on Monday, December 16, 2013
La víspera de Reyes de hace 300 años en la preciosa casona del Fontanet, situada a caballo entre Monforte del Cid y Novelda que, aún hoy, conserva su señorío y buen estado de conservación, todo era bullicio y algarabía. El tiempo amenazaba lluvia y doña Violante se había puesto de parto. La noble señora había casado en segundas nupcias con Don Bernardo, también viudo, aportando entre los dos varios hijos a su nuevo estado, pero este pequeño que peleaba ahora por asomarse al mundo, era el primer hijo del actual matrimonio, ansiado y esperado con renovada ilusión en su madurez, y al que aún seguirían otros dos; Margarita y Bernardo, que habría de nacer ya fallecido su progenitor.

Las mujeres de la familia aguardaban pacientes en la planta baja rezando por el feliz desarrollo del parto, no sin dejar de probar las deliciosas rosquillas regadas con el oloroso anís de la casa. Los hombres apuraban sus cigarros en la espaciosa sala, ojeando a través de los balcones de hierro forjado el tiempo cambiante, y hablando de mil y un asuntos, mientras escuchaban el silbido del viento, el crepitar de la lumbre y las subidas y bajadas de las mozas con toallas, ungüentos varios y risas entrecortadas.

A pocos kilómetros de esas tierras duras del Vinalopó, las playas de Alicante veían embravecerse por momentos la mar Mediterránea en un cambio de humor inusitado. Ella de por sí tan serena, tan suave, tan calmada, parecía querer extenderse entre olas de romería por los campos cercanos hasta llegar a la casa solariega, para dejar su beso enamorado en la cuna de un niño, que ya hombre, se adentraría en sus aguas, marinero de soles y de lunas, descubridor de rutas y pescador de ensueños imposibles que, solo su inteligencia preclara unida a su constancia y dedicación absolutas, llegarían a convertir en realidad.

Pasó Jorge su niñez feliz y acomodada, le gustaba la gramática y por ella parecía que se iba a decantar, pero la vida tiene sus caprichos no siempre gratos y, al morir su padre prematuramente, fue su tío Cipriano, Caballero de la Orden de Malta, quien lo llevó con él a Zaragoza para que ingresara, con tan solo doce años en esa Orden religiosa y militar. Allí se formó durante cuatro largos cursos de esfuerzo y sacrificio que incluyeron su  embarque en galeras, emblemáticos navíos del mediterráneo que desde la batalla de Lepanto surcaban sus  aguas, costeando con maestría y facilitando el apresamiento de los piratas berberiscos que se multiplicaban por doquier en aquellos tiempos.

Al cumplir los dieciséis regresó a España y comenzó en Cádiz sus estudios en la Real Compañía de Guardias Marinas, reservada por aquel entonces a los nobles e hijosdalgos. Durante varios años recibió formación militar realizando prácticas de armamento, construcción naval y maniobras que combinaba con estudios de Matemáticas, Geometría, Trigonometría, Cosmografía, Náutica, Fortificación y Artillería, amenizados con clases de danza, esgrima e idiomas. ¡No podemos olvidar que estamos inmersos en pleno siglo de la Ilustración!

Aprobados las disciplinas correspondientes, Jorge embarcó en los buques de la Armada durante un largo período, participando en cuatro campañas contra los berberiscos; en la batalla de Liorna, en la reconquista de Orán y en la campaña de Napoleón. Fue entonces cuando decidió contra viento y marea, que la mar sería la más fiel y única compañera de vida, a la que amaría con devoción.

Una epidemia de tifus a punto estuvo de mandarlo al otro mundo cuando apenas contaba veinte años de edad, pero una vez restablecido, la mente inquieta y privilegiada del joven oficial de marina, espoleada por el ansia de saber, buceaba en los textos científicos con acendrada curiosidad. Si la mar era su pasión, la tierra y su mágico entorno de múltiples luminarias desconocidas ocupaba gran parte de su estudio y dedicación.

Por aquél entonces, y debido a que la hipótesis del inglés Newton del achatamiento de los polos terrestres comenzaba a ser fuertemente rebatida por los astrónomos franceses, la Academia de ciencias de Paris decidió tomar cartas en el asunto, ya que el exacto conocimiento de la forma y dimensiones de la tierra tenía un alto interés para la navegación y la cartografía, entre otras materias, por lo que propuso acometer dos expediciones. Para la primera, que había de llevarse a cabo en el Virreinato del Perú, hubo de solicitar del monarca español Felipe V autorización para enviar un equipo de expertos científicos galos que dieran comienzo a  los trabajos de medición de un gran arco de meridiano en la línea ecuatorial en América del Sur, en el actual Ecuador. Al tiempo que otra segunda se dirigiría a Laponia, para efectuar idénticos trabajos cerca del círculo polar procediendo a contrastar posteriormente ambos resultados.

Aceptó el monarca, a condición de que dos españoles se unieran al proyecto y, tras intensas deliberaciones, los guardiamarinas Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia fueron los elegidos. De esta manera nuestro alicantino partió de nuevo allende los mares, con la ilusión propia de los pocos años, y sin pensárselo dos veces, ignorando las penalidades que habría de soportar en un arduo trabajo de investigación, a menudo interrumpido por los requerimiento del Virrey para que Ulloa y él mismo se ocuparan de la defensa de las costas del Pacífico frente a los ataques de la flota inglesa. Cerca de nueve años duró este cometido, que sin duda fue el reto científico más relevante y original de mediados del siglo de las Luces, mientras que la expedición a Laponia apenas invirtió tres años y confirmaba la tesis de Newton de que la Tierra era, efectivamente, una esfera achatada por los polos.

A su regreso, habiendo informado al Marqués de la Ensenada de sus logros y, tras recibir el encargo del Ministro de escribir los nueve tomos de las “Observaciones Astronómicas y Phisicas, hechas de orden de su Magestad en los reynos del Perú. De las quales se deduce la figura, y magnitud de la Tierra, y se aplica a la navegación”, mientras que su compañero Ulloa se encargó de otros cuatro sobre la Relacion Historica,Geográfica y Etnográfica del Viage a la America Meridional, decidieron publicarlo de forma conjunta, aun antes de que los eruditos franceses terminaran sus informes y así, este episodio de la vida de Jorge Juan daría origen a la relación prolongada con el Marqués de la Ensenada, Consejero real y a la sazón ministro plural de Hacienda, Guerra y Marina e Indias, que supo ver en el joven investigador una serie de cualidades que sobrepasaban el terreno científico y marinero, lo que tendría una relevancia significativa en el desarrollo personal y profesional del insigne noveldense.

El preclaro Ensenada conocedor de que la Marina era la clave para el dominio colonial español y la defensa de las costas peninsulares ante los ataques británicos y franceses, puso las bases para la recreación de la armada española que, en la primera mitad del siglo XVIII, mostraba una situación penosa, sin apenas recursos y con buques insuficientes y envejecidos, e impulsó a su vez el comercio con las colonias de América. Decidido a acabar con el monopolio de Indias, y eliminar la abusiva corrupción del mundo colonial con una serie de reformas. Conocedor de que este empeño naval precisa para su desarrollo del conocimiento y la aplicación de cuantas novedades y adelantos técnicos circularan por Europa, sobre todo aquellos que tuvieran relación con la mejora y modernización de la Armada y de sus arsenales, solicitó la colaboración de Jorge Juan al que envía a Londres en una misión de auténtico espionaje industrial, para que recabe los informes pertinentes y conozca a fondo a los mejores técnicos navales del momento.

Como anticipándose a las obras de Le Carré el ilustre marino, ahora espía, contó en Londres con instrucciones secretas, textos cifrados, identidades falsas y toda una serie de artimañas y tretas con las que consiguió información detallada de las máquinas de vapor y planos completos de piezas de buques puesto que Juan había constatado que los barcos ingleses eran más ágiles y veloces, necesitaba aplicar a las naves patrias el estudio y conocimiento de las mismas elaborando un nuevo método de construcción de buques, fundamentado no sólo en la práctica sino en el cálculo matemático y en los principios de la Física aplicados al desplazamiento de los barcos en el agua.

En otro orden de cosas adquirió también matrices para elaborar tipos de imprenta, consiguió la fórmula del lacre, y hasta detalles técnicos de la fabricación del paño inglés. Adquirió libros e instrumental científico para el Colegio Imperial de Madrid; la Academia de Guardias Marinas de Cádiz; el Colegio de Cirugía de esa ciudad y otras varias instituciones. Pero su logro más audaz fue la contratación de técnicos y especialistas en construcción de buques y otros elementos, como jarcias o lonas, a quienes trasladó a España con sus familias, y con su ayuda escribió en Madrid el Nuevo método de construcción naval, en el que aplicó, además, sus conocimientos de mecánica, hidráulica y cálculo diferencial e integral.

Será con el resultado de esta exhaustiva investigación de Juan, como Ensenada proyecte y haga realidad la construcción de una flota española digna, con un aumento de más de 60 navíos de línea y 65 fragatas, y un incremento del Ejército de tierra en 186.000 soldados y de la Marina en 80.000.

En 1750 a su regreso de Gran Bretaña nuestro ilustre marino pasó unos años en Ferrol, Cádiz y Cartagena donde planeó y construyó distintos arsenales y constantes fueron sus viajes por toda la península, revisando yacimientos mineros, y complejos siderúrgicos que compatibilizaba desde 1751, con sus tareas de capitán de la Compañía de Guardias Marinas de Cádiz. Ya en 1753 creó, el Observatorio Astronómico gaditano, concebido como institución aneja a la Academia para el adiestramiento e instrucción de los cadetes.

El respaldo de Ensenada, otorgándole plenos poderes para dirigir la actividad docente de la Academia, permitió a Jorge Juan poner en práctica todas las reformas proyectadas, redactar e imprimir en ella nuevos manuales y textos científicos sin necesidad de obtener la censura previa, siendo su Compendio de Navegacion para el uso de los Cavalleros Guardias Marinas, publicado en 1757, el primer libro salido de dicha imprenta. Otras obras de nuestro sabio insigne fueron Disertacion sobre el meridiano de demarcacion entre los dominios de España y Portugal, también en colaboración con Ulloa. Noticias secretas de América, y su obra cumbre en dos volúmenes; Examen Maritimo Theórico Practico, o Tratado de Mechanica aplicada á la Construccion, Conocimiento y Manejo de los Navios y demas Embarcaciones. Todas ellas fueron conocidas y valoradas más allá de nuestras fronteras, lo que le valió ser nombrado miembro de distintas Academias de Alemania, Francia, Gran Bretaña y Suecia entre otras, mientras que, por fortuna, también fue profeta en su tierra y en 1754 se le nombró ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda; en 1765, académico honorario de la Academia de Agricultura de Galicia; al año siguiente embajador extraordinario ante el Sultán de Marruecos, firmando en 1767 el primer Tratado de Paz y Comercio que la Corona española establecía con un país musulmán, y ese mismo año alcanza el honor de ser nombrado miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

De regreso a la Corte, en 1770, fue nombrado director del Real Seminario de Nobles de Madrid, donde permaneció hasta su  cristiana y dolorosa muerte en 1773.

No abundan las referencias sobre la personalidad de Jorge Juan Santacilia, pero resultan enriquecedoras las consideraciones que hizo de él su discípulo Benito Bails pocos años después de su muerte  y que rezan así:

"Era de estatura y corpulencia medianas, de semblante agradable y apacible, aseado sin afectación de su persona y casa, parco en el comer, y por decirlo en menos palabras, sus costumbres fueron las de un filósofo cristiano. Cuando se le hacía una pregunta facultativa, parecía en su ademán que él era quien buscaba la instrucción. Si se le pedía informe sobre algún asunto, primero se enteraba, después meditaba, y últimamente respondía. De la madurez con que daba su parecer, provenía su constancia en sostenerlo. No apreciaba a los hombres por la provincia de donde eran naturales; era el valedor, cuasi el agente de todo hombre útil.”

En 1790 Carlos III, el mejor alcalde de Madrid, comenzó la fundación del Real Observatorio matritense que Jorge Juan había considerado imprescindible para el control del extenso imperio de ultramar. Convencido el rey de su utilidad, encargó la construcción de un telescopio reflector al astrónomo músico y descubridor del planeta Urano, el alemán William Herschel, así como el diseño del edificio que Villanueva acometió en las cercanías del Parque del Retiro, enviando a su vez a diferentes astrónomos a países como Francia y Gran Bretaña, cuyos observatorios llevaban en funcionamiento desde el siglo XVII, para que profundizaran en los conocimientos apropiados al futuro desempeño de sus funciones. Jorge Juan había conseguido así su último propósito, aun cuando ya no pudiera verlo.

Recientemente en Madrid y con motivo de los actos conmemorativos de su III Centenario, en el Cuartel General de la Armada, cerca de la calle que lleva su nombre y presidido por el Almirante General Jefe de Estado Mayor de la Armada, ha tenido lugar una hermosa ceremonia castrense en la que un puñado de civiles, hombres y mujeres de bien, han jurado lealtad hasta la muerte a la Bandera de España. En el emotivo Homenaje a los Caídos mientras se escuchaba en impactante silencio los acordes del himno “La muerte no es el final”, he recordado con lágrimas en los ojos a Jorge Juan Santacilia, el hombre sabio que abandonó sus tranquilas tierras alicantinas para, aliento tras aliento,  desprenderse de todo lo que  no fuera entregar su vida y obra al noble empeño de engrandecer su patria. 

Por Elena Méndel-Leite

Documentación:


on Wednesday, December 11, 2013
“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”. Nelson Mandela

Llanto y danzas, cantos y sollozos por la muerte de Nelson Rolihlahla Mandela (1918-2013). Un líder íntegro en sus principios, carismático en sus horizontes y valiente en los desafíos de la vida. Una personalidad que reflejaba sin alboroto ni algarabía lo esencial de la vida humana: la convivencia pacífica en el respeto mutuo, la libertad constructiva y la dignidad inviolable de la persona humana. Por encima de toda frontera étnica y geográfica, más allá de todo linde religioso y cultural. A pesar del abominable y atroz calvario de su vida Mandela cultivó en el silencio de su alma libre y compungida el sentido profundo de la reconciliación, del perdón y del amor. Fue capaz de desbaratar con sus iluminadoras palabras y vencer con sus elocuentes acciones los fáciles caminos de la violencia popular.

Del “amor a los enemigos” Mandela hizo la divisa genial de su esperada liberación el 11 de febrero de 1990. Tenía dos opciones en una Sudáfrica maltrecha y vapuleada por bestia infernal del apartheid: el camino de la guerra o la senda de la paz. Ante ese difícil, arriesgado y laborioso dilema personal, Mandela optó por la vía de la reconciliación y de la paz. Salió de prisión y era un hombre libre, no sólo físicamente hablando sino también interiormente. Como siempre lo había sido. Pero no abandonó el calabozo para arremeter contra sus infames perseguidores, como tantos lo esperaban, sino para construir con paciencia una sociedad nueva, democrática y libre en la que hubiera un espacio digno y vital para cada uno de sus miembros. No importa quienes fueran. Era una tarea ingente y piramidal. En un país que había sufrido los arañazos y golpes, la represión e crueldad de la más vil, infame y rabiosa discriminación.

Nada ni nadie consiguió arrebatarle el don inestimable de la libertad humana, plantada y enraizada profundamente en lo más íntimo de su ser. Ni la persecución, ni el dolor. Ni el aislamiento, ni la cárcel. Ni el desprecio, ni las amenazas, ni el racismo. Luchó con todas sus fuerzas para sobrevivir a la maldad, a la violencia, a la ira contra el enemigo.  Fue fiel a los sólidos, firmes e inquebrantables principios que habitaban su alma. No permitió que el mal, en sus múltiples y variadas expresiones, dañara sus profundas convicciones, empañara sus grandes ideales, dinamitara la vía dolorosa de la paz y la concordia. Era duro, complejo y peliagudo estrujar el odio y la rabia que se habían acumulado en millones de ciudadanos a lo largo de la historia. Era complicado poner en marcha cambios radicales y unir todas las energías a favor de la convivencia civil. Pero no había otra posible hoja de ruta en un país cuya realidad social y humana reflejaba el arco iris del cielo.

La otra opción era propagar la lacra de la violencia sectaria, ahondar en la vileza del odio racial, acabar en la vorágine de un  conflicto nacional sin vencedores ni vencidos. En calles y plazas. En ciudades, pueblos y aldeas. Una sociedad multirracial en la que los caudillos y mandarines más poderosos, férreos y aguerridos  dominarían con las armas y el mosquetón, la porra y el gatillo, los tanques y la cárcel. No con las herramientas de la democracia y la libertad, de la dignidad y la reconciliación, de la igualdad y el derecho. Sería fácil aullar como fieras en el campo, ladrar como perros en los patios, vociferar como enajenados en las calles, chillar como dementes en las plazas. Pero todo eso se convertiría en hueca y grisácea espuma popular. En esa línea nada se haría para medicar las fibras laceradas y curar las heridas infectadas de la sociedad sudafricana. El viejo y rojizo caldero de la discordia y la embestida, de la crueldad y la infamia, de la lucha y la contienda continuaría en ebullición perenne y amenazadora, peligrosa y descontrolada.

No cabía en la mente sagaz y aguda, lúcida y clarividente de Mandela que su propio país acabara siendo la fosa de la demencia social y la tierra del fuego racista. Corría el serio peligro de convertirse en el páramo de la miseria humana y el volcán de la insania política. Su gran espíritu de magnanimidad se fue forjando a través de sus luchas personales y tejiendo en los duros años en prisión. A pesar de su largo periplo en solitario, de sus reveses e infortunios familiares. Pero sobre todo, su coraje y valentía se templaron a través del combate sin tregua contra el horror, la esclavitud y la barbarie del apartheid. Mandela se convirtió en el gran héroe de la nación. No en el libertador populista de la arenga enfebrecida, las promesas grandilocuentes y el pisoteo rabioso de los adversarios políticos. Comenzó defendiendo la dignidad de los africanos negros y ahora defendía la dignidad de todos los sudafricanos. Un mosaico de colores, con todos los posibles significados, era el diseño ideal en la mente de Mandela. Con miles de gamas y talentos, de razas y pueblos, de orígenes y lenguas, de caras y aristas. Como los preciados, insustituibles y valiosos diamantes de Kimberley.

Mandela tuvo la valentía de deshacerse de las envenenadas redes de la venganza política para emprender la senda real en la que debía haber cabida para todos en base a la dignidad humana. Un camino arduo, difícil y peliagudo. Sembrado de pegas y obstáculos, barreras e insidias. Pero Mandela había atravesado ya el umbral del color, de la diversidad y del pluralismo para situarse en la esfera de la creación de un espacio de humanidad para todos. Blancos, negros, mestizos. Sin olvidar las lacerantes cicatrices y la memoria histórica de su nación. Aprendiendo las amargas y denigrantes lecciones de la historia para nunca jamás repetirlas en suelo sudafricano. En esa visión ideal poco importaba el mosaico de los colores, la configuración de las razas, los laberintos del pasado. Atrás quedaba el racismo visceral, la esclavitud cotidiana, la discriminación social. Todo ello había producido muerte y desolación, aflicción y sufrimiento. Mandela lo sintetizó con estas palabras: “Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo. Es entonces cuando él se transforma en tu compañero” Se requiere una colosal fuerza interior para desafiar el muro de las voces discordantes y enfrentarse a las críticas acerbas y mordaces de los ciudadanos. Para desafiar el furor rebelde, vengativo y desencajado de los que clamaban a pleno pulmón el desquite, la revancha y el ajuste de cuentas. Pero Mandela no estaba dispuesto a acuñar “la nueva moneda negra” de las represalias raciales para reemplazar “la vieja moneda blanca” del apartheid desalmado. Eso significaría volver a las tinieblas del pasado, destruir todavía más el país, fomentar el racismo con etiqueta diversa. El revanchismo político nunca orbitó ni anidó en su organigrama político de gran presidente africano. A pesar de que las autoridades racistas del país habían agrietado y desgarrado su vida durante largos años de acecho y desolación. El odio y la violencia contra sus feroces enemigos nunca se enquistaron en su alma.

El gran estadista sudafricano era conocido con el nombre familiar de “Madiba” en referencia a su clan de pertenencia de la etnia Xhosa. Luto nacional de diez días por uno de los hijos más famosos de África. Ha fallecido el implacable defensor de los derechos humanos, el icono global de la reconciliación, el gran conciliador de blancos, negros y mestizos de la nación sudafricana. Todos sin excepción, árabes y europeos, africanos y americanos, orientales y occidentales, norteños y sureños quieren honrar la memoria del  Mandela. La muerte de Mandela ha robustecido el espíritu acogedor y solidario del mundo. Con minutos de silencio en asambleas, parlamentos y senados. Los medios de comunicación, la prensa escrita y los documentales han enaltecido la vida, el coraje y las proezas del célebre líder sudafricano. Hasta la Bolsa de New York ha tomado un inusitado respiro. Ocurre por lo general en las grandes crisis económicas o en los vaivenes climáticos. Se ha parado de forma inusual la avalancha agobiante de las inversiones y el palabrerío ensordecedor de los agentes en memoria del prisionero más famoso de todos los tiempos. La del prisionero 46664, el número de Nelson Mandela en Robben Island. Las Naciones Unidas no han querido dejar pasar el conmovedor evento de su fallecimiento y han guardado un riguroso minuto de silencio en su honor y memoria. Por aquel a quien la misma Organización había declarado “terrorista”. Fue cuando Mandela fundó el comando Umkhonto we Sizwe (“Lanza de la Nación”) después de la Conferencia Pan-Africana de 1961.

La turbulenta historia relacionada con su trayectoria de vida tiene muchas luces y sombras. Mandela, él mismo lo repetía, “me caí y me levanté”. Se refería a sus propios bandazos, errores y decisiones. Todo lo resumía con la famosa frase, “no soy un santo”. Pasó 27 años en prisión de los cuales 18 en la infame prisión de Robben Island y el resto en otras cárceles sudafricanas. En Robben Island disponía de una celda de cemento de cuatro metros cuadrados. Fría, despiadada y gélida en invierno. Tórrida, sofocante y malsana en verano. Una isla utilizada por las potencias coloniales de Holanda y Gran Bretaña como hábitat de leprosos, locos y prisioneros. Mandela sufrió en su propia piel el escarnio malvado, la opresión cruenta y el desprecio cruento de la discriminación. No por motivos ideológicos y revolucionarios, sino sencillamente por ser lo que era: de piel negra. Sin tener culpa alguna de haber venido al mundo en un clan africano y en un grupo étnico también africano. Como nadie de los humanos ha podido hacerlo, tampoco Mandela eligió a sus padres, ancestros y antepasados. Tampoco había elegido el clan. Ni el color de la piel, ni el lugar de nacimiento, ni el año de su venida a Sudáfrica. Por lo tanto el racismo, en la aguda, lúcida y clara mente de Mandela,  era el símbolo del oprobio más infame, de la crueldad más perversa, en la barbarie más depravada. ¿Cómo era posible que él no pudiera ser, en su propia tierra, lo que la vida le había dado en su propia carne: ser madiba, negro y africano? ¿Por qué tenía que avergonzarse de lo que era? Su inquebrantable convicción personal, madurada en tantos años de silencio y aislamiento, le llevaba a una diáfana e irrevocable conclusión: luchar por la dignidad de los negros sudafricanos. Pero no con la ley del talión “ojo por ojo y diente por diente” contra los  blancos sudafricanos, sino con la grandeza de la reconciliación nacional.

Mandela nació en su pueblo natal de Mvezo. Una aldea insignificante, de poca monta y de pocos habitantes, en la región del Transkei. Allí bebió en las fuentes de las tradiciones tribales y la sabiduría de los ancianos. Le contaron la experiencia de los combates sin tregua contra la recalcitrante supremacía blanca. Pasaban el áspero y violento rodillo del odio por encima de la dignidad africana. ¿Por qué inculpar y discriminar,  atropellar y perseguir, someter y esclavizar a alguien a causa del color de su piel? Así de dura, pétrea y desconcertante era la razón profunda del racismo que Mandela, como tantos millones de sudafricanos, sentían en su propia carne. Por eso desde joven sentía el impulso arrollador de que los carteles de “blancos por un lado y negros por otro” tenían que desaparecer. Costara lo que costara, aún a costa de su propia vida. Así lo explicitó en el Juicio de Rivonia (Tribunal Supremo de Pretoria) el 20 de abril de 1964 durante el discurso de su defensa en el tribunal de justicia: “Yo he luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. Yo he valorado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas viven juntas en armonía y con iguales oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero conseguir. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir” Su famoso abogado defensor, Abram Louis Fischer (1908-1975), leal e incansable activista contra el apartheid, le había aconsejado eliminar ese parágrafo de su discurso. Pero Mandela, que lo había escrito durante quince días en la cárcel, se negó rotundamente a hacerlo. Era consciente del terrible riesgo que corría: acabar en el patíbulo. En vez de sentarse en el banquillo optó por ponerse en pie delante del tribunal que lo juzgaba. Con una lectura lenta, incisiva y pausada leyó todo lo que había preparado aislado y entre rejas. Le habían acusado de sabotear el Estado y de organizar una revolución violenta en Sudáfrica. Los medios a utilizar eran la conspiración del Congreso Nacional Africano (CNA), la lucha armada del movimiento militar Umkhonto we Sizwe (“Lanza de la Nación”) y la acción del Partido Comunista. El brío y el arrojo del discurso de Nelson Mandela quedarán para la posteridad como el símbolo luminoso de la defensa de la dignidad humana, no sólo de los africanos, sino de todo ser humano. Nelson Mandela demostró una vez más sus grandes cualidades de abogado y orador. Junto con su  compañero de ruta, Oliver Tambo (1917-1993), fueron los dos primeros abogados negros sudafricanos que se graduaron en derecho. Cursaron sus estudios en la Universidad de Witwantersrand, fundada en 1896 y que tiene como lema (Scientia et Labore).

La luminosa y excepcional figura de Madiba nos deja en herencia la pasión viva y singular de un hombre libre. Luchó con todo el tesón de sus fuerzas por la dignidad, el respeto y la concordia entre gentes, pueblos y razas. No lo hizo solamente con palabras vacías y acicaladas, ni tampoco con propuestas ideológicas y altisonantes. Lo consiguió con la admirable y tenaz arma de su conducta y de su vida. Una prodigiosa sinfonía de portada global con dos instrumentos inigualables: la palabra y la acción. Conoció el racismo recalcitrante y corrosivo desde sus años de estudiante. Huyó a Argelia y Etiopía para entrenarse en la lucha armada. Remó a contracorriente en las aguas turbulentas de su alma interior ante la tentación de volver de nuevo a las armas. Pero para Mandela esa era una vía impracticable a la que renunciaría libremente antes de abandonar la cárcel de la isla maldita. No era el hombre destinado a vivir del embrujo de  los mitos guerreros, del tablao de las ideologías utópicas, de la algarabía de la política torpe y cerril. Al contrario, su viaje terrenal fue un combate diario y constante por el derecho a la vida digna. La de todos, sin excepción alguna. Cada uno con el inestimable bagaje de su propio origen y cultura, de su lengua y religión, de su tradición e identidad. Después de la vida de Madiba el color de la piel ya no es lo más sagrado e importante, o no debería serlo, en la vida de los pueblos del planeta. Un duro y penoso adviento de días mejores, reflejado en una carta que escribió en abril de 1971 desde Robben Island: “A veces mi corazón no bate y se va parando por la tremenda carga de la espera”. En sus dolores y sueños encuentran hoy inspiración, fuerza y esperanza millones de habitantes de la tierra. Construyó una nueva calzada, tejió una nueva red, diseñó una nueva senda de luz para la humanidad. Porque la memoria de Madiba nadie jamás la borrará. A la profusión de las lágrimas por su muerte se suman también las sonrisas de felicidad por su vida. Ya no importa el color de la piel. 

Por Justo Lacunza Balda

on Monday, November 25, 2013
“Se encontraron las tinieblas
y fueron a tientas al mediodía
como si fuese de noche”
Job, V, 14.


En la España que ve asomarse con temor el final del año 2011 nadie parece ser capaz, o no quiere, juzgarse a sí mismo o a sus conciudadanos de acuerdo con criterios morales, y ello a pesar de que en lenguaje imperante de la corrección política, compartido por empresas, instituciones públicas y partidos, no deja de apelarse constantemente a los códigos éticos y de buenas prácticas de todo tipo, unos códigos de los que todo el mundo habla y en los que parece que nadie en realidad cree.

Y es que, en realidad, parece ser un sentimiento socialmente compartido que todo el mundo actúa persiguiendo sus propios intereses en un juego en el todo puede llegar a valer como estrategia, en el que todo se puede manipular a la hora de hablar para justificar cualquier postura, y en el que parecen haber desaparecido los hechos, puesto que, en nombre de unos principios supuestamente democráticos, se sostiene la idea de que todo el mundo tiene derecho a opinar lo que quiera de todo lo que desee, porque todas las opinones son sagradas e igual de respetables, no existiendo en realidad los hechos, ya que todo puede interpretarse de mil maneras distintas. No deja de ser curioso que, en un país en el que los medios de comunicación son cada vez menos libres y están cada vez mas condicionados por los intereses económicos y la sumisión a los poderes políticos, se quiera dar la impresión de que todo el mundo tiene acceso a una esfera de la opinión que en realidad ha dejado ya de existir, asfixiada por los lemas vacíos de los partidos políticos, los sofismas baratos de decenas de tertulianos y supuestos analistas que copan con éxito todos los medios de comunicación, dejando la verdad, la realidad y los hechos ocultos bajo la espesa capa del silencio.

Decía Thomas Jefferson en una carta a Edward Carrington del día 10 de enero de 1787: “si me dieran a elegir entre tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin un gobierno, no dudaría un instante en escoger lo segundo” (Gardner, 2011, p. 51). Tenía razón, pero al contrario que en su época lo que ahora ocurre en España y sus universidades es que los gobiernos y los periódicos son lo mismo, puesto que quienes ejercen el poder no sólo consiguen constantemente ahogar la opinión, sino ocultar la verdad.

En las universidades españolas del crepúsculo del año 2011 podríamos decir que son ciertas dos célebres frases: la del Qohelet, (9, 10), cuando este sabio judío afirmaba que “mucha sabiduría conlleva mucha aflicción y quien aumenta su conocimiento aumenta su dolor”, y la de un mujer judía alemana de fines del siglo XVIII, Rahel Varnhagen, que decía que: “la verdad es muy difícil de encontrar y además hay que ocultarla (Arendt, 2000).

Hoy, día 24 de noviembre del año 2011, se publica en la prensa una sorprendente noticia. En Afganistán, una mujer violada por un hombre casado es juzgada y acusada de adulterio, aunque puede redimir su pena casándose con su violador. Está claro que esta sentencia es una auténtica burla al derecho y a la dignidad humana, pero por desgracia el modo de razonar en que se basa es absolutamente habitual en nuestra sociedad y en nuestras instituciones. España no es Afganistán, a pesar de que, según se dice, sus tropas junto con muchas otras han conseguido instaurar allí una democracia y salvaguardar la libertad y los derechos humanos. En España no podría pasar esto porque difícilmente lo toleraría la opinión pública, a pesar de estar acostumbrada a escuchar algunas sorprendentes sentencias judiciales. Pero en España, en sus debates políticos, en sus medios de comunicación y en muchas de sus instituciones a veces se razona formalmente también así.

Si una mujer que se acuesta con un hombre casado es una adúltera, nuestra víctima lo es, claro está, si prescindimos de los hechos y las circunstancias y obviamos la violación, pero como la ley es la ley, si quiero puedo aplicarla utilizando una verdad a medias, porque así me conviene. En las formas actuales de la argumentación pública los hechos se utilizan parcialmente, de forma artera, cambiándose los argumentos en cada caso. Lo que vale para uno no vale para otro. Lo que dice un político sobre el mismo hecho cambia según esté en el gobierno o en la oposición y todo es revisable, opinable y manipulable, porque parece haber desaparecido el respeto a la verdad y todo parece haberse convertido en una ficción, en la que nadie es responsable de nada.

Decía Fréderic Bastiat que “el Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo” (“L’État”, en Journal des Débats, 25-IX-1848, p.3 9). Si era verdad en su época, cuando el Estado era muy pequeño en poder económico y político, ahora lo es aun mucho más en todas y cada una de sus partes. Y es que es un sentimiento compartido en España que todo se puede conseguir del Estado, siendo los destinatarios de sus beneficios los partidos políticos los empresarios y en menor medida los ciudadanos, a los que no deja nunca de recordárseles que están viviendo gracias al Estado del bienestar.

La política y las instituciones públicas españolas parecen ser sólo un campo de juego en el que sobreviven mucho mejor los tahures ventajistas, ya sean grandes o pequeños banqueros, empresarios pillados o no in fraganti en redes de corrupción, o simples maquiavélicos provinciales, locales o institucionales, cuyo mayor timbre de gloria es ser capaces de agotar toda su inteligencia en el tejido y destejido de redes y tramas económicas o institucionales de todo tipo.

En este mundo sobreviven los que se creen mejores por ser más capaces de maniobrar, y el único patrón moral que comparten es el logro de su éxito, ya que todos ellos se creen plenamente legitimados para moverse en un tablero de juego en el que ya nadie es responsable de los fracasos ni de los daños causados a los demás o a las instituciones públicas, puesto que los beneficios que cada cual se apunta siempre serán privados: sólo los daños son públicos y compartidos.

En la moral y el derecho son esenciales las nociones de responsabilidad y la de culpa. La responsabilidad y la culpa son básicamente individuales, pero pueden darse casos en los que surja una auténtica culpa colectiva, como cuando toda una nación o una sociedad, con su silencio, su cobardía y su complicidad facilita que se cometa un crimen de grandes dimensiones y consecuencias irreparables. Este fue el caso del Holocausto, tal y como señaló el filósofo alemán Karl Jaspers (Jaspers, 1947), quien acuñó el concepto de Schuldfrage o culpa colectiva del pueblo alemán, de sus jueces, militares, policías, médicos, empresarios, profesores y muchos ciudadanos de a pie que ampararon con su complicidad y su silencio, e incluso justificaron y negaron, una catástrofe de la que fueron espectadores y cómplices.

España no es Afganistán, y en ella no se está practicando un genocidio, claro está, pero sí que se está viviendo una gran crisis económica, social e institucional, una crisis en la que el primer muerto ha sido la verdad, de la que hasta ahora se decía que era la primera baja que se producía cuando estallaba una guerra real.

Y esa verdad desaparecida en el fragor de la crisis y silenciada por todos ha caído hace años en primera línea también en la universidad española, lo cual sería lógico si consideramos que no es más que un parte de la sociedad. Sin embargo, este caso es mucho más grave si tenemos en cuenta que en las universidades la verdad debe buscarse y enseñarse. Y aunque sin duda muchos siguen haciendo esto en su trabajo a nivel individual, sin embargo parece haberse dejado de hacer a nivel colectivo, es decir, en lo que se refiere a los discursos públicos que las universidades y sus gobernantes ofrecen sobre sí mismos.

La pérdida del respeto a la verdad, omnipresente en el discurso que la universidad ofrece sobre sí misma, va a la par de la idea de que en las universidades no hay ninguna responsabilidad institucional, ningún inocente y ningún culpable. Sus supuestos éxitos se exhiben al público con técnicas de marketing de vendedor de feria, sus fracasos se ocultan o se atribuyen a los demás: a los políticos, si son del partido contrario, a la economía, a la falta de interés de los estudiantes, a la incomprensión de la sociedad, etc.

En la universidad nadie es responsable de ningún fracaso. Si un rector deja su universidad endeudada hasta las orejas, la culpa será de un sistema de financiación insuficiente – cosa que ocurre en general a todos los endeudados, ya que sus gastos son mayores que sus ingresos -, pero los endeudados normales acaban viviendo en la calle, las empresas endeudadas van a la quiebra y sus trabajadores al paro. Sólo las universidades endeudadas en España pueden seguir proclamando en sus balances contables su absoluta falta de responsabilidad, pues sus rectores saben que sus sueldos seguirán asegurados y sus funcionarios – de momento- no van a ser despedidos.

La ausencia de responsabilidad y consecuentemente de culpa de quienes vienen gobernando las universidades españolas en las últimas décadas es más fácil de comprender si tenemos en cuenta que no son responsables de sus actos en el terreno económico, como ocurriría si dirigiesen empresas y las llevasen a la quiebra. Las universidades se rigen por el derecho administrativo, que cubre las responsabilidad personal en el ejercicio de la función pública, lógicamente excepto en los casos en los que se incurra en responsabilidad penal o en falta disciplinaria. Y como los rectores españoles – de acuerdo con la ley – son las más altas autoridades sancionadoras en el campo disciplinario de sus propias universidades, siendo sus resoluciones solo recurribles en la jurisdicción contencioso-administrativa, consecuentemente disfrutan de un gran margen de inmunidad, lo que explica la libertad que a veces pueden tomarse en el ejercicio de sus cargos, justificándose a veces todo lo que creen que pueden hacer en nombre de la autonomía universitaria (un derecho constitucional que debería amparar a las universidades frente a un control ideológico que curiosamente sus propios gobernantes intentan implantar cada vez más).

La sensación de impunidad que se vive en la universidad española es meramente subjetiva, porque en España sí que existe un estado de derecho que regula el ejercicio de la responsabilidad pública y privada cuando es sabido y llega a hacerse público el incumplimiento de las leyes. Con el fin de intentar evitar que esto llegue a producirse, quienes gobiernan intentan desesperadamente controlar la opinión pública en el seno de sus instituciones, e influir además en la opinión pública general a través de los políticos. En esta labor nuestros gobernantes académicos han sido unos auténticos maestros, intentando convencer a la sociedad española de que sin las universidades, tal y como ellos las conciben, el país entero se hundirá, razón por la cual se merecen continuar siendo financiados del mismo modo en un época de crisis global que en una de abundancia, lo que lleva a que reclamen que se amorticen sus cuantiosas deudas a costa de las arcas públicas.

Dicen nuestros rectores que las universidades crean el conocimiento y que el conocimiento es riqueza, por lo cual hay que poner en sus manos cada vez una riqueza mayor, ya que en manos de estos supuestos reyes Midas todo lo que toquen se convertirá en oro. Sin embargo ocultan, a pesar de que lo saben, pues son personas cultas, inteligentes y bien formadas – o al menos deberían serlo -, que eso que ellos tan machaconamente afirman no es verdad en modo alguno.

En contra de lo que parecen querer decir, se puede afirmar que no hay una clase de conocimiento – siempre convertible en dinero -, sino muchas, y un descubrimiento científico sólo creará riqueza si pasa a formar de un proceso productivo en el que alguien consigue que ese conocimiento con alguna aplicación técnica concreta funcione como parte de un capital empresarial. Pero para que eso sea cierto el conocimiento se tiene que convertir primero en propiedad de alguien, que será quien legitimamente obtenga beneficios de él. Y los propietarios de las empresas, en nuestro mundo, no son las comunidades académicas ni la sociedad en general, sino los empresarios, razón por la cual nuestras autoridades académicas los admiran cada vez más, aspirando en algunos casos a convertirse en uno de ellos, pero eso sí, sin dejar el seguro castillo de la función pública, desde el que predican sus alabanzas a favor del mercado libre y la empresa privada.

Las universidades españolas no sólo no crean riqueza, sino que básicamente la consumen, consumen la renta del Estado, y parecen creer que al Estado todo el mundo le puede dar, continua y legalmente, sablazos, aunque sólo muy pocos puedan hacerlo a gran escala. Las universidades españolas triplicaron su financiación para la investigación en el mismo periodo de tiempo en el que se gestó y estalló la burbuja inmobiliaria. Es cierto que no son responsables de ella, aunque se financiaron con la alegría de los fondos públicos que en parte esa burbuja generó, pero también lo es que no han sido ni serán capaces de crear otro tejido productivo alternativo gracias a su labor investigadora, para que se pueda absorber los millones de parados de un país en el que la mano de obra no cualificada aun sigue siendo esencial.

Del mismo modo, también es cierto que en su discurso las autoridades académicas confunden el conocimiento con las meras publicaciones en revistas científicas reconocidas (unas revistas que son un gran negocio para sus editores, nunca españoles, que sí son empresarios de verdad). Los universitarios españoles viven en gran parte al margen de la realidad y por ello confunden su sistema de honores académicos, al que han convertido en un suma y sigue de cientos de papers, con la acumulación de capital y riqueza en el mercado productivo, en el que no vivieron ni viven, y cuya implacable dureza sólo sabrán apreciar si algún día, para su desgracia, tienen que vivir en él. Mientras tanto se conformarán con seguir pidiendo dinero.

Pero en España llegó un momento en el que la renta pública se vio seriamente comprometida, en el que se alzaron unas amenazantes tinieblas y en el que nuestros sonámbulos académicos tuvieron que comenzar a andar a tientas en pleno día. Ese momento es ahora mismo. ¿Cómo están reaccionando ante él? Pues negando la realidad y siendo incapaces de ver que es básicamente su torpeza la causa de sus males, pues como decía el viejo Cicerón, “omnia malorum stultitia est mater” (Rhetorica ad Herennium, II, 2).

Nadie parece querer saber qué es lo que está pasando en la universidad española, la única institución del país en la que al parecer todo estaba bien. La institución que había conseguido desarrollar la más alta cota de autotestima colectiva en España, un país aficionado a denigrarse a sí mismo, por otra parte. Y es que ¿cómo puede pasar algo si todo estaba bien, si todos lo hacían todo bien, si todo lo malo venía de fuera? ¿Cómo es posible que en ese mundo perfecto y feliz en el que todo parecía estar tan bien para todos, aunque para algunos todo estuviese mucho mejor que para los demás, algo estuviese yendo mal? ¿Cómo es posible que en ese mundo en que muchos se sentían tan a gusto porque se sentían muy reconocidos en sus méritos y en algunos casos recompensados en sus bolsillos, oscuras nubes de tormenta amenazasen el horizonte? No podía ser posible, ya que por supuesto todos somos inocentes, no existe ningún culpable y nadie hizo nada mal, porque la responsabilidad y la culpa no existen. Nadie pudo casi nunca hablar de nada verdaderamente negativo, y por eso se llegó a creer que todo estaba marchando muy bien. Y eso fue posible gracias al gigantesco silencio colectivo que cubrió las universidades españolas a partir del primer mandato de J.L. Rodriguez Zapatero, sólo interrumpido esporádicamente por el eco de algunas palabras sueltas que apenas resonaban al caer en el pozo de ese silencio.

Pero lo cierto es que sí existen la responsabilidad y la culpa. En el mundo hay inocentes y culpables. Hay personas que toman decisiones y otras que sufren sus consecuencias, y si algo tendría que enseñar la universidad es a ver cómo ocurre eso en la realidad, cómo se puede analizar, cómo se puede prever, y si es posible corregir las consecuencias de los errores de quienes la gobiernan.

Situándonos en este punto de vista moral, que no es más que el de cualquier ciudadano consciente y de cualquier profesor responsable, a continuación pasaremos a enumerar las responsabilidades políticas y morales cuya dejación ha permitido que las universidades españolas hayan llegado a la situación en la que están en la víspera de su reconversión, transformación o remodelación.

En las universidades españolas han sido culpables y responsables colectivamente de su crisis:

1)- Los rectores, como máximos responsable académicos de cada universidad y del conjunto del sistema universitario español, por las razones siguientes:

a)- por olvidar que las universidades públicas, financiadas por el Estado, son un servicio público destinado a la formación de los ciudadanos, y consecuentemente que en ellas la función docente es prioritaria y esencial, teniendo que estar la función investigadora integrada en ella.

b)- por haber entrado en una competencia disparatada e irresponsable entre ellos a la hora de la implantación de titulaciones, cayendo en una lucha de todos contra todos y buscando como fin prioritario favorecer el crecimiento de su propia universidad a costa de todas las demás.

c)- por haber administrado de modo poco responsable sus ingresos, cayendo en el endeudamiento y considerando prioritarios gastos no esenciales, partiendo siempre del principio de que el dinero público es inagotable y que su institución es merecedora de grandes cotas de él.

d)- por primar los intereses de promoción académica personal del profesorado y los funcionarios frente a las necesidades reales del servicio, generando en muchos casos plantillas – sobre todo de profesores – hinchadas, desequilibradas entre áreas y campos y cada vez menos funcionales.

e)- por generar un discurso falso de la universidad como empresa, contradicho en su labor diaria por su propia formar de entender y gobernar a sus propias instituciones.

f)- por permitir, en aras de ese discurso, la progresiva intromisión de bancos y empresas en las universidades, favoreciendo los intereses de los mismos, que pueden ser legítimos, a costa de los de su propia institución.

g)- por hacer entrar a las universidades en todos los juegos políticos partidistas, favoreciendo las rivalidades locales, autonómicas o de otro tipo.

h)- por subordinar en algunos casos su cargo a su futura promoción política o empresarial, lo que pudo condicionar el ejercicio del mismo, aun respetando la legalidad de sus actuaciones.

i)- por crear a sabiendas sistemas de control enormemente costosos, pero ineficaces, concebidos por mimetismo con la empresa privada, y por destinar partidas presupuestarias cada vez mayores a ellos, junto con las plantillas de profesores y administrativos necesarios para ponerlos en funcionamiento.

j)- por admitir un doble discurso y una doble moral, en el que lo que se afirma por una parte se niega por otra, en aras de justificar unas situaciones de hecho y el mantenimiento de determinados sistemas de privilegios institucionales y personales.

k)- por haber asumido, alabado, ampliado y consolidado el discurso político y económico que hizo posible la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera, al someterse a los intereses particulares de los partidos y algunas empresas

l)- por contribuir a crear un ambiente general de control y asfixia de la opinión académica y generar sistemas de incentivos que favorecen la sumisión de profesores, funcionarios y estudiantes.

m)- por contribuir a generar, mantener e incrementar un caos normativo, del que son plenamente conscientes, pero que defienden porque amplía su libertad y capacidad de maniobra.

2)- Los profesores como colectivo son responsables y culpables.

a)- por haber abandonado su responsabilidad institucional y su espíritu critico.

b)- por avalar y justificar con su silencio colectivo la situación global de hecho.

c)- por su creencia de que expresarse de modo crítico – lo que es no solo su derecho, sino también su obligación – podría perjudicar su carrera profesional.

d)- por su sumisión a cualquier tipo de autoridad académica, racional o no.

e)- por su docilidad en admitir todo tipo de criterios de valoración de su investigación y su docencia, aun sabiendo que suelen ser arbitrarios y ajenos al desarrollo del verdadero conocimiento científico.

f)- por practicar una doble moral, siendo conscientes de todos los males de su institución pero admitiéndolos, comprendiéndolos y justificándolos bajo una sonrisa.

g)- por pretender buscarse soluciones personales dentro de sus universidades, en las empresas o en la política, pero sin dejar nunca sus puestos de funcionarios.

h)- por asumir una supuesta reforma de la docencia y la investigación sin denunciar sus defectos, de los que son plenamente conscientes.

i)- por hacer dejación de su responsabilidad institucional permitiendo la creciente ineficacia en el ejercicio del gobierno, y siendo conscientes y consintiendo que se esté produciendo la promoción de personas cada vez menos aptas.

j)- por renunciar a crear un discurso público alternativo y crítico sobre su institución, al contrario de lo que ocurre en los principales países desarrollados.

k)- por abandonar la solidaridad con sus compañeros y su institución, creyendo que cada uno de ellos podrá salvarse individualmente a costa de todos los demás.

l)- por asumir activa o pasivamente el seudo-discurso empresarial sobre la universidad creado por las autoridades académicas y políticas.

3)- El personal de administración y servicios como colectivo es responsable y culpable, aunque en mucha menor medida:

a)- por aceptar un juego sindical y profesional en el que la promoción individual puede llegar a hacerse al servicio de unos pocos y en contra de los intereses de su propia institución.

b)- por asumir pasivamente el discurso creado por las autoridades académicas y hacer dejación de sus responsabilidades como funcionarios públicos críticos y ciudadanos responsables.

c)- por permitir la degradación de la actividad sindical que ha llevado a convertir a los principales sindicatos en defensores acríticos de determinados intereses, en muchos casos, e instrumentos de promoción política de algunos de sus miembros.

4)- Los estudiantes como colectivo son responsables y culpables en menor medida:

a)- por hacer dejación de su función crítica.

b)- por entrar de buen grado en los juegos de intereses de profesores y autoridades académicas cuando participan en órganos colegiados de gobierno, a pesar de que acaban siendo, por lo general, víctimas de esos mismos juegos.

c)- por creer que su promoción como futuros profesores e investigadores en la propia universidad ha de hacerse a costa de los demás y mediante un mecanismo de sálvese quien pueda, favorecido por sus propios profesores.

d)- por admitir de modo ciego todo el discurso universitario sobre el valor de la investigación y la docencia, de las que se están beneficiando cada vez menos, debido a la degradación de las mismas.

e)- por su desinterés creciente por lo público y por su renuncia cada vez mayor a formarse para poder analizar la realidad de un modo crítico, lo que es su deber como ciudadanos y estudiantes universitarios.

f)- por aceptar cada vez con más resignación su propia falta de futuro y perspectivas de desarrollo profesional.

Han sido todos estos factores, todo este entrelazado juego de dejaciones y silencios, lo que ha hecho posible que la universidad española haya llegado a ser lo que es: una institución desestructurada hasta el caos, costosa, ineficaz y aislada del mundo real. Ha sido todo este juego el que ha permitido generar una institución tan aislada de la realidad que es incapaz de analizar el mundo del que es parte, que es totalmente acrítica e incapaz de analizarse a sí misma o comprender como álguien puede ver algún defecto en ella. Una universidad hecha por y para los profesores, muchas veces demasiado satisfechos de sí mismos, orgullosos de sus saberes y privilegios, a la vez que sumisos a cualquier tipo de autoridad, impotentes e inermes a la hora de poder analizar y enfrentarse a las evidentes amenazas que les vienen del mundo exterior.

Desde el seguro balcón de la universidad española, tanto quienes la gobiernan de su peculiar modo como los demás miembros que forman parte de ella, contemplan desde la resignación y el silencio culpables las amenazas de un mundo que ellos ya no entienden, y que quizás les haga saber, más pronto o más tarde, que a pesar de las antiguas apariencias y de los discursos mutuos de autocomplacencia que se han venido intercambiando los académicos y los políticos, en realidad a los universitarios tampoco casi nadie los apreciaba nada. Y por eso se podría dar el caso de que se llegase a prescindir de muchos de ellos, cuando quienes gobiernan de verdad el mundo real y quienes detentan el poder económico y el control de las riquezas consideren que muchos de esos orgullosos profesores ya no les son útiles. Entonces éstos encontrarán las tinieblas y andarán a tientas al mediodía como si fuese de noche.

Por José Carlos Bermejo BarreraLicenciado en Filosofía y Letras, Doctor en Geografía e Historia, Catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Santiago.

BIBLIOGRAFÍA

Arendt, Hannah (2000): Rahel Varnhagen. Vida una mujer judía, Barcelona, Lumen (New York, 1957).
Gardner, Howard (2011): Verdad, belleza y bondad reformuladas. La enseñanza de las virtudes en el siglo XXI, Barcelona, Paidós (New York, 2011).
Jaspers, Karl (1947): The Question of German Guilt, New York, Dial Press.

on Tuesday, October 29, 2013
Vivimos actualmente la crisis más grave que haya conocido la Humanidad. Son los tiempos oscuros del Kali-Yuga, la era tenebrosa que cierra todo un ciclo histórico y cósmico. Estamos ante una sociedad enferma, afectada por una incurable dolencia que se encuentra ya en su fase terminal.

El mundo, y en especial el mundo occidental, se halla hoy sumido en un proceso de hundimiento y decadencia que viene caracterizado por los siguientes rasgos: caos y desorden, anarquía (sobre todo en las mentes y las conciencias), desmadre y desbarajuste total, confusión y desorientación, inmoralidad y corrupción, desintegración y disgregación, descomposición, inestabilidad y desequilibrio (en todos los órdenes: tanto a nivel social como en la vida psicológica individual), ignorancia, ceguera espiritual, materialización y degradación de la vida, descenso del nivel intelectual y eclipse de la inteligencia, estupidez e idiotización generalizadas, demencia colectiva, ascenso de la vulgaridad y la banalidad. Por doquier se observa un fenómeno sísmico de ruina, destrucción, socavación y subversión, en el cual queda arrumbado y corroído todo aquello que da nobleza y dignidad al ser humano, todo cuanto hace la vida digna de ser vivida, mientras irrumpen fuerzas abisales que se recrean y complacen en esa oleada destructiva, amenazándonos con las peores catástrofes que haya podido imaginar la mente humana.

La crisis no es sólo económica, política o social, aunque esto sea lo más evidente a primera vista, lo que más llama la atención y de lo que se habla a todas horas en la prensa, en los telediarios y en las tertulias. La grave crisis que padecemos tiene raíces mucho más profundas de lo que solemos pensar. Es ante todo una crisis espiritual, una crisis humana, con hondas consecuencias intelectuales y morales. Es una crisis del hombre, que se halla desintegrado, angustiado, aplastado, hastiado, cansado de vivir, sin saber adónde ir ni qué hacer.

Es, por otra parte, una crisis que afecta a la existencia en su totalidad, incluso a la existencia natural y cósmica (como lo demuestra la crisis ecológica y la destrucción de la Naturaleza y el medio ambiente). No hay ningún aspecto o dimensión de la vida que escape a esta terrible crisis, a esta ola destructiva y demoledora de todo lo valioso. Todo se ve afectado por el desorden y el caos: la cultura, el arte, la filosofía, la medicina, la enseñanza, la religión, la familia, la misma vida íntima de los seres humanos.

Se pueden distinguir tres aspectos en este proceso de crisis total y ruina generalizada:

1. Ruina y destrucción de la Cultura
2. Ruina y destrucción de la Comunidad
3. Ruina y destrucción de la Persona

Podríamos decir, pues, que nos hallamos ante tres dimensiones de la crisis: una crisis cultural, una crisis social y una crisis personal. Tres formas o dimensiones de la crisis que repercuten de lleno en todos y cada uno de nosotros.

Son éstas tres formas de ruina y destrucción que se hallan íntimamente entrelazadas, no pudiendo analizarse ni solucionarse por separado. No se puede entender ninguna de ellas si no se consideran las otras dos. No se podrá dar respuesta a ninguno de tales procesos de ruina y demolición ni solucionar el mal que conlleva cada uno de ellos si se prescinde de los dos que lo acompañan.

Se trata de tres destrucciones que no son sino tres facetas de una misma y única destrucción: la destrucción de lo espiritual, la destrucción de lo humano. Es el resultado, en suma, de la persistente labor de zapa llevada a cabo por lo que los alemanes llaman der Ungeist, “el anti-espíritu”, “in-espíritu” o “des-espíritu”, esto es, la tendencia hostil a lo espiritual y trascendente, la negatividad operante, corrosiva y subversiva. La potencia más dañina y nefasta que podamos concebir, cuya acción se traduce en un socavamiento de toda espiritualidad y una total desespiritualización de la vida.

1. Ruina de la Cultura

La Cultura, que es todo aquello que eleva y ennoblece la vida del hombre (religión, filosofía, arte, música, poesía y literatura, ética y modales), se ve hoy día aplastada por la Civilización, entendida como el conjunto de las técnicas, los medios y los recursos que permiten a la Humanidad sobrevivir, defenderse de los peligros que la amenazan y mejorar su nivel de vida material (economía, organización política, ejército, burocracia, industria, transportes, medios de comunicación, hospitales, etc.).

La Civilización, que debe estar siempre al servicio de la Cultura, se ha erigido en dueña y señora, convirtiéndose en dominadora absoluta y poniendo a la Cultura a su servicio. Los factores, recursos y criterios civilizatorios, que van ligados a lo material, se han impuesto de modo omnímodo sobre los culturales y espirituales.

Se ha alterado así el orden y la jerarquía normal, con las funestas consecuencias que semejante desorden acarrea. La consecuencia más inmediata es la decadencia y ruina total de la vida cultural, que está en peligro de desaparecer por completo en Occidente ante la asfixiante presión del elemento civilizatorio. La Cultura se ve hoy obligada a mendigar como una pobre cenicienta despreciada y a pedir que le perdonen la vida, no quedándole otro remedio que refugiarse en las catacumbas.

En nuestros días la Cultura se halla amenazada por el avance de tres deplorables fenómenos hoy muy en boga, en alza y auge crecientes: la incultura (la ignorancia pura y simple, la falta de formación y el embrutecimiento desidioso), la subcultura (en la cual la vida cultural queda degradada al nivel de simple diversión, entretenimiento y espectáculo) y, lo que es más peligroso y nefasto de todo, la anticultura (esto es, la antítesis radical de la Cultura, al someter la actividad cultural a los criterios de un individualismo y un relativismo despiadados, con la consiguiente labor corrosiva, demoledora y desconstructora).

La anticultura, que va ligada a la expansión del nihilismo, se orienta frontalmente contra la Cultura, busca suplantar la genuina creación cultural por la producción de engendros ininteligibles y sin valor alguno, cuyo único impulso parece ser el afán de originalidad y el propósito rompedor. La creación cultural pasa a ser concebida como un activismo caótico y arbitrario que no debe ajustarse a normas de ningún tipo, que no debe ponerse metas de calidad y excelencia ni tiene por qué realizar ningún servicio a la comunidad y a los seres humanos. Así surge todo ese páramo demencial del “arte contemporáneo” que es en realidad antiarte, de la “poesía abstracta” que es en realidad antipoesía y de la “música de vanguardia” que es en realidad antimúsica. Igualmente nos encontramos con una antiarquitectura, una antifilosofía, una antieducación, una antimoral o antiética. Y, por supuesto, una antihistoria, o sea, una historia manipulada, falseada, hecha a base de mentiras, embustes y patrañas, así como de una descarada ocultación de los hechos reales que no interesa se conozcan.

Con ello se rompen todos los moldes de lo que durante milenios se había entendido por “cultura”. Y así vemos cómo se va haciendo imposible el surgir de una cultura auténtica, mientras son adulterados de manera desconsiderada e irrespetuosa los bienes culturales recibidos del pasado. Véase, como ejemplo, las representaciones grotescas, ridículas y estrafalarias, de obras clásicas de teatro y óperas de grandes compositores, con el pretexto de actualizarlas y modernizarlas; o también la pretensión de expurgar o corregir antiguas obras literarias y filosóficas, como la Divina Comedia de Dante, para ajustarlas a lo políticamente correcto.

Toda esta oleada anticultural no hace sino poner de relieve la alarmante crisis de valores que sufre el mundo actual. Una crisis de valores que se va agravando a medida que avanzan la incultura, la subcultura y la anticultura, con la irresponsable colaboración activa de intelectuales, artistas, museos, prensa y órganos de comunicación, gobiernos y promotores seudo-culturales, que con sus apoyos y subvenciones a la bazofia anticultural, y poniendo al servicio de la misma, para promocionarla e imponerla, todo su aparato propagandístico, están promoviendo en realidad la destrucción o desconstrucción de la Cultura.

La Cultura es un cosmos de valores. Toda cultura normal y auténtica está basada en los valores supremos de la Verdad, el Bien (o la Bondad) y la Belleza (que lleva asociada, como una derivación lógica y natural, la Justicia). La actividad cultural no tiene otro sentido ni otra misión que servir de cauce para la realización de tales valores, procurando ponerlos al alcance de los seres humanos para así elevar, dignificar y ennoblecer sus vidas.

La Cultura está al servicio de la Humanidad. Toda creación cultural ha de estar inspirada por un hondo sentido de servicio, ha de ser consciente de sus deberes, tanto hacia los principios y normas que deben guiarla como hacia los seres humanos a los que debe servir. Cuando un organismo social está sano y tiene una cultura vigorosa y saludable, va buscando la defensa y realización de lo verdadero, lo bueno, lo bello y lo justo. Y ello, como el mejor servicio que se pueda hacer a la persona humana, para contribuir a su realización integral.

En el proceso de ruina y decadencia que vivimos en el presente estas verdades elementales se han olvidado por completo, o mejor dicho, se ha decidido relegarlas al trastero de las antiguallas y las cosas inservibles. La Cultura ha dejado de cumplir con su deber y su misión. La pseudocultura imperante piensa que no tiene deber alguno que cumplir, que no tiene por qué servir a nada ni a nadie y, por supuesto, que no hay principio ni norma alguna a la que tenga que someterse. Para los individuos que encarnan y representan la anticultura actual sólo hay derechos: el derecho a expresarse, el derecho a hacer lo que les dé la gana, el derecho a producir cualquier cosa que se les ocurra (por muy dañina, ofensiva o repugnante que pueda ser), el derecho a pisotear todas las normas, todos los principios y todos los valores.

El resultado está a la vista de todos. Puesto que las Cultura es un orden de valores, la ruina y desmoronamiento de la Cultura tiene por fuerza que traducirse en una ruina y desmoronamiento de los valores. Así vemos cómo en la civilización actual va quedando totalmente trastocada, e incluso invertida, la escala normal de los valores. Los verdaderos valores (la nobleza, la fidelidad, la lealtad, el heroísmo, el honor, el sentido del deber y la responsabilidad, la honradez, el decoro, la valentía, etc.), que hacen que la vida adquiera sentido y permiten que los seres humanos vivan una vida libre y feliz, se ven sustituidos por los antivalores o contravalores. La Verdad, el Bien, la Belleza y la Justicia ceden quedan desplazados y arrinconados por la mentira, el mal (y la maldad), la fealdad y la injusticia.

2. Ruina de la Comunidad

El triunfo de la Civilización sobre la Cultura, el ilegítimo predominio de los elementos civilizatorios sobre los culturales y espirituales, lleva consigo la implantación de determinadas formas de vida y articulación social que, por distanciarse del orden normativo y romper los equilibrios naturales, resultan fuertemente lesivas para el normal desarrollo de la vida humana.

La vida decae o desciende desde la plenitud de lo comunitario hasta la existencia problemática y conflictiva de lo societario.

La Comunidad, que es la forma sana y normal de articulación social --con una estructura orgánica y jerárquica, basada en realidades naturales, unida por lazos afectivos y sólidos vínculos, asentada en firmes principios y valores espirituales--, ha quedado hoy día completamente destruida por los efectos disolventes del individualismo, el racionalismo y el materialismo, así como por las tendencias igualitarias y niveladoras que se han ido imponiendo en la sociedad occidental. Ese conjunto de tendencias, corrientes y fenómenos típicos de la era moderna han acabado demoliendo el armazón intelectual, ideal y moral sobre el que se asienta la vida comunitaria.

Como un proceso paralelo al que ha ocasionado el desmoronamiento de la Cultura y su aplastamiento por la Civilización técnica y material, la Comunidad ha ido retrocediendo y dejando el puesto a la Sociedad, entendida como mero conglomerado de intereses, carente de los lazos vivos que caracterizan a la vida comunitaria. Es la sociedad anónima, típica expresión civilizatoria: la sociedad desprincipiada, con estructura inorgánica, basada en abstracciones y unida por relaciones contractuales, tan frágiles como efímeras, cuando no por la fuerza y la coerción de un poder político dotado de un eficaz aparato burocrático y represivo.

El sistema societario tiende a socavar las realidades naturales en las que se apoya la vida humana para reemplazarlas por esquemas de inspiración racionalista, con lo cual la vida social queda empobrecida, desnaturalizada, confusa y seriamente tocada. Bajo este sistema el funcionamiento de la sociedad se halla completamente regido por construcciones, ideas y teorías abstractas, en extremo artificiosas, carentes de base real y natural, como el dinero, los bancos, la economía financiera, la Bolsa de valores, los partidos políticos y las formulaciones ideológicas. Todo queda supeditado y sacrificado a los impulsos, las decisiones y las directrices que emanan de semejante estructura hecha de abstracciones.

No es de extrañar que en el mundo actual, bajo la presión de las tendencias civilizatoria y societaria, las formas comunitarias vayan desapareciendo o atraviesen una grave crisis que las hace verse seriamente amenazadas. Todas ellas experimentan el mismo retroceso, el mismo proceso desintegrador, que parece anunciar su definitiva extinción: desde la familia a la empresa, desde la región a la comunidad nacional, desde la amistad (las relaciones amistosas) a las órdenes religiosas y las comunidades monásticas. Los esquemas societarios se van imponiendo de forma arrolladora en todas partes.

En la Comunidad priman los deberes sobre los derechos. Las personas que la integran (que no son meros individuos ni actúan como tales) dan más importancia a sus deberes que a sus derechos. Saben que los deberes que tienen hacia los demás y hacia la Comunidad en cuanto tal es lo que les permite realizarse como personas. En una civilización individualista, que pone un énfasis excesivo o casi exclusivo en los derechos, los deberes pasan a un segundo plano, si es que no desaparecen por completo. Hoy se habla incluso de “una sociedad sin deber”, considerando tal aberración como una gran conquista social e histórica, la cima de la evolución progresista de la Humanidad.

Si la Comunidad afirma, fomenta y cultiva todo lo que es calidad y cualidad, es decir, los elementos cualitativos de la existencia, que son aquellos que van ligados a los más altos valores, a lo esencial, espiritual y principial (los principios rectores, inspiradores y orientadores de la vida), la Sociedad da primacía absoluta a la cantidad, a los factores cuantitativos, al número y a lo cuantificable, a lo puramente material, a lo que se puede medir y pesar, comprar y vender. El mundo societario es el imperio de la cantidad: lo cuantitativo se impone por doquier. La cantidad y lo cuantitativo desplazan, relegan, asfixian, oprimen e incluso suprimen y eliminan todo lo que signifique calidad, elementos o factores cualitativos. De ahí que en el seno de la existencia societaria adquiera un especial relieve y un acusado protagonismo todo lo relacionado con la economía, con la actividad mercantil y productiva (así como su contrapartida consumidora o consumista).

Se impone y manda de forma absoluta la ley del número: la vida entera queda sometida al criterio numérico y gregario. Los factores que lo deciden todo y sojuzgan hasta el último resquicio vital son la contabilidad, la masa, la multitud, la muchedumbre, los colectivos, las mayorías, la producción masiva, lo descomunal, las macro-estructuras y macro-organizaciones, el gigantismo de construcciones y proyectos (edificios, empresas, estadios deportivos, aviones, buques), los grandes consorcios, las grandes cifras y los datos estadísticos. Al ser el imperio de la cantidad, el mundo societario y civilizatorio lo es también de la multiplicidad y la heterogeneidad, sin que exista ningún factor o principio unificador que armonice y coordine la pluralidad desorganizada y evite la dispersión de lo múltiple.

Si la Comunidad significa unidad, armonía, concordia y cordialidad, la Sociedad genera desunión, división, desarmonía, enfrentamiento y discordia. La Comunidad, al insertarse en el orden natural, al estar animada por el amor, al respetar las leyes de la vida y cultivar los factores cualitativos de la existencia, favorece la unión y la integración de los seres humanos. En la fase societaria, por el contrario, se acentúan las tendencias disolventes, disgregadoras y desintegradoras, se multiplican los conflictos y las tensiones: lucha de clases, enfrentamiento entre partidos y sectas, pugna entre sexos, hostilidad entre generaciones, conflictos raciales y étnicos. Se exalta la agresividad y la competitividad por encima de todo, se proclama la lucha contra la religión llegando incluso a la persecución religiosa. Los choques violentos y las acciones perturbadoras (huelgas, manifestaciones violentas, disturbios, revueltas, algaradas, motines, altercados callejeros, atentados, actos vandálicos, amenazas y agresiones) están a la orden del día.

Al distanciarse del orden natural, el sistema societario introduce fuertes desequilibrios que afectan tanto a la vida colectiva como a la vida íntima de los individuos. Al descuidarse o abandonarse el cultivo de los valores, que únicamente es posible en una auténtica Comunidad y en una verdadera Cultura, la vida social se ve desgarrada por una brutal efervescencia de toda clase de partidismos y sectarismos, de particularismos y separatismos. La existencia de los grupos sociales experimenta agudas conmociones anímicas, hábilmente atizadas por los demagogos y agitadores que proliferan en el clima societario. No hay nada en este clima inhóspito y enrarecido que permanezca estable, sereno, aquietado y en paz.

Únicamente en el sistema societario podría tener lugar el auge de fenómenos como el colectivismo, el capitalismo, el nacionalismo, el politicismo y el totalitarismo. Así, en el campo económico, que tanta importancia adquiere en dicho sistemas, la ruina de la Comunidad acarrea el despotismo del Capital, como mero instrumento de poder material, el cual por la propia lógica de las cosas, como visceral enemigo de la verdadera propiedad, acaba asfixiando y desplazando a la propiedad personal y comunitaria (comunal, gremial, etc.), lo que no hace sino contribuir a proletarizar amplias capas de la población. Algo semejante ocurre con la invasión de la política, que pretende afirmarse como valor supremo en la jerarquía de valores y que, por las tendencias centralistas y absorbentes del sistema societario, se enseñorea de todos los ámbitos de la existencia.

Al quedar privado del clima comunitario, que es el suelo natural sobre el que crece y se desarrolla la vida personal, pues ofrece orientación, apoyo, cobijo y protección, los seres humanos se encuentran desvalidos, alienados, anulados, extraviados, desconcertados, aislados y desorientados. Y como consecuencia, acaban siendo víctimas de fuerzas irracionales, negativas y caóticas, que el sistema societario no logra dirigir, frenar ni controlar, y, peor aún, ni siquiera acierta a entender. Y por supuesto, quedan a merced de los poderes fácticos que gobiernan y dominan la vida social, siendo manipulados y esclavizados mientras sus oídos son acariciados con bellos lemas sobre la libertad y los derechos humanos de que gozan gracias al sistema bajo el que viven.

En la dura jungla humana que es la atmósfera societaria nos vemos cada vez más sometidos a la tiranía de fuerzas, instancias, influencias y potencias anónimas que son radicalmente hostiles a la realidad humana y personal, y sobre las cuales no tenemos ni podemos tener ninguna influencia: la masa, las máquinas y los mecanismos, el dinero, la finanza internacional, los mercados, las ideologías, la propaganda y los medios de adoctrinamiento masivo, los poderes supra-nacionales, la tecnocracia, los potentes resortes de una opresiva estructura civilizatoria, la religión laica mundialista y la dictadura del pensamiento único (con su correspondiente aparato inquisitorial, su cohorte de intelectuales “orgánicos” y su eficacísima policía del pensamiento), la maquinaria burocrática y partitocrática; y, finalmente, como colofón y resumen de tan amplia panoplia, un sistema político-ideológico que trata de invadir y controlar todo, ahormando hasta la última parcela de la existencia.

Este anormal desarrollo, este ambiente inhumano, da lugar a toda clase de enfermedades psicosomáticas, así como al gran problema de las adicciones, que no hacen sino esclavizar más aún a los individuos. La ruina de la Comunidad y la imposición de los fríos esquemas societarios han hecho surgir asimismo esa especie de dolencia social que es la soledad, verdadero flagelo de la moderna civilización individualista. Basta leer el interesante libro de David Riesmans “La muchedumbre solitaria” (The lonely crowd), que contiene una lúcida y aterradora descripción de la sociedad norteamericana.

3. Ruina de la Persona

El ser humano no puede desarrollarse plenamente como persona sin la Cultura y sin la Comunidad. Necesita de ambas para gozar de una vida plena, sana, noble y digna, libre y feliz. He aquí tres conceptos que van inseparablemente unidos: Persona, Comunidad y Cultura. De la misma forma que se hallan ligados entre sí los tres conceptos antagónicos: Individuo, Sociedad (sociedad anónima o fenómeno societario) y Civilización (fenómeno o sistema civilizatorio).

Sin el apoyo, la protección y la savia nutricia que le brindan Cultura y la Comunidad resulta sumamente difícil que pueda darse la vida personal, lo que es tanto como decir la vida auténticamente humana. Quedando huérfano de esas dos fuerzas maternales y formativas, el ser humano está condenado a vivir encerrado en el mundo oprimente y problemático de la individualidad. Pero esta es la situación con la que nos encontramos en el actual clima societario y civilizatorio.

En la civilización materialista, anticomunitaria y anticultural, en la que vivimos nos encontramos con una auténtica ofensiva antipersonal: un ataque despiadado a todo lo que suponga vida personal, intimidad e interioridad, propia identidad, personalidad, carácter, autonomía y poder de decisión de la persona, ley y vocación propias (svadharma), dignidad y libertad interior del ser humano, relaciones interpersonales. La persona y el mundo de lo personal aparecen como el enemigo a abatir. Un escollo y obstáculo para la consolidación de lo que Hilaire Belloc llamaba “el Estado servil”; o sea, un escollo insalvable para la instauración de un régimen de general expropiación, de servidumbre y esclavitud.

El clima civilizatorio y societario es no sólo el reino de la cantidad; es también el reino del anonimato. Todo tiende a anonimizarse, si se me permite esta expresión; es decir, a perder fisonomía y perfiles personales. Avanzan y se imponen de modo tan implacable como imparable los procesos de despersonalización, masificación y gregarismo, proletarización (que se ve acentuada por la destrucción de la clase media que está ocasionando la actual crisis económica), deshumanización de las formas de vida y de las relaciones sociales, asfixia e incluso desaparición de la vida íntima, cosificación o reificación de los seres humanos, banalización y anulación de las personas, que son tratadas como cosas, que quedan convertidas en máquinas, en simples números o entes atomizados. Todo ello va, por supuesto, estrechamente ligado a la degradación de la Cultura y al avance de los procesos anticulturales y anticomunitarios de los que antes hemos hablado.

El mundo actual es un campo minado para lo personal y espiritual, sembrado de infinidad de auténticas minas antipersona (algunas manifiestas y bien visibles, otras muchas ocultas y no fáciles de detectar o localizar). Al sistema societario y a los poderes que lo controlan les interesan individuos sin personalidad, débiles de carácter, sin convicciones y sin vocación, sin raíces, sin una clara conciencia de la propia identidad y con una vida personal inconsistente, estúpidos, abúlicos y desmemoriados, pues son los que más fácilmente pueden ser manipulados y sometidos.

En lugar de la Persona, que es el ser humano guiado por unos firmes principios, comprometido en la conquista de valores y la realización de una misión vital, movido por una profunda vocación, con una actitud responsable y un alto sentido de servicio, se impone el individuo, el ser humano como entidad numérica, átomo social, un simple miembro del rebaño o de la horda, sin normas ni principios, desarraigado y sin vínculos, guiado por simples consideraciones egoístas o egocéntricas: hace lo que le da la gana, no tiene en cuenta más que su propia opinión y sus propios intereses.

Como apunta Denis de Rougemont, el individuo, que el Liberalismo ha erigido en ídolo, es “el hombre aislado, un hombre sin destino, un hombre sin vocación ni razón de ser, un hombre al cual el mundo no exige nada”. Y en la misma línea se expresa Emmanuel Mounier, para quien el individuo está en los antípodas de la Persona; pues “individualidad” significa dispersión y avaricia, afán de poseer y acumular, evasión y cerrazón, “multiplicidad desordenada e impersonal”. El individuo, por lo que a mi propio ser se refiere --añade Mounier--, es “la disolución de mi Persona en la materia”: objetos, fuerzas, actividades, influencias entre las que me muevo. Lo individual no es más que “una fragmentación de lo anónimo”.

La Comunidad va inseparablemente unida a la Persona, a la idea de Personalidad, entendida como el más alto ser y la esencia misma del sujeto humano. Personalidad y Comunidad son los dos polos en torno a los cuales se articula la vida humana cuando está en plena forma, cuando goza de salud y se halla en un estado de normalidad. La Sociedad, en cambio, tiene como contrapartida al individuo, en cuanto sujeto indiferenciado y anónimo, con una existencia pre-personal o sub-personal, cuya actividad vital tiende incluso a orientarse contra la vida personal y contra todo aquello que la hace posible. Mundo individual y mundo societario, individualidad y sociedad, se exigen recíprocamente, de la misma forma que se exigen y complementan entre sí Personalidad y Comunidad.

Esto es lo que nos encontramos en el mundo actual, la ley suprema que lo rige y que inspira la mentalidad del hombre de nuestros días. Es el imperio del individualismo, que lo corroe todo al proclamar que no hay nada por encima de la razón y la voluntad individuales, y que el valor supremo son los sacrosantos derechos del individuo (reales o ficticios), la libertad individual (que cada cual pueda hacer lo que se le antoje) y el libre juego de los intereses individuales.

Ni que decir tiene que el colectivismo, en sus más diversas formas (ya sea socialista, comunista, anarquista, feminista, ecologista, nacionalista, racista o de cualquier otro tipo) no es sino una derivación de semejante tendencia individualista, pues en su centro se halla siempre la divinización del individuo, aun cuando se trate del macro-individuo colectivo. Este radical y corrosivo individualismo, sea cual sea la modalidad que presente, es el que está llevando al abismo a Europa y al Occidente.

Construcción de la Persona

Cualquier intento de superar la decadencia actual y dar respuesta a la terrible crisis que sufrimos ha de iniciarse en el ámbito de la vida personal.

Aquí está la clave de todo. La construcción o regeneración de la Comunidad y de la Cultura debe empezar por la construcción del hombre, la edificación de la Persona. No será posible avanzar en la empresa regeneradora o revolucionaria constructiva y positiva mientras no se hay emprendido esta labor, ardua y exigente, pero al mismo apasionante, la más fascinante que pueda imaginarse.

La superación del actual desorden requiere, como primer paso, como condición imprescindible y sine qua non, la superación del desorden interno (e incluso externo) que cada cual porta en su propio vivir personal (que más bien es anti-personal o des-personal, pues resulta gravemente despersonalizante). Lo prioritario es la edificación y renovación de nuestra propia persona, la formación y articulación de nuestro propio mundo personal. Una tarea que hay que tomarse muy en serio y que nos afecta a todos sin excepción. En este sentido, constituye un imperativo de la mayor altura y relevancia el formarse, el cultivarse, el darse una buena y sólida cultura, el trabajarse de forma metódica y con una estricta disciplina.

Cobra aquí una importancia capital la Cultura como camino para la forja de la persona, como vía para la formación de un ser humano integral, como conjunto de medios que permite formar hombres y mujeres íntegros, cabales, dueños de sí mismos, capaces de afrontar su vida y su destino con dignidad, libertad y nobleza. Capaces asimismo de forjar un mundo mejor, por su sentido del deber, del honor y de la responsabilidad.

Pero la Cultura únicamente puede ejercer de forma plena y eficaz esa función formadora o edificadora de la Persona cuando es concebida de manera integral, holística y completa, como un todo que abarca al ser humano en su totalidad, en cuanto ser compuesto de cuerpo, alma y espíritu. No se puede desconocer ninguna de estas tres dimensiones del ser humano si queremos lograr nuestro pleno desarrollo personal, consiguiendo la unidad y la armonía en nuestra propia vida. La Cultura nos ayudará a dar unidad a esas dimensiones que conforman nuestro ser.

El trabajarnos y cultivarnos debería ser nuestra primera preocupación, pues ahí están los cimientos sobre los que luego construir un proyecto serio, digno de ser tenido en cuenta y que pueda verse coronado por el éxito.

Para poder arreglar los problemas de la sociedad, primero tendremos que haber arreglado nuestros propios problemas personales. Para hacer algo digno y valioso hay que empezar por poner orden en el propio caos y desequilibrio personal, superar la propia incultura y poner fin a la anarquía mental, intelectual y anímica (temperamental, emotiva, sentimental, instintiva) en que solemos estar instalados, generalmente con una considerable dosis de satisfacción y autocomplacencia (encantados de habernos conocido y creyéndonos superiores a los demás, considerándonos poco menos que la élite del futuro).

¿Qué vamos a poder construir, realizar o conquistar en el plano político o social si somos unos ignorantes, si tenemos graves problemas psicológicos, si padecemos una total falta de madurez y de solidez interna? ¿Qué podremos dominar o liderar, si nos dominan nuestras emociones, si somos esclavos de nuestros estados de ánimo y de nuestras pulsiones más elementales?

La falta de una adecuada formación, la carencia de esa formación integral a la que hemos aludido, es fuente de problemas de toda índole. Sobre todo de problemas y males que arrancan de la mente, que afectan al alma o psique individual, y que desgarran desde dentro al individuo, produciendo fatales secuelas que luego no pueden menos de proyectarse al entorno en el que uno se mueve. Aquí está el núcleo del problema con el que tantas veces nos topamos, la causa o raíz de tantos fracasos, de tantos abandonos, de tantas decepciones y de tantos conflictos.

Lo que falla siempre, en el fondo, es la persona, el individuo, el sujeto concreto. Y falla precisamente por no haberse hecho auténtica persona, por haber quedado en cuasi-persona, en persona fallida, en persona sin hacer o a medio hacer.

Quien adolece de falta de formación o cultivo personal, quien no se halla suficientemente formado o cultivado, no estará en modo alguno preparado para afrontar los difíciles retos que plantea un momento histórico sumamente crítico como este que actualmente atravesamos y, por ello, difícilmente podrá ser un elemento valioso en ninguna empresa de reconstrucción que requiera un especial empeño combativo. Una era tan problemática como esta del Kali-Yuga en que nos encontramos --y además en su fase álgida, más destructiva-- nos somete a tremendas tensiones, nos expone a grandes peligros y tentaciones, y nos obliga por tanto a un mayor esfuerzo formativo.

Si hablamos, por ejemplo, de reconstruir la Comunidad, hay que partir de una verdad incontestable: la verdadera Comunidad empieza por uno mismo. Si queremos avanzar hacia el ideal de la realidad comunitaria, tendremos que comenzar por construir nuestra propia realidad personal. No será posible construir nada mientas nuestra propia vida íntima esté desintegrada, empobrecida, sin cultivar y sin formar, vacía de valores y de contenido. Como decía Emanuel Mounier, es “imposible llegar a la Comunidad esquivando a la Persona, asentar la Comunidad sobre otra cosa que personas sólidamente constituidas”.

La Persona viene a ser una comunidad en pequeño, una micro-comunidad, de la misma forma que es un micro-cosmos. Debe estar articulada internamente como una auténtica comunidad: constituyendo un todo orgánico y jerárquico, guiado por sólidos principios y asentada en altos valores éticos, con unidad y armonía entre todas sus partes. Pero todo esto es inviable, completamente irrealizable, sin una paciente y profunda labor cultural, formativa y educadora (auto-educadora). Ya Platón nos enseñó que el hombre es un Estado, una República o una Polis, en escala reducida, que después ha de proyectar su propia constitución comunitaria personal al Todo que configura la comunidad política.

Si las cosas están hoy día muy mal, si discurren por cauces tan preocupantes y funestos, es en gran parte debido a nuestras propias deficiencias, a nuestros errores y defectos personales. Por nuestra incapacidad y nuestra deficiente cualificación, somos responsables de lo que está pasando y de lo que va a pasar. Si nuestra sociedad se desintegra, si España, Europa y el mundo llevan la marcha que llevan, es porque no hemos sabido maniobrar como es debido para contrarrestar tal evolución. Y si no hemos sabido hacerlo, si no hemos acertado a realizar la acción o actividad que serían necesarias, es porque nuestro estilo vital, nuestra manera de ser, de actuar y de comportarnos dejan mucho que desear.

Urge tomar conciencia de tal realidad y obrar en consecuencia, con el máximo rigor, con valentía y decisión. Hay que corregir todo cuanto tenga que ser corregido y aprender cuanto haya de ser aprendido. Tenemos que emprender la indispensable labor cultural, educativa y formativa de nosotros mismos si queremos tener un legítimo protagonismo en las vicisitudes de nuestra época, dar una respuesta adecuada a los problemas de la sociedad en que vivimos y cumplir con nuestro deber en el momento histórico presente.