectualmente bien preparado, con amplio bagaje cultural e instructivo, técnica y profesionalmente cualificado y competitivo, capaz de convivir democráticamente en una sociedad pluralista, pero carente de valores fundamentales capaces de orientar su existencia y dar sentido a su vida”.

[16] Camps, V.  Op. Cit.
[17]Termes, R.  “Desde la Libertad”, Ediciones EILEA, S.A
* Esto es, asunción de criterios y valores económicos como rectores de la vida diaria.
[18] Camps, V.  Op. Cit.
[19] Fernando Savater suele decir que: “La escuela –o, para ser más prudentes, las formas institucionalizadas de educación- debe, en síntesis, formar no sólo el núcleo básico del desarrollo cognitivo, sino también el núcleo básico de la personalidad”.
[20] Savater, F.  Op. Citada.
[21] Camps, V.  Op. Citada.
[22] Savater, F.  Op. Citada.
[Extracto de “El papel de la educación escolar, en las sociedades multiculturales, como medio para evitar el Choque entre Civilizaciones” (Inédito)]

on Wednesday, November 21, 2012

Si hay un rasgo que define a la mentalidad moderna, este es el del rechazo o huída de la muerte. Es un negarse a aceptar la idea de la muerte, un no saber cómo encararla y un no entender su significado, que lleva a procurar no pensar en ella. Hay un miedo visceral a morir, pues se considera que la muerte supone el fin del ser humano, que con ella todo se acaba y que no hay nada detrás de su triste y tétrica sombra.

El hombre moderno, inmerso en una civilización materialista, no puede soportar la idea de que tiene que morir, de que su vida es perecedera, y se buscan toda clase de subterfugios para evadir el tremendo problema que supone el hecho de que la vida haya de llegar un día a su fin. Es significativo que en muchos de los países más “avanzados”, que gozan de mayor progreso y bienestar económico, se considera de mala educación hablar de la muerte. Se huye de ella y se evita hasta su recuerdo, asumiendo la postura del avestruz, que esconde la cabeza para no ver el peligro que se avecina.

Hay en nuestra época una auténtica huida de la muerte, que no es sino una manifestación de la huida de Dios. Se da la espalda a la Realidad divina, al mundo de lo sagrado y eterno, y como consecuencia no se puede dar una respuesta al tremendo interrogante, dramático y definitivo, que la muerte plantea.

No hay nada, sin embargo, más importante en la vida del hombre que la muerte. Es el instante en que la vida termina, la conclusión natural de la existencia terrena, el destino inevitable de todo ser humano. Es también, y precisamente por ello, el momento decisivo, ante el que no valen argucias ni subterfugios; la hora de la verdad que da su verdadero valor a todas las cosas, en la que ya no hay marcha atrás y en la que cada cual habrá de verse ante su propia verdad, teniendo que dar cuenta de cómo ha vivido, responder de lo que ha hecho con su vida. Por todo ello, la muerte constituye el problema capital de la vida humana, aquel ante el cual todos los demás problemas se desvanecen.

Todos hemos de morir. Nadie puede escapar a la muerte; no podemos evitarla ni conseguir que alguien la experimente por nosotros. Esto es lo único de que podemos estar seguros: que un día nos llegará nuestra hora y nada ni nadie podrá impedirlo. Y cuando esa hora llegue, tendremos que afrontarla a solas, armados únicamente del bagaje espiritual de que hayamos sabido hacer acopio  a lo largo de nuestra jornada vital. De nada nos servirá, cuando nos llegue nuestra hora, todo lo que el mundo nos pueda dar o lo que hayamos acumulado mediante una actividad frenética (bienes, riquezas, fama, honores, cultura, poder). Lo único que tendrá valor es lo que seamos y lo que hayamos hecho de bueno y recto a lo largo de nuestra vida.

Precisamente porque es su término, su desenlace final, el valor y densidad de una  vida dependerá de cómo se integre en ella la muerte. La vida de alguien que se niega a morir, que rechaza la idea de la muerte, no podrá estar correctamente enfocada ni planteada. Cuanto mejor orientada esté nuestra vida, menos nos preocupará perderla. Quien ha vivido bien, con altura y rectitud, con la dignidad y nobleza propias de un ser humano, no teme morir.

“El morir es uno de los deberes de la vida”, afirma Séneca, quien nos exhorta cumplir con presteza y buen ánimo tan importante deber, ya que “la vida, si carece del valor para morir, se convierte en una auténtica esclavitud”. Y llamando la atención sobre cuál es la manera correcta de encarar el problema de la muerte, el filósofo hispano-romano proclama con genial clarividencia: “no importa morir pronto o tarde; morir bien o mal es lo que importa”.

La muerte no se opone a la vida, es parte de ella. Muerte y vida se condicionan de manera recíproca: la una no puede existir sin la otra. “Nuestra vida y nuestra muerte –nos dice el maestro zen Shunryu Suzuki- son la misma cosa. Cuando nos percatamos de esta realidad, ya no tenemos miedo de la muerte, ni ninguna dificultad en nuestra vida”. El morir, como suelen decir los orientales, no se contrapone al vivir sino al nacer. “Nacer es entrar, morir es salir”, dice Lao-Tse con su escueto y críptico verbo, dando expresión a esta concepción clave del pensamiento oriental.

Es tal el nexo que une vida y muerte, que la luz que acertemos a proyectar sobre una determinará la luz que la otra reciba. Nuestra vida tendrá sentido en la medida en que seamos capaces de descubrir el sentido de nuestra muerte. Únicamente podré llenar de significación y sustancia mi vivir si soy capaz de dar significado a mi propio fallecer y morir. Saint-Exupéry supo expresarlo con palabras certeras: “Quien da un sentido a la vida, da un sentido a la muerte. ¡La muerte es tan dulce cuando está en el orden de las cosas!”. El hecho de que tenemos que morir es, según muchos poetas y filósofos del Oriente, lo que da grandeza, belleza y poesía a la vida humana. Opinión en la que coincide el pensador italiano Arturo Graf: se non fosse la morte, quasi non sarebbe poesia nella vita.

Puesto que la muerte es el horizonte ineludible de la vida, para descubrir el valor de la vida es necesario afrontar con valor la muerte. Quien acepta su propia muerte, sabrá aceptar también la vida con todas sus pruebas, contratiempos y sinsabores. Sólo se sabe vivir cuando se sabe morir. Por eso se vive hoy tan mal; por eso es la vida tan triste y angustiada, tan gris y monótona, tan falsa y superficial. Vivimos apegados a cosas sin valor auténtico, hundidos en lo material, preocupados por nimiedades y asuntos intrascendentes; por eso, cuando nos sorprenda la muerte, no estaremos preparados para afrontarla y nos pillará con las manos vacías; la afrontaremos con dolor y  temor.

“Oficio es el bien morir que conviene aprender toda la vida”, sentencia Fray Luis de Granada. Y sabido es que para Platón la filosofía, que él ve ante todo como una escuela de vida, se perfila como una “meditación sobre la muerte” y un “arte para aprender a morir”.

No hay mejor escuela para el bien vivir que la del bien morir, y viceversa. Únicamente quien bien ha vivido, quien ha sabido llenarla con buenas obras, podrá encontrar una buena muerte. De la misma forma que una buena muerte viene a ser la consumación y el broche de oro de una vida lograda. Un bel morir tutta la vita onora”, dice Petrarca. Es lo que demuestra de una manera ya indiscutible e imborrable, que la vida de la persona en cuestión fue bien aprovechada, vivida como es debido, a fondo y de forma fructífera, con rectitud y plenitud.

He aquí, pues, algunos de los tesoros de los que se ve privada una civilización que pretenda ignorar la muerte o darle la espalda. “¡Ay de la época que no comprenda ya el don de la muerte!” exclamaba Lacordaire, en clara referencia a la situación imperante en su siglo y que no ha hecho sino agravarse en nuestro tiempo.

Como primera exigencia para una vida sabia y rectamente vivida se impone la aceptación de la muerte: la muerte de mis seres queridos y mi propia muerte. Difícilmente podré gozar plenamente de mi vida si no respondo con un sí radical a ese hecho tremendo e irreversible que se cierne sobre ella como una amenaza cierta. Mi vida será inauténtica y quedará falseada, truncada, herida de muerte, si no me oriento hacia ese horizonte último y me preparo para ir a su encuentro.

Para vencer el miedo a morir que es natural en todo ser vivo y para verme libre del poder destructor y anulador de la muerte, de su acción anti-vida, tengo que empezar por reconciliarme con ella y aceptarla con todas sus consecuencias. Aceptarla ya, de antemano, antes de que ocurra. Es decir, pre-verla o verla con antelación, asumiéndola y afirmándola desde este mismo momento. Sólo si la acepto, podré comprender su significado y su sentido en la economía global de mi propio existir. Cuanto más la acepte, mejor la comprenderé. Y cuanto mejor la comprenda, más fácil me resultará aceptarla.

No adelanto nada con rebelarme contra el hecho de que tengo que morir, ni tampoco me sirve de nada el tratar de olvidar ese sino ineludible que pende sobre mí. Son éstas posturas muy poco inteligentes que me cierran la posibilidad de conectar con las fuentes de la vida y que sólo pueden hundirme en la angustia y la desesperación.

Sé que tengo que morir. Si lo acepto, si veo mi muerte como la meta o la cima de mi camino en este mundo, como el cumplimiento de mi misión terrena, mi muerte será la gozosa culminación de una gran empresa; podré vivir mi propio fallecimiento como una victoria. La muerte, como observa Michele Federico Sciacca, deja entonces de ser mirada como fatalidad, para ser vivida como destino. Se me aparecerá como el sello de mi vocación, su otra cara: la llamada de la Voz divina que me llamó a realizar una tarea heroica y que ahora me llama indicándome que ya está cumplida.

Por el contrario, si no acepto la idea de tener que fallecer, me hundo en el absurdo, en el sin-sentido. Carente de sentido, mi vida se volverá ininteligible, se convertirá en una tortura, en insoportable pesadilla, en delirio desgarrador, y acabará en una total derrota. Quien quiere evitar lo inevitable no hace sino acumular sobre sí más dolor. Se sume en el peor y más ilógico de los sufrimientos, que es el sufrimiento por el sufrimiento, el sufrir porque se sufre (rumiar el propio dolor y recrearse en él). El evitar el pensamiento de que uno tendrá algún día que abandonar este mundo y todo lo que en él tiene, hace aún más dolorosa esa pérdida y hace que se frustre el proyecto de vida que se intenta edificar sobre base tan inconsistente.

Jorge Manrique expresó en versos inigualables esta convicción, tan genuinamente cristiana y tan hondamente arraigada en el alma española:

Consiento en mi morir
con voluntad placentera
clara y pura, 
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera, 
es locura.

En el Zen se habla expresamente de “abrazar la muerte”. Es la íntima fusión de la vida con la muerte, unidas ambas en un todo indisociable, lo que, según el maestro Taisen Deshimaru, da al Zen su peculiar energía y vitalidad. La misma meditación en postura sedente, o za-zen, en la cual el individuo se sumerge en la profundidad del propio ser, ha de ser realizada, como enseña el citado roshi, actualizando la propia muerte o asumiendo la misma actitud que si uno estuviera muerto: “cuando haces za-zen entras en tu ataúd”; “el satori total está en nuestro féretro” (aclaremos que el satori es la experiencia suprema de la Iluminación o Liberación espiritual). Deshimaru no deja de resaltar que de tal hermanamiento entre vida y muerte brotan “un espíritu despierto y una gran fuerza física y moral en la vida cotidiana”.

Muy esclarecedora es la visión que nos ofrece la tradición hindú, donde nos encontramos con la figura de Kali, la negra diosa de la muerte, de apariencia tan tétrica y horripilante, a quien se representa blandiendo armas mortíferas y engalanada con un collar de calaveras. Pero, como enseña Ramakrishna, sólo para aquél que le da la espalda y trata de negar su poder se presenta Kali bajo un aspecto terrible y sanguinario; para quien la mira con devoción y acepta su poder, se revela como Madre amante, liberadora, dispensadora de toda clase de gracias y portadora de una dicha infinita.

La sabiduría hindú da a la muerte, personificada en el dios Yama, el título de Dharma-raja, “Rey del Dharma”, entendiéndose tal expresión como equivalente de “Rey servicial” o “Rey cumplidor”, pues es el poder que guarda la ley y vigila el cumplimiento del deber. Por su parte, Swami Sivananda, refiriéndose a la disciplina del Yoga, nos dice que éste tiene como propósito fundamental “ir al encuentro de la muerte con alegría y sin temor”.

Si sabemos mirarla con mirada limpia, veremos que la muerte no es una enemiga, sino una amiga, una fiel compañera que nos libera y nos abre la vía hacia la Luz. Como pone de relieve el japonés Kaiten Nukariya en una interesante obra en la que estudia el impacto de la doctrina Zen sobre el alma nipona, la muerte es un don para el hombre: “es una de las bendiciones por las que tenemos que estar agradecidos”. En la misma idea insistía Séneca cuando indicaba que la muerte no es escollo, como solemos pensar, sino puerto, lugar de paz y descanso. Y así lo asevera también Lao-Tse, para quien el morir significa “entrar en el descanso y la paz”. Mientras que el hombre vulgar, nos dice Lie-Tse, otro de los grandes místicos taoístas, no hace más que hablar de los placeres de la vida y “las angustias de la muerte”, al sabio no se le escapa que la vida es amarga y que “la muerte es el descanso”.

En todas las tradiciones se recomienda la meditación sobre la muerte como medio para prepararse a ir a su encuentro. El tenerla siempre presente, recordarla sin cesar, el pensar en ella con frecuencia, el anticiparla con la imaginación se considera el mejor procedimiento para vencerla y reconciliarse con ella.

“La continua y frecuente memoria de la muerte mucho ayuda para no temerla”, decía San Francisco de Borja. Y explicaba su afirmación argumentando que, así como las flechas menos peligrosas y las que menos hieren son las que se ven venir, del mismo modo poco podrán herir las flechas de la muerte a quien la observa viendo por dónde, cuándo y cómo pueden venir. Fenelón, el célebre arzobispo de Cambrai, sostiene que “la muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella”. Y en la misma idea coincide el poeta y pensador italiano Arturo Graf cuando afirma: “nada tiene que temer el hombre que habitualmente piensa en la muerte” (Nulla è da temere da uomo che pensi abitualmente alla morte).

La meditación sobre la propia muerte, sobre el propio cadáver o la propia tumba es una práctica hondamente arraigada en el Budismo desde los primeros tiempos. Y también en el Bushido, la vía espiritual de los samurais, la casta guerrera del Imperio del Sol Naciente, aparece el recuerdo de la muerte como una forma de alta ascesis, pues sólo así es posible la vida heroica asentada sobre el principio del honor. En una de las obras clásicas del Bushido se declara de forma tajante que el guerrero o bushi debe estar dispuesto a morir en cualquier momento, para lo cual es necesario que “la idea de la muerte esté impresa en la mente cada mañana y cada tarde”. El gran guerrero Kusunoki Masashige recomendaba a su hijo: “ten siempre la idea de la muerte presente en el ánimo”.

“Es bueno –sentencia el místico siux Alce Negro- tener ante nosotros un recordatorio de la muerte, pues nos ayuda a entender la impermanencia de la vida sobre esta tierra, y esta comprensión nos puede ayudar a preparar nuestra propia muerte”. Y recogiendo la inmensa sabiduría de aquellos pueblos nómadas de las praderas americanas, el mismo Alce Negro añade que el hombre que está bien preparado para la muerte es “el que sabe que él no es nada comparado con Wakan-Tanka, que lo es todo”. (Recordemos que Wakan-Tanka es uno de los nombres que los pieles rojas dan a Dios, “el Gran-Espíritu” o “Padre de lo alto”).

No se trata de regodearse morbosamente con la idea de que uno tiene que morir ni de cultivar actitudes negras o pesimistas, dando un tono fúnebre a la vida. Se trata simplemente de contemplar las cosas tal como son, de ver con objetividad, serenidad y realismo la realidad de la propia naturaleza mortal. Lo que se pide es simplemente mirar cara a cara a la muerte. Considerar el hecho del propio fallecimiento con claridad y valentía, pero también con ecuanimidad y serenidad, con lúcido y sobrio desapasionamiento, sin dramatismos ni arrebatos sentimentales de ninguna clase. En vez de quejarme, de entristecerme o lamentar la suerte aciaga que me espera, procurar comprender qué significa la muerte, penetrar el misterio que encierra, reflexionar sobre cómo puedo prepararme para afrontarla dignamente, qué he de hacer y cómo he de vivir para que cuando me llegue la hora postrera no lamente haber vivido ni tener que morir.

Vivimos y actuamos por lo general como si nuestra vida fuera a durar indefinidamente. Nos imaginamos la muerte como un suceso futuro, muy lejano, quizá por supuesto posible pero hoy por hoy poco probable, que de momento no nos afecta y que no tiene por qué preocuparnos. Estamos convencidos de tener a nuestra disposición toda una vida por delante, al menos 30 o 40 años, como algo seguro y casi estadísticamente garantizado.

Enfoque erróneo y poco realista, pues la muerte va inserta en el decurso mismo de la existencia. No es algo que vaya a ocurrir en un futuro más o menos lejano, diferido a un mañana que apenas se vislumbra. Está presente ya aquí y ahora, en este mismo momento actual que me parece tan vivo, tan real, tan ajeno a la muerte, tan rebosante de pujanza y vitalidad.

En realidad, no es que muramos en una determinada fecha y hora, sino que continuamente estamos muriendo. Se podría decir que cada día morimos un poco. Vivir es morir. Nuestra vida entera es un paulatino perecer y agotarse. De ahí que se pueda afirmar, con San Agustín, que “el hombre es más bien un muriente que un viviente”. Nacer es empezar a morir; crecer y adentrarse en la vida es seguir muriendo día tras día. Y todos estamos sometidos a tan fatal proceso, seamos o no conscientes de ello. Lo que ocurre es que unos morimos lentamente, mientras otros lo hacemos de forma más acelerada; unos, dándose cuenta, y otros, sin percatarse de ello, ignorándolo o sin querer saberlo.

Tal verdad se nos hace patente cuando de repente nos llega la noticia de que algún pariente, amigo o conocido ha muerto repentinamente o de que va a morir pronto, quizá en la flor de la juventud. Aunque enseguida olvidamos esta advertencia y no tardamos en volver a nuestros hábitos de inconsciencia, ligereza, irresponsabilidad e inmadurez. Pensamos que eso no nos va a pasar a nosotros. Preferimos pensar en otras cosas.

Si de repente me enterara de que me quedan tan sólo unas semanas o unos meses de vida, ¡cómo cambiaría mi manera de ver las cosas, todas las cosas! ¡qué de cosas pasarían a segundo plano y cuántas otras, que tenía relegadas u olvidadas, pondría en primera línea de mi atención! ¡con que intensidad saborearía cada hora, cada minuto, cada segundo que se me ofreciera! Llegaría con toda probabilidad a la conclusión de que no tengo tiempo que perder, que debo aprovechar hasta el último aliento para hacer todo el bien que pueda. Procuraría cumplir escrupulosamente con mi deber, hacer con el máximo cuidado todo cuanto tenga que hacer. Y me esforzaría también por dejar a los míos el mejor legado posible y también el mejor recuerdo.

Pues bien, esta es ni más ni menos la situación real en que todos nos hallamos si miramos las cosas con mirada objetiva y realista, tal como son. Todos tenemos los días contados. A cada uno de nosotros le quedan tan sólo unos cuantos meses de vida, sean pocos o muchos.

Por muy sólidas que parezcan mi salud y mi energía vital, quizá un día de estos se me diagnostique una enfermedad mortal o sufra un accidente que ponga fin a mi vida. ¿Podré encontrar mejor manera de emplear la poca vida que me queda que entregarme a la realización de la misión que la Providencia me asignó y tratar de arreglar mis cuentas conmigo mismo, con mi prójimo y con Dios? ¿No me dedicaré a prepararme para el momento decisivo? ¿No enfocaré mi vida hacia la Realidad suprema que me sustenta y me llama? ¿No la pondré a su servicio con total entrega?

Sabiendo que tu vida puede concluir en breve, empieza a esforzarte desde ahora mismo; cambia en ella todo lo que en ella haya de ser cambiado y proyéctala con sensatez y cordura, asentándola en lo imperecedero y lanzándola hacia lo que está más allá de la muerte, la Vida perdurable. Haz lo que esté en tu mano por dejar el mundo mejor de lo que lo encontraste; es decir, por aumentar en él la verdad, el bien, la belleza y la justicia. Procura legar una obra bien hecha, en el campo que sea, en aquel terreno que te corresponda y se ajuste a tu vocación y destino. Obra de tal suerte que por donde hayas pasado quede una estela luminosa.

Y cuando hablo de “obra bien hecha”, me refiero también, por supuesto, a esa obra que eres tú mismo. Trabaja sobre todo en la mejora, afinamiento y edificación de tu propia persona; pues sólo así podrá salir de tus manos una obra digna, ya que todo lo que hagas dependerá de lo que eres, y lo que hayas llegado a ser, gracias a tu buena acción o tu buena vida, es lo único que te podrás llevar contigo.

He aquí la actitud que habría que adoptar en la vida diaria. Deberíamos vivir el día de hoy como si fuera el último de nuestra vida. Con la misma disposición de ánimo como si dentro de unas horas tuviéramos que decir adiós a la vida. Es este un consejo en el que coinciden el Kempis cristiano y el Bushido japonés. “Por la mañana piensa que no llegarás a la noche, y por la noche no te prometas llegar a la siguiente mañana”, leemos en la Imitación de Cristo. “El samurai debe considerar cada día de su vida como el último”, recomienda un texto del Bushido del siglo XVII.

De los lamas tibetanos se cuenta que, al llegar la noche, tras haber vaciado su taza, la dejan boca abajo al lado de su lecho, como indicando que es posible que no la necesiten ya más, pues quizá no despierten al día siguiente. “Mañana o la próxima vida, nunca se sabe qué llegará primero”, reza un antiguo proverbio tibetano.

Pero para que esta sabia y serena actitud ante la muerte sea posible, es indispensable que nuestra vida se abra a la trascendencia. Es necesario que nuestra mente perciba el significado del acto de morir como tránsito hacia la Eternidad o, lo que viene a ser lo mismo, adquiera una clara conciencia de la inmortalidad del propio ser, arraigado en el Ser eterno y supremo.

Se ha ido imponiendo en nuestro tiempo la creencia de que la muerte significa la aniquilación total de la persona y que tras ella se extiende el pavoroso abismo de la nada. Palpable muestra de la indigencia intelectual en que se halla sumido el mundo actual.

Urge superar tan errada y deprimente visión, diametralmente opuesta a lo que la humanidad ha tenido siempre por cierto en todo tiempo y lugar, desde hace milenios. Visión que trae como consecuencia, además de la acentuación del horror a morir, una desvalorización de la vida y una total desmoralización, un afianzamiento del imperio de la trivialidad y la inmoralidad. Pues, como bien hace notar Julián Marías, si el hombre termina con la muerte, todo da igual, nada es importante, nada es sacro.

Aunque la muerte implique la destrucción de todo lo temporal y perecedero del ser humano, su realidad no se agota en la pura destrucción. Por encima de tal obra aniquiladora se revela como el paso a una forma más alta y plena de existencia. Supone el nacimiento a una nueva vida, una vida imperecedera que es “más que vida”, según la fórmula empleada por algunas doctrinas tradicionales. El acto de morir pone fin a la vida terrena, pero nos abre las puertas a la vida verdadera, a la vida eterna. Para decirlo con palabras de Sciacca, si vivir es morir, según antes veíamos, “morir es vivir más allá de la vida en el tiempo”. En este sentido, la sabiduría es “meditación no de la muerte, sino de la vida”.

Cuando yo muera, morirá mi individualidad contingente y condicionada, mi yo efímero, mi yo psico-físico (lo que algunas doctrinas orientales llaman “el pequeño yo”), pero no muere, porque no puede morir, porque es inmortal, mi personalidad espiritual o metafísica, mi Yo auténtico, esencial, eterno y trascendente (“el Gran Yo”). Perecen y se disuelven tanto mi cuerpo como mi psique o alma sensible; permanece, sin embargo, el Espíritu, el Alma de mi alma, mi propia mismidad o intimidad profunda, núcleo inmortal de mi ser, rayo de la Divinidad presente en el centro de mi mismo, “el reino de los Cielos que está dentro de mí”, para emplear la expresión evangélica.

Refiriéndose a la experiencia personal con la que, en su primera juventud, superó definitivamente el miedo a la muerte, Ramana Maharshi explicaba con las siguientes palabras la conclusión a la que había llegado como algo vivido y que se había impuesto a su conciencia con la absoluta certeza de una revelación: “Soy Espíritu que transciende al cuerpo. El cuerpo muere, pero el Espíritu que lo trasciende no puede ser tocado por la muerte. Esto quiere decir que soy el Espíritu inmortal, sin-muerte”.

Como certeramente apunta Sciacca, no muere la conciencia con la cual sabemos que morimos. Con la muerte, esa conciencia se ve libre de las limitaciones de la existencia temporal y se sitúa en un Presente intemporal que es pura Presencia del Logos divino.

Desde esta perspectiva, la muerte y la vida adquieren su pleno sentido. La muerte se nos aparece como “maestra benefactora de la vida”, según la calificara el Padre Nieremberg. La muerte, en efecto, me enseña y ayuda a vivir mejor, radicaliza y esencializa mi vida. Me hace volver la mirada hacia lo que en ella es esencial y me pone en contacto con las raíces más profundas de mi ser. Con razón describió Lao-Tse a la muerte como “retorno a la Raíz” o “volver al Origen”.

Sabiendo que voy a morir, y que dentro de poco ya no viviré, vivo más intensamente, con mayor hondura, seriedad y autenticidad, y también con mayor provecho y disfrute de cada instante que la Providencia me conceda. Por ello, bien puedo decir que la muerte me da la vida; pues alumbra mi vivir, lo ilumina y le da calidez, haciéndolo a la vez más vívido y vividero. Hace, en suma, que mi vida sea más vida.

Con tan profunda vivencia de la realidad de mi propio existir, una vez asimiladas todas estas verdades y transformada por completo mi actitud ante ella, la muerte llega a convertirse en la iluminadora y liberadora de mi vida, alcanzando así esa plenitud de significado y de inteligibilidad que abre las puertas a la felicidad.

Apurando cada momento con la conciencia de que quizá sea el último, me empeño con la máxima energía en la obra de construirme y de construir el mundo. Me consagro de lleno, con alegría y con generoso desprendimiento, a la tarea de ayudar a los demás y de cooperar al perfeccionamiento de la Creación divina. Vivo mi vida como misión sagrada y como un combate al servicio del Rey supremo, como una peregrinación hacia la Patria eterna, donde luce eternamente el Sol. Patria que, como bellamente indica Sciacca, “puede alcanzarse solamente pasando por este lugar de prueba y lucha, no contra la muerte, sino junto a ella, la acompañante fiel o persuasiva”.

Consciente de la proximidad de la muerte, que me espera y me acompaña, nada me puede resultar indiferente; todo me importa (aunque al mismo tiempo pierda esa importancia que suele dar a las cosas la perspectiva egoísta, pues ya nada me esclaviza ni obsesiona). Hasta el más ínfimo detalle cobra una especial significación y hasta la acción más modesta cobra un valor absoluto. Todo se transforma en fuerza de vida y razón para vivir. Todo me ayuda en el camino hacia la Vida.

Por Antonio Medrano