on Monday, December 16, 2013
La víspera de Reyes de hace 300 años en la preciosa casona del Fontanet, situada a caballo entre Monforte del Cid y Novelda que, aún hoy, conserva su señorío y buen estado de conservación, todo era bullicio y algarabía. El tiempo amenazaba lluvia y doña Violante se había puesto de parto. La noble señora había casado en segundas nupcias con Don Bernardo, también viudo, aportando entre los dos varios hijos a su nuevo estado, pero este pequeño que peleaba ahora por asomarse al mundo, era el primer hijo del actual matrimonio, ansiado y esperado con renovada ilusión en su madurez, y al que aún seguirían otros dos; Margarita y Bernardo, que habría de nacer ya fallecido su progenitor.

Las mujeres de la familia aguardaban pacientes en la planta baja rezando por el feliz desarrollo del parto, no sin dejar de probar las deliciosas rosquillas regadas con el oloroso anís de la casa. Los hombres apuraban sus cigarros en la espaciosa sala, ojeando a través de los balcones de hierro forjado el tiempo cambiante, y hablando de mil y un asuntos, mientras escuchaban el silbido del viento, el crepitar de la lumbre y las subidas y bajadas de las mozas con toallas, ungüentos varios y risas entrecortadas.

A pocos kilómetros de esas tierras duras del Vinalopó, las playas de Alicante veían embravecerse por momentos la mar Mediterránea en un cambio de humor inusitado. Ella de por sí tan serena, tan suave, tan calmada, parecía querer extenderse entre olas de romería por los campos cercanos hasta llegar a la casa solariega, para dejar su beso enamorado en la cuna de un niño, que ya hombre, se adentraría en sus aguas, marinero de soles y de lunas, descubridor de rutas y pescador de ensueños imposibles que, solo su inteligencia preclara unida a su constancia y dedicación absolutas, llegarían a convertir en realidad.

Pasó Jorge su niñez feliz y acomodada, le gustaba la gramática y por ella parecía que se iba a decantar, pero la vida tiene sus caprichos no siempre gratos y, al morir su padre prematuramente, fue su tío Cipriano, Caballero de la Orden de Malta, quien lo llevó con él a Zaragoza para que ingresara, con tan solo doce años en esa Orden religiosa y militar. Allí se formó durante cuatro largos cursos de esfuerzo y sacrificio que incluyeron su  embarque en galeras, emblemáticos navíos del mediterráneo que desde la batalla de Lepanto surcaban sus  aguas, costeando con maestría y facilitando el apresamiento de los piratas berberiscos que se multiplicaban por doquier en aquellos tiempos.

Al cumplir los dieciséis regresó a España y comenzó en Cádiz sus estudios en la Real Compañía de Guardias Marinas, reservada por aquel entonces a los nobles e hijosdalgos. Durante varios años recibió formación militar realizando prácticas de armamento, construcción naval y maniobras que combinaba con estudios de Matemáticas, Geometría, Trigonometría, Cosmografía, Náutica, Fortificación y Artillería, amenizados con clases de danza, esgrima e idiomas. ¡No podemos olvidar que estamos inmersos en pleno siglo de la Ilustración!

Aprobados las disciplinas correspondientes, Jorge embarcó en los buques de la Armada durante un largo período, participando en cuatro campañas contra los berberiscos; en la batalla de Liorna, en la reconquista de Orán y en la campaña de Napoleón. Fue entonces cuando decidió contra viento y marea, que la mar sería la más fiel y única compañera de vida, a la que amaría con devoción.

Una epidemia de tifus a punto estuvo de mandarlo al otro mundo cuando apenas contaba veinte años de edad, pero una vez restablecido, la mente inquieta y privilegiada del joven oficial de marina, espoleada por el ansia de saber, buceaba en los textos científicos con acendrada curiosidad. Si la mar era su pasión, la tierra y su mágico entorno de múltiples luminarias desconocidas ocupaba gran parte de su estudio y dedicación.

Por aquél entonces, y debido a que la hipótesis del inglés Newton del achatamiento de los polos terrestres comenzaba a ser fuertemente rebatida por los astrónomos franceses, la Academia de ciencias de Paris decidió tomar cartas en el asunto, ya que el exacto conocimiento de la forma y dimensiones de la tierra tenía un alto interés para la navegación y la cartografía, entre otras materias, por lo que propuso acometer dos expediciones. Para la primera, que había de llevarse a cabo en el Virreinato del Perú, hubo de solicitar del monarca español Felipe V autorización para enviar un equipo de expertos científicos galos que dieran comienzo a  los trabajos de medición de un gran arco de meridiano en la línea ecuatorial en América del Sur, en el actual Ecuador. Al tiempo que otra segunda se dirigiría a Laponia, para efectuar idénticos trabajos cerca del círculo polar procediendo a contrastar posteriormente ambos resultados.

Aceptó el monarca, a condición de que dos españoles se unieran al proyecto y, tras intensas deliberaciones, los guardiamarinas Antonio de Ulloa y Jorge Juan y Santacilia fueron los elegidos. De esta manera nuestro alicantino partió de nuevo allende los mares, con la ilusión propia de los pocos años, y sin pensárselo dos veces, ignorando las penalidades que habría de soportar en un arduo trabajo de investigación, a menudo interrumpido por los requerimiento del Virrey para que Ulloa y él mismo se ocuparan de la defensa de las costas del Pacífico frente a los ataques de la flota inglesa. Cerca de nueve años duró este cometido, que sin duda fue el reto científico más relevante y original de mediados del siglo de las Luces, mientras que la expedición a Laponia apenas invirtió tres años y confirmaba la tesis de Newton de que la Tierra era, efectivamente, una esfera achatada por los polos.

A su regreso, habiendo informado al Marqués de la Ensenada de sus logros y, tras recibir el encargo del Ministro de escribir los nueve tomos de las “Observaciones Astronómicas y Phisicas, hechas de orden de su Magestad en los reynos del Perú. De las quales se deduce la figura, y magnitud de la Tierra, y se aplica a la navegación”, mientras que su compañero Ulloa se encargó de otros cuatro sobre la Relacion Historica,Geográfica y Etnográfica del Viage a la America Meridional, decidieron publicarlo de forma conjunta, aun antes de que los eruditos franceses terminaran sus informes y así, este episodio de la vida de Jorge Juan daría origen a la relación prolongada con el Marqués de la Ensenada, Consejero real y a la sazón ministro plural de Hacienda, Guerra y Marina e Indias, que supo ver en el joven investigador una serie de cualidades que sobrepasaban el terreno científico y marinero, lo que tendría una relevancia significativa en el desarrollo personal y profesional del insigne noveldense.

El preclaro Ensenada conocedor de que la Marina era la clave para el dominio colonial español y la defensa de las costas peninsulares ante los ataques británicos y franceses, puso las bases para la recreación de la armada española que, en la primera mitad del siglo XVIII, mostraba una situación penosa, sin apenas recursos y con buques insuficientes y envejecidos, e impulsó a su vez el comercio con las colonias de América. Decidido a acabar con el monopolio de Indias, y eliminar la abusiva corrupción del mundo colonial con una serie de reformas. Conocedor de que este empeño naval precisa para su desarrollo del conocimiento y la aplicación de cuantas novedades y adelantos técnicos circularan por Europa, sobre todo aquellos que tuvieran relación con la mejora y modernización de la Armada y de sus arsenales, solicitó la colaboración de Jorge Juan al que envía a Londres en una misión de auténtico espionaje industrial, para que recabe los informes pertinentes y conozca a fondo a los mejores técnicos navales del momento.

Como anticipándose a las obras de Le Carré el ilustre marino, ahora espía, contó en Londres con instrucciones secretas, textos cifrados, identidades falsas y toda una serie de artimañas y tretas con las que consiguió información detallada de las máquinas de vapor y planos completos de piezas de buques puesto que Juan había constatado que los barcos ingleses eran más ágiles y veloces, necesitaba aplicar a las naves patrias el estudio y conocimiento de las mismas elaborando un nuevo método de construcción de buques, fundamentado no sólo en la práctica sino en el cálculo matemático y en los principios de la Física aplicados al desplazamiento de los barcos en el agua.

En otro orden de cosas adquirió también matrices para elaborar tipos de imprenta, consiguió la fórmula del lacre, y hasta detalles técnicos de la fabricación del paño inglés. Adquirió libros e instrumental científico para el Colegio Imperial de Madrid; la Academia de Guardias Marinas de Cádiz; el Colegio de Cirugía de esa ciudad y otras varias instituciones. Pero su logro más audaz fue la contratación de técnicos y especialistas en construcción de buques y otros elementos, como jarcias o lonas, a quienes trasladó a España con sus familias, y con su ayuda escribió en Madrid el Nuevo método de construcción naval, en el que aplicó, además, sus conocimientos de mecánica, hidráulica y cálculo diferencial e integral.

Será con el resultado de esta exhaustiva investigación de Juan, como Ensenada proyecte y haga realidad la construcción de una flota española digna, con un aumento de más de 60 navíos de línea y 65 fragatas, y un incremento del Ejército de tierra en 186.000 soldados y de la Marina en 80.000.

En 1750 a su regreso de Gran Bretaña nuestro ilustre marino pasó unos años en Ferrol, Cádiz y Cartagena donde planeó y construyó distintos arsenales y constantes fueron sus viajes por toda la península, revisando yacimientos mineros, y complejos siderúrgicos que compatibilizaba desde 1751, con sus tareas de capitán de la Compañía de Guardias Marinas de Cádiz. Ya en 1753 creó, el Observatorio Astronómico gaditano, concebido como institución aneja a la Academia para el adiestramiento e instrucción de los cadetes.

El respaldo de Ensenada, otorgándole plenos poderes para dirigir la actividad docente de la Academia, permitió a Jorge Juan poner en práctica todas las reformas proyectadas, redactar e imprimir en ella nuevos manuales y textos científicos sin necesidad de obtener la censura previa, siendo su Compendio de Navegacion para el uso de los Cavalleros Guardias Marinas, publicado en 1757, el primer libro salido de dicha imprenta. Otras obras de nuestro sabio insigne fueron Disertacion sobre el meridiano de demarcacion entre los dominios de España y Portugal, también en colaboración con Ulloa. Noticias secretas de América, y su obra cumbre en dos volúmenes; Examen Maritimo Theórico Practico, o Tratado de Mechanica aplicada á la Construccion, Conocimiento y Manejo de los Navios y demas Embarcaciones. Todas ellas fueron conocidas y valoradas más allá de nuestras fronteras, lo que le valió ser nombrado miembro de distintas Academias de Alemania, Francia, Gran Bretaña y Suecia entre otras, mientras que, por fortuna, también fue profeta en su tierra y en 1754 se le nombró ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda; en 1765, académico honorario de la Academia de Agricultura de Galicia; al año siguiente embajador extraordinario ante el Sultán de Marruecos, firmando en 1767 el primer Tratado de Paz y Comercio que la Corona española establecía con un país musulmán, y ese mismo año alcanza el honor de ser nombrado miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

De regreso a la Corte, en 1770, fue nombrado director del Real Seminario de Nobles de Madrid, donde permaneció hasta su  cristiana y dolorosa muerte en 1773.

No abundan las referencias sobre la personalidad de Jorge Juan Santacilia, pero resultan enriquecedoras las consideraciones que hizo de él su discípulo Benito Bails pocos años después de su muerte  y que rezan así:

"Era de estatura y corpulencia medianas, de semblante agradable y apacible, aseado sin afectación de su persona y casa, parco en el comer, y por decirlo en menos palabras, sus costumbres fueron las de un filósofo cristiano. Cuando se le hacía una pregunta facultativa, parecía en su ademán que él era quien buscaba la instrucción. Si se le pedía informe sobre algún asunto, primero se enteraba, después meditaba, y últimamente respondía. De la madurez con que daba su parecer, provenía su constancia en sostenerlo. No apreciaba a los hombres por la provincia de donde eran naturales; era el valedor, cuasi el agente de todo hombre útil.”

En 1790 Carlos III, el mejor alcalde de Madrid, comenzó la fundación del Real Observatorio matritense que Jorge Juan había considerado imprescindible para el control del extenso imperio de ultramar. Convencido el rey de su utilidad, encargó la construcción de un telescopio reflector al astrónomo músico y descubridor del planeta Urano, el alemán William Herschel, así como el diseño del edificio que Villanueva acometió en las cercanías del Parque del Retiro, enviando a su vez a diferentes astrónomos a países como Francia y Gran Bretaña, cuyos observatorios llevaban en funcionamiento desde el siglo XVII, para que profundizaran en los conocimientos apropiados al futuro desempeño de sus funciones. Jorge Juan había conseguido así su último propósito, aun cuando ya no pudiera verlo.

Recientemente en Madrid y con motivo de los actos conmemorativos de su III Centenario, en el Cuartel General de la Armada, cerca de la calle que lleva su nombre y presidido por el Almirante General Jefe de Estado Mayor de la Armada, ha tenido lugar una hermosa ceremonia castrense en la que un puñado de civiles, hombres y mujeres de bien, han jurado lealtad hasta la muerte a la Bandera de España. En el emotivo Homenaje a los Caídos mientras se escuchaba en impactante silencio los acordes del himno “La muerte no es el final”, he recordado con lágrimas en los ojos a Jorge Juan Santacilia, el hombre sabio que abandonó sus tranquilas tierras alicantinas para, aliento tras aliento,  desprenderse de todo lo que  no fuera entregar su vida y obra al noble empeño de engrandecer su patria. 

Por Elena Méndel-Leite

Documentación:


on Wednesday, December 11, 2013
“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”. Nelson Mandela

Llanto y danzas, cantos y sollozos por la muerte de Nelson Rolihlahla Mandela (1918-2013). Un líder íntegro en sus principios, carismático en sus horizontes y valiente en los desafíos de la vida. Una personalidad que reflejaba sin alboroto ni algarabía lo esencial de la vida humana: la convivencia pacífica en el respeto mutuo, la libertad constructiva y la dignidad inviolable de la persona humana. Por encima de toda frontera étnica y geográfica, más allá de todo linde religioso y cultural. A pesar del abominable y atroz calvario de su vida Mandela cultivó en el silencio de su alma libre y compungida el sentido profundo de la reconciliación, del perdón y del amor. Fue capaz de desbaratar con sus iluminadoras palabras y vencer con sus elocuentes acciones los fáciles caminos de la violencia popular.

Del “amor a los enemigos” Mandela hizo la divisa genial de su esperada liberación el 11 de febrero de 1990. Tenía dos opciones en una Sudáfrica maltrecha y vapuleada por bestia infernal del apartheid: el camino de la guerra o la senda de la paz. Ante ese difícil, arriesgado y laborioso dilema personal, Mandela optó por la vía de la reconciliación y de la paz. Salió de prisión y era un hombre libre, no sólo físicamente hablando sino también interiormente. Como siempre lo había sido. Pero no abandonó el calabozo para arremeter contra sus infames perseguidores, como tantos lo esperaban, sino para construir con paciencia una sociedad nueva, democrática y libre en la que hubiera un espacio digno y vital para cada uno de sus miembros. No importa quienes fueran. Era una tarea ingente y piramidal. En un país que había sufrido los arañazos y golpes, la represión e crueldad de la más vil, infame y rabiosa discriminación.

Nada ni nadie consiguió arrebatarle el don inestimable de la libertad humana, plantada y enraizada profundamente en lo más íntimo de su ser. Ni la persecución, ni el dolor. Ni el aislamiento, ni la cárcel. Ni el desprecio, ni las amenazas, ni el racismo. Luchó con todas sus fuerzas para sobrevivir a la maldad, a la violencia, a la ira contra el enemigo.  Fue fiel a los sólidos, firmes e inquebrantables principios que habitaban su alma. No permitió que el mal, en sus múltiples y variadas expresiones, dañara sus profundas convicciones, empañara sus grandes ideales, dinamitara la vía dolorosa de la paz y la concordia. Era duro, complejo y peliagudo estrujar el odio y la rabia que se habían acumulado en millones de ciudadanos a lo largo de la historia. Era complicado poner en marcha cambios radicales y unir todas las energías a favor de la convivencia civil. Pero no había otra posible hoja de ruta en un país cuya realidad social y humana reflejaba el arco iris del cielo.

La otra opción era propagar la lacra de la violencia sectaria, ahondar en la vileza del odio racial, acabar en la vorágine de un  conflicto nacional sin vencedores ni vencidos. En calles y plazas. En ciudades, pueblos y aldeas. Una sociedad multirracial en la que los caudillos y mandarines más poderosos, férreos y aguerridos  dominarían con las armas y el mosquetón, la porra y el gatillo, los tanques y la cárcel. No con las herramientas de la democracia y la libertad, de la dignidad y la reconciliación, de la igualdad y el derecho. Sería fácil aullar como fieras en el campo, ladrar como perros en los patios, vociferar como enajenados en las calles, chillar como dementes en las plazas. Pero todo eso se convertiría en hueca y grisácea espuma popular. En esa línea nada se haría para medicar las fibras laceradas y curar las heridas infectadas de la sociedad sudafricana. El viejo y rojizo caldero de la discordia y la embestida, de la crueldad y la infamia, de la lucha y la contienda continuaría en ebullición perenne y amenazadora, peligrosa y descontrolada.

No cabía en la mente sagaz y aguda, lúcida y clarividente de Mandela que su propio país acabara siendo la fosa de la demencia social y la tierra del fuego racista. Corría el serio peligro de convertirse en el páramo de la miseria humana y el volcán de la insania política. Su gran espíritu de magnanimidad se fue forjando a través de sus luchas personales y tejiendo en los duros años en prisión. A pesar de su largo periplo en solitario, de sus reveses e infortunios familiares. Pero sobre todo, su coraje y valentía se templaron a través del combate sin tregua contra el horror, la esclavitud y la barbarie del apartheid. Mandela se convirtió en el gran héroe de la nación. No en el libertador populista de la arenga enfebrecida, las promesas grandilocuentes y el pisoteo rabioso de los adversarios políticos. Comenzó defendiendo la dignidad de los africanos negros y ahora defendía la dignidad de todos los sudafricanos. Un mosaico de colores, con todos los posibles significados, era el diseño ideal en la mente de Mandela. Con miles de gamas y talentos, de razas y pueblos, de orígenes y lenguas, de caras y aristas. Como los preciados, insustituibles y valiosos diamantes de Kimberley.

Mandela tuvo la valentía de deshacerse de las envenenadas redes de la venganza política para emprender la senda real en la que debía haber cabida para todos en base a la dignidad humana. Un camino arduo, difícil y peliagudo. Sembrado de pegas y obstáculos, barreras e insidias. Pero Mandela había atravesado ya el umbral del color, de la diversidad y del pluralismo para situarse en la esfera de la creación de un espacio de humanidad para todos. Blancos, negros, mestizos. Sin olvidar las lacerantes cicatrices y la memoria histórica de su nación. Aprendiendo las amargas y denigrantes lecciones de la historia para nunca jamás repetirlas en suelo sudafricano. En esa visión ideal poco importaba el mosaico de los colores, la configuración de las razas, los laberintos del pasado. Atrás quedaba el racismo visceral, la esclavitud cotidiana, la discriminación social. Todo ello había producido muerte y desolación, aflicción y sufrimiento. Mandela lo sintetizó con estas palabras: “Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo. Es entonces cuando él se transforma en tu compañero” Se requiere una colosal fuerza interior para desafiar el muro de las voces discordantes y enfrentarse a las críticas acerbas y mordaces de los ciudadanos. Para desafiar el furor rebelde, vengativo y desencajado de los que clamaban a pleno pulmón el desquite, la revancha y el ajuste de cuentas. Pero Mandela no estaba dispuesto a acuñar “la nueva moneda negra” de las represalias raciales para reemplazar “la vieja moneda blanca” del apartheid desalmado. Eso significaría volver a las tinieblas del pasado, destruir todavía más el país, fomentar el racismo con etiqueta diversa. El revanchismo político nunca orbitó ni anidó en su organigrama político de gran presidente africano. A pesar de que las autoridades racistas del país habían agrietado y desgarrado su vida durante largos años de acecho y desolación. El odio y la violencia contra sus feroces enemigos nunca se enquistaron en su alma.

El gran estadista sudafricano era conocido con el nombre familiar de “Madiba” en referencia a su clan de pertenencia de la etnia Xhosa. Luto nacional de diez días por uno de los hijos más famosos de África. Ha fallecido el implacable defensor de los derechos humanos, el icono global de la reconciliación, el gran conciliador de blancos, negros y mestizos de la nación sudafricana. Todos sin excepción, árabes y europeos, africanos y americanos, orientales y occidentales, norteños y sureños quieren honrar la memoria del  Mandela. La muerte de Mandela ha robustecido el espíritu acogedor y solidario del mundo. Con minutos de silencio en asambleas, parlamentos y senados. Los medios de comunicación, la prensa escrita y los documentales han enaltecido la vida, el coraje y las proezas del célebre líder sudafricano. Hasta la Bolsa de New York ha tomado un inusitado respiro. Ocurre por lo general en las grandes crisis económicas o en los vaivenes climáticos. Se ha parado de forma inusual la avalancha agobiante de las inversiones y el palabrerío ensordecedor de los agentes en memoria del prisionero más famoso de todos los tiempos. La del prisionero 46664, el número de Nelson Mandela en Robben Island. Las Naciones Unidas no han querido dejar pasar el conmovedor evento de su fallecimiento y han guardado un riguroso minuto de silencio en su honor y memoria. Por aquel a quien la misma Organización había declarado “terrorista”. Fue cuando Mandela fundó el comando Umkhonto we Sizwe (“Lanza de la Nación”) después de la Conferencia Pan-Africana de 1961.

La turbulenta historia relacionada con su trayectoria de vida tiene muchas luces y sombras. Mandela, él mismo lo repetía, “me caí y me levanté”. Se refería a sus propios bandazos, errores y decisiones. Todo lo resumía con la famosa frase, “no soy un santo”. Pasó 27 años en prisión de los cuales 18 en la infame prisión de Robben Island y el resto en otras cárceles sudafricanas. En Robben Island disponía de una celda de cemento de cuatro metros cuadrados. Fría, despiadada y gélida en invierno. Tórrida, sofocante y malsana en verano. Una isla utilizada por las potencias coloniales de Holanda y Gran Bretaña como hábitat de leprosos, locos y prisioneros. Mandela sufrió en su propia piel el escarnio malvado, la opresión cruenta y el desprecio cruento de la discriminación. No por motivos ideológicos y revolucionarios, sino sencillamente por ser lo que era: de piel negra. Sin tener culpa alguna de haber venido al mundo en un clan africano y en un grupo étnico también africano. Como nadie de los humanos ha podido hacerlo, tampoco Mandela eligió a sus padres, ancestros y antepasados. Tampoco había elegido el clan. Ni el color de la piel, ni el lugar de nacimiento, ni el año de su venida a Sudáfrica. Por lo tanto el racismo, en la aguda, lúcida y clara mente de Mandela,  era el símbolo del oprobio más infame, de la crueldad más perversa, en la barbarie más depravada. ¿Cómo era posible que él no pudiera ser, en su propia tierra, lo que la vida le había dado en su propia carne: ser madiba, negro y africano? ¿Por qué tenía que avergonzarse de lo que era? Su inquebrantable convicción personal, madurada en tantos años de silencio y aislamiento, le llevaba a una diáfana e irrevocable conclusión: luchar por la dignidad de los negros sudafricanos. Pero no con la ley del talión “ojo por ojo y diente por diente” contra los  blancos sudafricanos, sino con la grandeza de la reconciliación nacional.

Mandela nació en su pueblo natal de Mvezo. Una aldea insignificante, de poca monta y de pocos habitantes, en la región del Transkei. Allí bebió en las fuentes de las tradiciones tribales y la sabiduría de los ancianos. Le contaron la experiencia de los combates sin tregua contra la recalcitrante supremacía blanca. Pasaban el áspero y violento rodillo del odio por encima de la dignidad africana. ¿Por qué inculpar y discriminar,  atropellar y perseguir, someter y esclavizar a alguien a causa del color de su piel? Así de dura, pétrea y desconcertante era la razón profunda del racismo que Mandela, como tantos millones de sudafricanos, sentían en su propia carne. Por eso desde joven sentía el impulso arrollador de que los carteles de “blancos por un lado y negros por otro” tenían que desaparecer. Costara lo que costara, aún a costa de su propia vida. Así lo explicitó en el Juicio de Rivonia (Tribunal Supremo de Pretoria) el 20 de abril de 1964 durante el discurso de su defensa en el tribunal de justicia: “Yo he luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. Yo he valorado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas viven juntas en armonía y con iguales oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero conseguir. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir” Su famoso abogado defensor, Abram Louis Fischer (1908-1975), leal e incansable activista contra el apartheid, le había aconsejado eliminar ese parágrafo de su discurso. Pero Mandela, que lo había escrito durante quince días en la cárcel, se negó rotundamente a hacerlo. Era consciente del terrible riesgo que corría: acabar en el patíbulo. En vez de sentarse en el banquillo optó por ponerse en pie delante del tribunal que lo juzgaba. Con una lectura lenta, incisiva y pausada leyó todo lo que había preparado aislado y entre rejas. Le habían acusado de sabotear el Estado y de organizar una revolución violenta en Sudáfrica. Los medios a utilizar eran la conspiración del Congreso Nacional Africano (CNA), la lucha armada del movimiento militar Umkhonto we Sizwe (“Lanza de la Nación”) y la acción del Partido Comunista. El brío y el arrojo del discurso de Nelson Mandela quedarán para la posteridad como el símbolo luminoso de la defensa de la dignidad humana, no sólo de los africanos, sino de todo ser humano. Nelson Mandela demostró una vez más sus grandes cualidades de abogado y orador. Junto con su  compañero de ruta, Oliver Tambo (1917-1993), fueron los dos primeros abogados negros sudafricanos que se graduaron en derecho. Cursaron sus estudios en la Universidad de Witwantersrand, fundada en 1896 y que tiene como lema (Scientia et Labore).

La luminosa y excepcional figura de Madiba nos deja en herencia la pasión viva y singular de un hombre libre. Luchó con todo el tesón de sus fuerzas por la dignidad, el respeto y la concordia entre gentes, pueblos y razas. No lo hizo solamente con palabras vacías y acicaladas, ni tampoco con propuestas ideológicas y altisonantes. Lo consiguió con la admirable y tenaz arma de su conducta y de su vida. Una prodigiosa sinfonía de portada global con dos instrumentos inigualables: la palabra y la acción. Conoció el racismo recalcitrante y corrosivo desde sus años de estudiante. Huyó a Argelia y Etiopía para entrenarse en la lucha armada. Remó a contracorriente en las aguas turbulentas de su alma interior ante la tentación de volver de nuevo a las armas. Pero para Mandela esa era una vía impracticable a la que renunciaría libremente antes de abandonar la cárcel de la isla maldita. No era el hombre destinado a vivir del embrujo de  los mitos guerreros, del tablao de las ideologías utópicas, de la algarabía de la política torpe y cerril. Al contrario, su viaje terrenal fue un combate diario y constante por el derecho a la vida digna. La de todos, sin excepción alguna. Cada uno con el inestimable bagaje de su propio origen y cultura, de su lengua y religión, de su tradición e identidad. Después de la vida de Madiba el color de la piel ya no es lo más sagrado e importante, o no debería serlo, en la vida de los pueblos del planeta. Un duro y penoso adviento de días mejores, reflejado en una carta que escribió en abril de 1971 desde Robben Island: “A veces mi corazón no bate y se va parando por la tremenda carga de la espera”. En sus dolores y sueños encuentran hoy inspiración, fuerza y esperanza millones de habitantes de la tierra. Construyó una nueva calzada, tejió una nueva red, diseñó una nueva senda de luz para la humanidad. Porque la memoria de Madiba nadie jamás la borrará. A la profusión de las lágrimas por su muerte se suman también las sonrisas de felicidad por su vida. Ya no importa el color de la piel. 

Por Justo Lacunza Balda