on Saturday, February 26, 2011
La empresa, además de núcleo de la actividad económica, es centro de vida. Es un recinto social en el que se desenvuelve, y en nuestros días de manera predominante, la vida humana. Ocupa un lugar destacado en la vida de la sociedad y desempeña un papel de primer orden en la configuración de la existencia de los seres humanos. Es un dato sociológico sumamente significativo que en ella se desarrolla la mayor parte del vivir cotidiano de muchos seres humanos. Si exceptuamos las horas de sueño, la mayoría de la población pasa casi el 90 % de su jornada dentro de alguna empresa.
 
Pocas cosas tienen un impacto tan acusado en nuestras vidas como la actividad empresarial. Muchas de las vivencias que tejen nuestro diario vivir están relacionadas con la vida de la empresa, con sus problemas y sus sinsabores, con sus alegrías y sus ilusiones, con sus retos y las oportunidades que ofrece. En la empresa se establecen relaciones y contactos, se anudan amistades, se revelan aspectos insospechados del ser humano, se despliegan capacidades y cualidades valiosas. En la empresa conocemos a personas que de otro modo nunca habríamos conocido y que pueden llegar a tener una influencia decisiva en nuestra vida más íntima y personal. Más de uno (y de una) ha encontrado su media naranja en la empresa en la que trabaja o ha trabajado (es, sin ir más lejos, mi caso, y conozco otros muchos semejantes). En la actividad empresarial muchos hemos aprendido a vivir y a convivir. Dentro de una empresa están siempre formándose seres humanos, hombres y mujeres,.... o deformándose, deviniendo así en seres inhumanos. 
 
Hay que tener en cuenta asimismo que lo que la empresa sea y cómo funcione, su modo de organizarse y de trabajar, su filosofía y su estilo, se reflejará en la vida de la sociedad dentro de la cual se inserta, tendrá una repercusión inmediata y directa en el ambiente social de una comunidad nacional. De la misma forma que se refleja en la empresa la manera de funcionar la sociedad a la cual sirve y dentro de la cual funciona. Cada sociedad tiene el tipo de empresa que merece, pero no es menos cierto que las empresas tendrán el tipo de sociedad que merezcan. 
 
De todo esto se deduce la enorme importancia que tiene el crear en la empresa un ambiente humano, sano y cálido, favorable al desarrollo integral de la persona. Un clima, en suma, en el cual disminuyan el sufrimiento y el malestar de los seres humanos, al tiempo que aumentan su satisfacción y su bienestar. Los empresarios han de contribuir a hacer posible la felicidad no sólo de cuantos trabajan en esa comunidad económica que es la empresa, sino también de todos aquellos que con ella colaboran o se benefician de sus productos y servicios. Es tarea urgente en nuestros días renovar con sentido humano la vida empresarial. Humanizar la empresa, humanizar sus estructuras y su atmósfera, humanizar sus relaciones internas y externas constituye  un imperativo capital en estos momentos de grave crisis por los que atravesamos.
 
La empresa puede ser un foco de humanidad, funcionando como una auténtica comunidad, haciendo posible una buena y fructífera convivencia, o, por el contrario, constituir un foco de inhumanidad, presentándose entonces más bien como un campo de concentración o un recinto en el que se hallan recluidos los condenados a trabajos forzados; esto es, como un lugar en el que los individuos se dejan la piel sin demasiado provecho y con indecibles padecimientos, como tantas veces comprobamos por desgracia.
 
La estrecha conexión entre empresa y vida humana nos lleva a postular la necesidad de introducir una visión humanista en el mundo empresarial. No sería exagerado decir que el humanismo ha de ser el alma de la empresa para que ésta pueda cumplir su función social y funcionar de manera adecuada, contribuyendo así al bien común y a la realización de los seres humanos que en ella trabajan o con ella se relacionan.

 Por Antonio Medrano

on Friday, February 25, 2011
Escritor jesuita, nacido en Talavera, Toledo, España, probablemente en abril de 1536; murió en Toledo, el 16 de febrero de 1624.

Se trata de uno de los miembros más calumniados de la Compañía de Jesús, debido a las opiniones expuestas en su libro “De rege et regis institutione” acerca del tiranicidio. Entró en la Compañía de Jesús el 1 de enero de 1554. No se conoce nada más sobre sus padres o  sus antecedentes familiares.

Constituye una  prueba de su talento el hecho de que en una fecha tan temprana como 1561, después de haber concluido su estudios, fue llamado por sus superiores a Roma, donde enseñó teología durante 4 años. Después de una breve estancia en  Sicilia, ocupó la cátedra de teología en Paris (1569-1574) pero fue obligado a regresar a España por razones de salud. Aquí residió largo tiempo en Toledo, dedicado casi exclusivamente a la labor literaria.

Entre sus trabajos literarios el más importante es, sin duda, su gran obra sobre la historia de España, que todavía hoy es recordada. Incluso en 1854 se publicó en Madrid una edición ampliada y con numerosos grabados actualizada hasta ese año. La obra apareció, inicialmente como “Historiae de rebus Hispaniae libri XX. Toleti, typis P. Roderici, 1592”. Una edición posterior más avanzada del propio recopilador es “De rebus Hispaniae libri XXX”, que se publicó en Maguncia en 1605. Esta edición lleva el imprimatur de la orden para los treinta libros, otorgado por Esteban Ojeda, visitador desde diciembre de1598, y del provincial desde 1604. El autor durante este tiempo había vertido la edición latina al español y esta apareció completa en Toledo en 1601, conteniendo los treinta libros de la edición latina. Esta tuvo un gran número de ediciones durante la vida del autor y otras después de su muerte.

La segunda obra publicada es la mencionada anteriormente, “De rege et regis institutione libre III et Phillippum III Hispaniae Regem catholicum, 1599”. Esta obra  fue escrita a petición del tutor (García Loaysa) de los príncipes y a expensas de Felipe II, pero estaba dedicada a Felipe III, que entretanto se había convertido en rey. No encontró oposición ni en el rey  ni en ningún lugar de España; evidentemente estaba pensada para educar al rey como  verdadero padre de su pueblo y como un modelo de virtud para toda la nación. El Dr. Leutbecher (Erlangen, 1830), protestante, expresó su opinión sobre el libro en los siguientes términos: “El excelente espejo de príncipes de Mariana ......... contiene más materia saludable para la educación   de los futuros reyes que cualquier  otro espejos de príncipes y, merece el respeto tanto  de los propios reyes como de sus  propios preceptores..... ojalá que todos lo reyes fueran como Mariana quería que fuesen” Ciertamente  el libro contenía una visión errónea favorable al asesinato de Enrique III de Francia y, defendía, aunque  con muchas restricciones y precauciones, la deposición y asesinato del tirano.

Esto no les pasó inadvertido a los Jesuitas de Francia, que  llamaron la atención del general de la orden sobre ello. El general, inmediatamente, expresó su pesar, declarando que el libro había sido publicado sin su conocimiento, y que se encargaría  que fuera corregido. Efectivamente en 1605    apareció en Maguncia una edición modificada ligeramente; es difícil de descubrir hasta qué punto el libro fue corregido por la propia orden. El propio P. Mariana no había preparado ninguna otra edición. Pero en 1610 se desencadenó en Francia una verdadera tormenta contra el libro; por orden del parlamento el libro fue quemado públicamente a manos del verdugo oficial, mientras que en España, continuaba disfrutando del favor real. El general de la orden prohibió a sus miembros  predicar que el tiranicidio era legítimo.

Había además toda una serie  de obras menores escritas por el P. Mariana; muchas solo manuscritas. Algunas de sus obras publicadas tienen valor en política económica, p. ej. su trabajo “De ponderibus et mensuris” que apareció en Toledo en 1599 y en Maguncia en 1605, y su pequeño “De monetate mutatione”, que fue editado en una colección general de sus obras en 1609. En una crítica a este opúsculo el economista francés Pascal Duprat (Sommervogel, V, 592) declaraba en  1870  que Mariana había establecido los auténticos fundamentos de la cuestión monetaria mucho mejor que sus contemporáneos. Sin embargo, esta obra resultó fatal para el autor. El hecho de haberse opuesto con determinación a la devaluación de la moneda le acarreó la acusación de traición al rey, y el P. Mariana, a sus 73 años de edad, fue condenado a cadena perpetua, que se concreto en su confinamiento en un convento franciscano. Solamente se le permitió recuperar la libertad poco antes de su muerte.

El carácter vehemente de Mariana que luchó contra el mal tanto real como intencionado tuvo también su lado negativo. Su ancianidad coincidió con un etapa tormentosa en la historia de su orden. En esta, que acababa de empezar  a florecer, había una serie de miembros que no estaban de acuerdo con las constituciones  del fundador  ni con  la Santa Sede, dado que   había una gran cantidad de artículos que no se correspondían con  los principios de las ordenes religiosas tradicionales. Incluso las Bulas solemnes de Gregorio XIII, que expresamente confirmaban los puntos criticados dentro y fuera de la orden, no trajeron del todo tranquilidad, así que en el año 1593, bajo el mandato de Acquaviva, hubo una congregación general con el objetivo de expulsar a algunos miembros. Juan Mariana, al menos durante un largo período, estuvo entre los descontentos y partidarios del cambio.

En 1589 Mariana había preparado ya  un manuscrito en defensa de la orden contra los ataques de algunos de sus oponentes; el general, Acquaviva era partidario de publicarlo, pero como no era aconsejable   perturbar la calma momentánea a la que se había llegado en España, este “Defensorium” nunca llegó a editarse. Algún tiempo más tarde cuando las disensiones internas predominaban en la orden, Mariana se dedicó a la   preparación de un memorial, que  probablemente intentará enviar a Roma. Según Astrain (Historia de la Compañía de Jesús”, III, 417), debió de haber sido escrito en  1605. El autor tomó grandes precauciones  con el manuscrito: no hay indicios de que  se intentara  publicar. Tras su detención en  1610,  todos los papeles de Mariana fueron requisados, y a pesar de sus requerimientos no le fueron devueltos. Después de su muerte el memorial fue publicado en Burdeos en 1625 por los enemigos de la orden bajo el título  de “Discursus de erroribus qui in forma gubernationis Sociatatis occurunt”. Después de la expulsión de los jesuitas de España se reimprimió  en varias ocasiones (1768 sic, 1841) en español y  se le tituló “Discurso de las enfermedades de la Compañía”. Dado que la publicación de todas estas ediciones fue obra de los enemigos de la orden, no hay garantía de que el texto original haya sido reproducido íntegro. Astrain, no obstante, demostró (op. Cit. III, 560, note 3) que las copias del manuscrito que había manejado coincidían con la obra publicada. El texto original fue, por tanto, publicado sin ser modificado sustancialmente. No es sino  el desahogo de un miembro descontento con su orden. El posterior desarrollo de la orden y la ulterior confirmación papal de la constitución de la Compañía de Jesús prueban que Mariana había estado equivocado  en sus críticas, aunque  su culpabilidad subjetiva queda atenuada por las circunstancias. Nunca dejó la orden; y parece que hubo una reconciliación total en sus últimos años.

BIBLIOGRAFÍA:

SOMMERVOGEL, Bib. de la Comp. de Jésus (Brussels and Paris, 1894), 1547 sqq.; CASSANI, Verones ilustres, V, 88-98; DUHR, Jesuitenfabeln (Freiberg, 1899), n. 25; ASTRAIN, Historia de la Compañia de Jésus, III (Madrid, 1909). Obras del P Mariana: Historia General de España (BAE 30, 31); “De Rege et regis institutione”, (BAE 31); “De monatate mutatione” (BAE 31); Discursus de erroribus qui in forma gubernationis Societatis Iesu occurrunt” (BAE 31) 

Bibliografía actual: Ballesteros Gaibrois, M. :El  P. J. Mariana (Barcelona, 1944); Soons, A.: Juan de Mariana (Boston, 1982); Laures, J. : The political economy of J. de Mariana (Nueva York, 1928);  Posa, A.: Un grande teorico della política nella Spagna del secolo XVI, il gesuita Giovanni Mariana (Nápoles, 1982); González, N. : art. “Juan de Mariana” en Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús (Madrid, 2001) 

Por Aug. Lehmkuhl y traducido por Daniel Gutiérrez Carreras
on Saturday, February 19, 2011
Como es sabido, los “sofistas” surgieron en la Grecia clásica del siglo V, antes de Cristo. Su nombre procede de la palabra griega “sophos”, que significa sabio o intelectual. Formaban un nutrido grupo de profesionales a los que el pueblo tenía por maestros del saber, que iban por los pueblos de Grecia haciendo uso de su retórica y dialéctica el arte de hablar y convencer a la gente. En principio, fueron muy valorados y bien pagados, porque tenían tal poder de persuasión, que eran capaces de defender en un mismo lugar y ante el mismo auditorio, una tesis y la contraria, a la vez. No les interesaba la verdad, ni les daba el más mínimo reparo de mentir ante los demás, ni de convertir en sólidos y fuertes argumentos lo que sólo eran débiles ficciones suyas que luego ellos transformaban en pretendidas verdades a su conveniencia. Sus razonamientos eran engañosos (sofisma), por las falsas doctrinas que predicaban; Y eran irresponsables, porque actuaban con oportunismo y lenidad, como verdaderos demagogos que no estaban al servicio de la verdad, sino que eran meros charlatanes y simples embaucadores que lo único que buscaban era su propio éxito en la “polis-estado” y en las asambleas públicas, para así sacar ventajas en el mercado, en el foro, en la política y en la sociedad.

Su doctrina era “subjetiva”, porque en ella sólo existía la verdad de cada uno, que no tenía por qué coincidir con la verdad de los demás, ya que eso dependía de la interpretación de cada sujeto o de las circunstancias que lo rodeaban. Era también “relativa”, al no existir para ellos ni la verdad ni la mentira, porque todo dependía del color con que se mirara. Igualmente, era “escéptica”, todo lo ponían en duda, no tenían nada como esencial o permanente, sino convencional y circunstancial, preparado para el momento; ponían en duda el hombre, la ciencia, la cultura, la moral, la religión y la filosofía. Sus enseñanzas se basaban en los espacios, las estatuas y el cosmos, pero no les interesaban las personas ni las almas. Entre los más afamados sofistas que hubo están Arquímedes, Euclides, Pericles, Sófocles, Eurípides, Herodoto, etc; como se ve, grandes matemáticos y filósofos, pero que ponían su centro de gravedad en lo material, ignorando por completo a la persona humana.

Pero esa demagogia de los sofistas, su visión mercantilista e interesada de la vida y de las relaciones sociales, su desprecio por la ética y la moral, sus oídos sordos a las personas y al pueblo, fueron pronto desenmascaradas y denunciadas por los que luego serían las figuras más brillantes del llamado Siglo de Oro de Grecia, como Sócrates, Platón, Aristóteles y otros. Surgió así una nueva etapa llamada del “giro antropológico”, porque con ella, ya no sería lo primero a valorar la tierra, la naturaleza y el cosmos, sino la persona humana, la ética y la moral. Esta nueva doctrina bajaba de las nubes para aterrizar en la tierra, donde estaba el hombre con sus problemas y necesidades, que había que resolvérselos y dejarse del cuento y la rutina de los embaucadores.

Así, para Platón, “el hombre es la medida de todas las cosas”. Si los sofistas habían llamado al arte de convencer “conducción de almas”, Platón diría que lo que habían hecho era la “captura de almas”. Para él, el sofista era un mercader de todas las cosas de las que se alimenta el alma, por eso les llamaba “cazadores de jóvenes ricos” y “mercaderes en asuntos del alma”; les reprocha que sólo enseñaran medios para alcanzar su propio fin, según su conveniencia, sin reparar en las exigencias de la moral y en que debía prevalecer la verdad sobre la mentira. Platón termina por reducir a los sofistas a la condición de simples artesanos de la persuasión en su propio provecho. En su “República” dice: “El gobernante no está para atender a su propio bien, sino al del gobernado. Los hombres de bien no están dispuestos a gobernar ni por dinero ni por honores; la política y la moral deben ir siempre juntas, nunca separadas”. Daba también Platón gran importancia a la justicia, definiéndola como “virtud de carácter general que consiste en el orden y armonía propia de un todo, sea a nivel del individuo o del Estado”. Por su parte, Sócrates, en el “Georgias”, refiere que hay dos clases de retóricas: una, la de adulación y vergonzosa demagogia oratoria; y, otra, la que trata de mejorar en todo lo posible a las personas y persigue su bien, concitando en los individuos los más bellos pensamientos. Sócrates es depositario de la “humildad”, pues siendo él el más sabio de todos, cuando los demás sabios le preguntaban que cómo podía saber tanto, él lo negaba diciéndoles: “Sólo sé que no sé nada”. Y Aristóteles, definía a los sofistas como “sinónimo de falacia, de una refutación aparente y no real, mediante la cual se defendía algo falso, con tal de dañar al adversario”.  “Es imposible - decía - que logre la felicidad quien no realiza buenas acciones, y nadie las puede realizar sin virtud y sin juicio”. Y, “se puede amar al amigo y a la verdad, pero es más importante amar a la verdad que al amigo”. En Aristóteles también encontramos la concepción de la persona como ser social, sin vivir aislado. Y él también nos enseña la lógica, el juicio sereno y ponderado, el raciocinio y el sentido común. 

¿Y por qué esta referencia ahora a los sofistas, tras hace ya casi 2500 años de su primera existencia?. Pues porque en muchos aspectos de la vida parece como si se hubieran vuelto a reencarnar en el mundo con iguales formas e idénticos métodos. Han cambiado en los medios, ahora más modernos, pero sus fines son  los mismos. Ejemplo de ello, se tiene en la actual malversación moral de la política en muchos países, que tanto utilizan ahora la demagogia, la falacia, el engaño, la trampa, el cambalache, etc. Hoy, incluso en sociedades democráticas y en Estados que son de derecho, como el nuestro, cada vez más se recurre a la manipulación del pueblo, casi siempre valiéndose del enorme poder de los medios de comunicación y el fuerte impacto que producen. Ahora, como en la época de los sofistas, hay muchos charlatanes y muy poca seriedad ni con las personas, ni en las relaciones sociales, ni siquiera en muchas de las instituciones, ni en bastantes de sus dirigentes, que una y otra vez incumplen sus compromisos y la palabra dada al pueblo. Se gana el escaño, y hasta dentro de cuatro años. De lo que se promete en las elecciones, se hace luego exactamente lo contrario; lo que se dice hoy, mañana ya no tiene ningún valor; rara vez se es consecuente con la realidad social y las necesidades del pueblo llano; se niega una y otra vez la evidencia si perjudica a uno mismo, pero se retuercen y tergiversan las mentiras y las medias verdades para utilizarlas como armas arrojadizas contra el oponente, casi siempre con insultos, descalificaciones y malas artes, pero rara vez con sólidas razones y argumentos. Y la gente y los pueblos empiezan ya a hartarse de que se utilice el poder en propio provecho y a costa de los demás.

Ahora vuelve a estar muy en uso aquello que se creía ya desterrado del “pensamiento único” y  “o se está conmigo, o contra mí”; se eleva a la categoría de incuestionable realidad lo que lisa y llanamente está vano o huero; se da una y otra vez por segura la solución de los problemas pese a que se sabe de antemano que cada día se van a complicar más; se da por bueno o positivo lo que es radicalmente negativo, según se nos decía ayer mismo; y, viceversa, hoy se presenta como malo lo que hace unos días se pregonaba como lo mejor; se juega con los sentimientos y con las necesidades vitales de las personas en lugar de ir directamente a resolver sus problemas; se entretiene a la gente con falsos espejismos, vendiéndole una y mil veces aire y humo; se da apariencia de solidez a lo que en realidad sólo es una mera entelequia; se pierde el tiempo en polémicas estériles y, en lugar de ir directamente a la raíz de los problemas y de centrarse en su solución, o en procurar el bien común, o los intereses generales y la mejora de la sociedad en general, a lo que se atiende antes que nada es a pregonar cada cual “su verdad” aunque se trate de la más obvia de las falsedades. El mundo anda así desquiciado; no sabe dónde va, y así no podemos seguir. De ahí que muchos países comiencen ya a rebelarse.

¿Y por qué ocurre todo eso?. Pues, a mi modesto juicio, porque han vuelto al escenario internacional aquellos viejos sofistas, aunque de muchos países nunca llegaran a desaparecer. Hoy lo que más importa al mundo vuelven a ser el mercantilismo, lo material y el afán de lucro, todo se vende y todo se compra, hasta la dignidad de las personas; lo que más se anhela es “tener”, “ser” y “poder”, que son el “becerro de oro” que ocupa en el centro de todas las cosas. Y aunque eso suele darse más en los regímenes teocráticos y dictatoriales, también sucede en los países en libertad, donde a veces lo único que interesa a sus dirigentes es mantenerse en el poder, y lo que menos, la persona, sus problemas y sus necesidades. La vida humana apenas vale hoy nada, la ley y la justicia se presentan a conveniencia; las virtudes morales, el respeto mutuo, los comportamientos nobles, el decoro personal, la caballerosidad y la educación, a menudo se ven suplantados por la insidia, la hipocresía, la codicia, el fraude, la chabacanería y la ordinariez. Hoy les va bien a los pillos y desaprensivos, porque serlo es visto como un mérito para poder triunfar en la vida. Y uno cree que todo eso ocurre en el mundo porque se da una pérdida constante de lo que siempre han sido valores tradicionales y fundamentales de todas las sociedades y en todos los países, como derecho, justicia, ética, moral, responsabilidad, dignidad, honestidad, solidaridad, familia, tradición, buenas costumbres, esfuerzo, mérito, capacidad, etc. 

Ahora bien, uno piensa que hay que tener fe en el futuro. Siempre en todas las sociedades y en todas las épocas ha habido alternancias negativas y positivas en la vida de los seres humanos y de los pueblos; y, a pesar de todo, creo todavía en las personas de bien, en la mucha gente que aun queda honesta, íntegra, sensata y buena; de manera que, al igual que ocurrió con aquel pasado esplendoroso que en principio tuvieron los sofistas, pero que la burbuja de aire en la que se encerraban terminó por desinflarse, cayendo desplomados y quedando sepultados bajo la montaña socrática-platónica-aristotélica de la ética, la moral y el culto hacia las nobles y justas causas, pues también ahora terminará por imponerse en muchas parte del mundo, con el juicio, la razón y el sentido común de las personas, de la sociedades y de los pueblos. Vivamos, al menos, con esa esperanza.



on Friday, February 18, 2011
El diario ABC del día 24 de Enero publicó dos interesantes artículos en los que se aborda con agudeza y acierto la cuestión de los valores, y más concretamente de los valores de la verdad y la bondad. Dos escritos de mucha enjundia y de gran altura intelectual, que van más allá de lo que suele encontrarse en la prensa. Nunca se insistirá la suficiente en la importancia de la Verdad para la vida humana.
 
En primer lugar hay que mencionar el artículo de Ignacio Sánchez Cámara publicado en la tercera de dicho periódico con el título “¡Sed felices!”. El catedrático de Filosofía del Derecho explica cómo la felicidad, que es el fin al que tiende todo ser humano, sólo puede alcanzarse sobre la base de la verdad y la bondad. Comentando la doctrina de San Agustín, de Sócrates e incluso del Budismo, Sánchez Cámara afirma que “la búsqueda de la felicidad  no es otra cosa que la búsqueda de la sabiduría”, es decir, de la verdad y la bondad”, pues, como enseñara Sócrates, “sólo el bueno es feliz”. Decir “sed felices” equivale a decir “sed sabios, esto es, buenos”.
 
“La felicidad es la compañera inseparable de la bondad”, sentencia Sánchez Cámara. Por eso, añade, estamos seguros de que Teresa de Calcuta era feliz, sin lugar a dudas. En medio de todos los sinsabores y dificultades de la vida, la persona inteligente y buena, sabe mantener una postura afirmativa. “El hombre feliz dice sí, a pesar de todo, al mundo y a la vida. Porque la felicidad no depende de ningún acontecimiento del mundo exterior, sino de la pura (buena) voluntad. La felicidad es la prueba de la vida buena”.
 
Sánchez Cámara concluye que la felicidad es algo posible, puede y debe conquistarse. No es una meta inalcanzable. La invitación encerrada en la fórmula “¡sed felices!” tiene, pues, pleno sentido. “Sí; la felicidad puede ser propuesta como objetivo de la voluntad. La verdad nos hace libres, y la bondad nos hace felices”. El autor termina su artículo con la siguiente exhortación: “De ti depende. ¡Vive feliz!”.
 
Únicamente es de lamentar en el mencionado artículo la comparación que se hace entre el Cristianismo y el Budismo, totalmente desfavorable para este último. No es muy certera la aseveración del autor cuando afirma: “el budismo encierra una verdad, pero limitada (y, en ese sentido, falsa), y superada por el cristianismo”. Semejante afirmación resulta totalmente infundada, pues el autor se basa en una errónea interpretación de la doctrina budista, que ha intentado resumir antes. Esta frase es tan censurable como lo sería la que hiciera un budista en sentido inverso, sosteniendo que la visión del Cristianismo ha sido superada por la del Budismo. Convendría evitar tales comparaciones, realmente odiosas, así como los juicios equivocados que las sustentan, es decir, los juicios formulados desde una concreta perspectiva religiosa sobre otra religión o doctrina espiritual, que lógicamente parte de una perspectiva completamente diferente y responde a otros esquemas, generalmente mal conocidos por quienes son propensos a emitir tales juicios.
 
El otro artículo digno de mención es el de Juan Manuel de Prada, inserto en las páginas de Opinión, titulado “Recuperar la verdad”. El autor se hace eco de unas palabras pronunciadas por Jaime Mayor Oreja, de quien dice “ha tenido el valor de reivindicar la verdad”, guiado por un firme compromiso con la verdad: “su compromiso con la verdad se nos antoja uno de los escasos episodios de dignidad que redimen nuestra encanallada vida pública”.
 
“Recuperar la verdad” significa, ante todo, como proclamaría cualquier concepción auténtica y hondamente humanista, “reconciliar al hombre con su naturaleza, establecer cuál es su fin, el sentido de su existencia; exige restaurar la razón del vivir”. Cuando una sociedad olvida todo esto, “acaba renunciando a su condición humana”.
 
De Prada pone el dedo en la llaga, al criticar algunos de los lamentables comportamientos y actitudes que estamos viendo a todas horas y que tienen por protagonistas a los dirigentes de esta sociedad desnortada, así como las mentiras con que se intenta disfrazar acontecimientos y decisiones inadmisibles. Y establece el siguiente diagnóstico, que explica el porqué de todo este desbarajuste: “una sociedad que reniega de la verdad que la constituye se convierte, inevitablemente en pasto de ingeniería social”. La causa está en el culto a una “libertad desnortada”, un producto del relativismo, “que ha soltado amarras con la verdad que le brinda sustento”. La libertad no puede existir sin la verdad que es su fundamento. Una vez que los seres humanos han dado la espalda a la verdad, se puede “instaurar un reinado de la mentira sin violencias ni sobresaltos”.
 
No podemos menos de asentir a la conclusión a la que llega el autor del artículo. “Sólo una profunda regeneración moral que restablezca la verdad humana, la razón del vivir, puede disolver este trampantojo. La libertad sin referencia alguna a la verdad de la persona acaba siempre en alienación y angustia, por mucho que se disfrace con gozos superferolíticos”.
 
Estas reflexiones son especialmente valiosas en estos tiempos en los que la Verdad interesa tan poco. Vivimos en un mundo lleno de falsedad e hipocresía, dominado por la mentira (mucho más de lo que piensan los autores de los dos artículos citados); un mundo cuyo motor vital es el desprecio de la Verdad o, peor aún, el odio visceral a la Verdad. Ahí radica la raíz última de la crisis que atravesamos y a la que nadie acierta a poner remedio.  

Por Antonio Medrano


on Monday, February 14, 2011
En las antiguas civilizaciones, sobre todo en las romana y griega, los ancianos eran tenidos como uno de los patrimonios más valiosos de aquellas viejas sociedades. El anciano era generalmente reconocido y valorado como fuente de sabiduría y de respeto casi reverencial,  y se le tenía una alta estima y gran consideración. Los mayores ocupaban entonces la escala más alta dentro de la sólida y amplia estructura familiar, y también eran muy estimados y tenidos en consideración en el ámbito institucional. De hecho, en casi todos los antiguos regímenes democráticos de la antigüedad existía el llamado “Consejo de ancianos”, que solía desempeñar funciones consultivas y de asesoramiento a las distintas instituciones y que luego era oído y tenido muy en cuenta por los poderes del Estado, incluso en bastantes casos teniendo carácter vinculante y decisorio su sabio consejo, que normalmente estaba  basado en la amplia experiencia de la vida y en el saber popular. Los ancianos eran objeto de enorme respeto y consideración. A la hora de comer, por ejemplo, ocupaban un lugar preeminente y eran los primeros en serles servida la comida en la mesa. Recuerdo de niño que mi abuelo materno Julián Caballero en Mirandilla, tenía un sillón que ocupaba en casa el centro de la mesa-camilla, y a ninguno de sus hijos ni de la familia se le ocurría sentarse en él incluso ni siquiera cuando mi abuelo no estaba, pero no porque él así lo impusiera o lo exigiera, sino por el propio respeto que imprimía a todos el hecho de tenerle y considerarle hasta en su ausencia algo así como el patriarca familiar; y esto último ocurría no hace más de unos 60 años.

Hoy, sin embargo, la ancianidad está ya devaluada por completo. Salvo honrosas excepciones, la triste realidad que la vida actual nos ofrece es que los mayores, sobre todo los que no pueden servirse por sí mismos, en la mayoría de los casos se convierten en un estorbo para los hijos y la familia, que al no poder, o en otros muchos casos no querer atenderlos y hacerse cargo de ellos, con frecuencia terminan internándolos en residencias geriátricas o en centros de la tercera edad, en bastantes casos incluso en contra de su propia voluntad. Hay que reconocer, no obstante, que las Administraciones Públicas, ya sean la central, la autonómica o la local, vienen realizando una labor social digna de encomio con los mayores,  en cuyas residencias y centros públicos de la tercera edad, en general, priman sobre todo los intereses de los ancianos. Pero luego están las residencias privadas en las que prevalece bastante más el criterio lucrativo de rentabilidad de la gestión sobre la idea más tenue de servicio eficaz y de atención adecuada a los mayores.  Así, los medios de comunicación con frecuencia nos dan cuenta de demasiados casos de  mayores internados en residencias geriátricas que son objeto, no ya sólo de desatención y más o menos abandono, sino también de vejaciones y trato despiadado e indigno que deja bastante que desear; aun cuando también se den casos excepcionales que son modélicos en sentido contrario, es decir, en el buen trato y en el asistimiento ejemplar, humanitario y digno, tal como en justicia merecen.

Sin embargo, lo que a los ancianos más les duele es que en numerosos casos sea la propia familia – normalmente los hijos – los más interesados en deshacerse de ellos para así no tener que preocuparse directamente de su problema; no dándonos cuenta, quizá, que detrás de los que ahora ya son ancianos vamos luego los que estamos también llamados a serlo, y quizá entonces sea cuando nos demos cuenta - aunque posiblemente sea ya tarde - de la enorme injusticia que a veces cometemos los hijos con quienes un día dieron tanto por nosotros criándonos, mimándonos, sacrificándose por nosotros, siempre pendientes de que no nos faltara nada de lo mejor, con la mayor preocupación y con sus tiernos cuidados y desvelos. Incluso, en ocasiones, algunos familiares más allegados, valiéndose de la debilidad física y también mental que muchos ancianos padecen bien por su avanzada edad, por su deterioro físico que a todos nos tiene que ir llegando, o por enfermedad psíquica, pues los hijos suelen recurrir al ingreso forzoso de sus padres en centros geriátricos públicos o privados, sacándolos de su propio entorno familiar y patrimonial, como son su vivienda que normalmente habrá sido el recinto sagrado de su vida, sus pertenencias, sus recuerdos, sus costumbres, sus amistades y todo su círculo familiar y social.

Y el internamiento en tales centros privados se suele hacer en bastantes casos sin que medie petición previa de los mayores, sino a requerimiento de los propios familiares y a veces incluso por gente extraña al mayor, llegándose a pactar entre estos últimos y el centro condiciones de un verdadero régimen de internado forzoso, con restricciones a la libertad de visitas, o a la libre disponibilidad de sus propias cuentas de ahorro, o a las comunicaciones telefónicas o postales y sin que exista control judicial alguno, tal como en los casos de incapacitación civil se requiere. Por eso, quizá interese conocer que el ingreso de ancianos en residencias, ya sean públicas o privadas, necesariamente ha de ser por propia y exclusiva voluntad de los mayores, sin que su decisión personal pueda ser sustituida por la de ningún familiar y menos de persona extraña mientras tanto que la persona internada no esté incapacitado judicialmente para decidir libremente por sí mismo.

Mas, en todos los casos en los que previamente no haya existido la declaración judicial de incapacidad, existe, por el contrario, la presunción de que el anciano afectado goza de la plena capacidad de obrar y de decidir que le otorga el ordenamiento jurídico; y, de no ser así, el internamiento que sea forzoso automáticamente se convierte en detención ilegal como delito tipificado en el artículo 163 del Código Penal, del que no sólo pueden ser declarados responsables quienes promuevan tal internamiento forzoso sino también los responsables del centro geriátrico en el que contra su voluntad haya sido internado el anciano. Además, el internamiento forzoso, exige también que la medida adoptada lo sea en aras de un interés superior, cual es la salud mental del interesado, en virtud de lo dispuesto en el artículo 211 del Código Civil. Y como quiera que el ingreso forzoso lleva aparejada la pérdida de libertad del interno, es necesario para decretarlo que el mismo padezca una deficiencia psíquica o enfermedad que le impida decidir por sí mismo, que en caso de remisión o mejora de la enfermedad deberá devolvérsele de nuevo la plena capacidad, en tanto en cuanto el mantenimiento de la incapacitación tras la mejoría suficiente experimentada lo convertiría en irregular. Es más, incluso si inicialmente se ha tratado de un internamiento querido por el propio interno en el momento en que se hallaba en plenitud de sus facultades, si luego llega a perder las facultades intelectivas y volitivas, para continuar en la residencia o centro de internamiento se hace necesaria la convalidación judicial, al transformarse entonces el internamiento que inicialmente fue voluntario en forzoso, siempre que la enfermedad sobrevenida impidiera al enfermo decidir por sí mismo. Por eso se hace necesario que en tales casos el centro donde esté internado se encuentre dotado de medios de tratamiento médico adecuados para poder aplicar al enfermo las terapias sanitarias que permitan medir y recuperar la capacidad, si ello fuera posible.

Hay que tener en cuenta que, según jurisprudencia reiterada y constante del Tribunal Supremo (SSTS de 10-02-1986 y 10-04-1987, entre otras) la incapacitación es una excepción al principio de presunción universal de la capacidad de obrar, cuyo acto jurídico produce la modificación absoluta o relativa del ser jurídico de la persona, sometiéndola a un régimen de limitación o reducción de su capacidad de obrar que afecta a su estado civil; de tal manera que, mientras no haya recaído sobre una persona una resolución judicial que haya declarado la incapacidad, su capacidad natural para obrar se tiene siempre por capacidad plena, sin restricción ni limitación algunas, aun cuando existan indicios racionales fundados de disminución psíquica que afecten a su consentimiento, de conformidad con lo establecido en el artículo 199 del Código Civil, hasta el punto de que el ingreso forzoso de un anciano, a instancia de su familiar, en un centro o residencia geriátrica, aun cuando el mismo careciera de capacidad de entendimiento y de decisión, adolecería también de irregularidad si el internamiento no hubiera sido autorizado o convalidado por la autoridad judicial competente. Y si el internamiento forzoso lo hubiera sido por prescripción médica por razones de urgencia, siempre que el mismo hubiera tenido lugar contra la voluntad del paciente, el facultativo que lo decidiera tiene la obligación de ponerlo en conocimiento del Juez en el plazo de 24 horas, con un informe en el que quede reflejado el diagnóstico y el tratamiento.

De todo lo expuesto se concluye, que no se puede ingresar a un anciano en ningún centro geriátrico o residencia para la tercera edad en contra de su voluntad, y ni siquiera pueden disponerlo los familiares más allegados, tal como en bastantes ocasiones suele ocurrir, sobre todo, en épocas vacacionales u otras fechas indicadas en las que su pleno disfrute suele estar condicionado por la presencia de mayores a cargo que no pueden valerse por sí mismos y que necesitan de las atenciones y los cuidados de otras personas. Y todo ingreso forzoso de cualquier anciano en tales centros de internamiento sólo puede decidirlo el Juez competente del lugar, previo conocimiento de la precariedad física o de la capacidad de obrar, o también mediante procedimiento promovido por el Fiscal que tuviere conocimiento de la manifiesta incapacidad, como garantes que ambos administradores de justicia son de los derechos de las personas, sobre todo de las más necesitadas, y de la protección y tutela judicial efectiva. Por favor, respetemos y cuidemos a los mayores, que bien merecido se lo tienen; más detrás de ellos vamos ya luego nosotros, y nos acordaremos.
on Sunday, February 13, 2011
Reseña Literaria: "TIBERIO", de Gregorio Marañón.


Gregorio Marañón ha sido uno de los intelectuales españoles más reputados de todos los tiempos. Al compaginar su brillante actividad profesional como médico, con su incursión en la política, en la literatura, el ensayo y su faceta de historiador, nos encontramos ante uno de los autores más interesantes que puede leer un directivo.

En su libro "vocación y ética" el galeno nos habla de la importancia de encontrar la verdadera vocación para trabajar en un ámbito en el que disfrutemos. Analiza la timidez en su obra "Amiel", profundiza en la cuestión del poder en "El conde duque de Olivares" y en su biografía de "Antonio Pérez" el famoso traidor valido de Felipe II.

El libro que nos ocupa "Tiberio" estudia la cuestión del resentimiento tomando como hilo conductor la vida del famoso emperador romano Tiberio. Una persona resentida con poder es lo peor que le puede suceder a una empresa, a veces identificamos al envidioso, al egoísta, al ambicioso, al ejecutivo sin escrúpulos dispuesto a todo por llegar a la cima, pero ¿sabemos identificar a un resentido?¿Conoces la fórmula para lidiar con él?.

Como decía Unamuno "...entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos, más que la ira, más que la soberbia".

El resentido es siempre una persona sin generosidad, es un ser mal dotado para el amor, y por lo tanto un ser de mediocre calidad moral, afirma don Gregorio en el prólogo. Marañón profundiza en este ensayo en la cuestión de la inteligencia del resentido, a su juicio no suele ser una persona muy inteligente, pero "el mayor contingente de los resentidos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo, menos para darse cuenta de que no alcanzar una categoría superior a la que han logrado no es culpa de la hostilidad de los demás, sino de sus propios defectos".

Otros temas analizados en el libro son: la relación entre timidez y resentimiento, la antipatía como impronta característica del resentido y sobre todo la actitud del resentido triunfador. A este respecto dice Marañón" el resentimiento es incurable y cuando triunfa el resentido empeora, esa es la razón de la violencia vengativa de los resentidos cuando alcanzan el poder".

Por Martín Hernández-Palacios

on Saturday, February 12, 2011
Frithjof Schuon, verdadera eminencia en cuestiones de tan alta relevancia como la espiritualidad y la ciencia comparada de las religiones, uno de los más autorizados representantes de la Filosofía Perenne o Sabiduría Universal en el siglo XX, nos brinda una reflexión que deberíamos tener muy en cuenta a la hora de orientar y proyectar nuestra vida.

“El hombre no es enteramente él mismo más que superándose” (l’homme n’est entièrement lui-même qu’en se dépassant), afirma Schuon, quien explica que, por su naturaleza espiritual, el hombre está predestinado -o condenado, si se quiere- a superarse, a trascenderse, a elevarse por encima de sí mismo. De forma sumamente paradójica, añade Schuon, “únicamente superándose es como el hombre se sitúa en su propio nivel”; pues, de forma no menos paradójica, “rechazando el superarse se sitúa por debajo del animal”. En este sentido, no cabe la menor duda, de que “el animal noble es superior al hombre vil”.

En la misma línea se expresa el filósofo español José Luis Aranguren. En un breve escrito sobre el Humanismo, y recogiendo una idea expuesta por Karl Jaspers, Aranguren escribe: “un análisis filosófico preciso descubre pronto que ser hombre es sobrepasarse sin cesar”. Por eso, frente al humanismo inmanentista o ateo, como el de Sartre o el del marxismo, “hay que afirmar el dépassement perpétuel de l’hommeant”. Y este dépassement, esta superación o este ir más allá, debe entenderse en un doble sentido: 1) “que sus posibilidades están siempre abiertas”, y 2) “que su posibilidad suprema consiste en desembocar en la Trascendencia”. Aranguren termina diciendo: “El análisis del hombre remite a un fundamento y una culminación que están más allá de él. En el hombre hay más que el hombre”.

Por Antonio Medrano

on Tuesday, February 8, 2011
Por su interés, reproducimos el acertado artículo del Profesor Edgar Morales Flores, publicado en su blog ATOPÍA. Gracias por tu amable contribución, Edgar.

HUMANIDADES ¿PARA QUÉ?

Hubo un tiempo en el que las ideas de “hombre” y de “humanidad” solían poseer un halo solar y una dignidad que, siguiendo los diagnósticos del florentino Giovanni Pico della Mirandola, merecían el respeto de los ángeles, los demonios y de Dios; el humanista, vigía de las letras y las artes, era tenido como modelo universal, incluso como privilegiado sujeto al que frecuentaban musas y dioses. Varios siglos nos separan de esa emblemática Edad de Oro que ahora se antoja anticuada y cursi, y esto es porque hemos nacido, crecemos y existimos en medio de un desierto, no sólo Dios ha muerto, también el hombre y sus ideales, así que ¿por qué no sepultar de una vez por todas el cadáver y despedir a sus mórbidos embalsamadores? ¿O acaso existe siquiera un valor en la manutención de labores que giran alrededor de lo humano? ¿Por qué motivo habría que aplicar técnicas de resucitación al que yace sepultado como paria bajo los desechos de la sociedad de mercado?

La intuición que guía este pequeño texto, motivado tras la lectura del último libro de Martha Nussbaum: Not for profit. Why Democracy Needs The Humanities (Princeton University Press, 2010), radica en la convicción de que sí existen urgentes motivos para emprender el rescate de las actividades profesionales destinadas a la aprehensión de “lo humano”, i.e. las humanidades. A lo largo y ancho del planeta observamos un creciente desinterés por parte de diversos tipos de instituciones educativas, públicas y privadas, en invertir en aquello que históricamente nos ha definido, desde las entrañas, como seres humanos.

Doquier encontramos el mismo mecanismo, no importa si se trata de un modesto colegio o una gran universidad, ante la mínima provocación, ante la más estólida coyuntura financiera, sus autoridades castigan o retiran los recursos otrora destinados a las artes y las humanidades. Son tiempos en que las campanas que congregan voluntades se yerguen en los mercados y en los bancos, por eso no resulta extraño atestiguar que los razonamientos (sic) de múltiples autoridades escolares indiquen una servil obediencia al presentismo financiero. Sin duda, en situaciones de crisis económica, también son castigadas otras áreas, pero el asombro concerniente a la marginación de las humanidades radica en que ellas portan significados irrenunciables para todo aquel que desea no ser absorbido del todo en una maquinaria que sólo necesita engranes y tuercas sin humanidad. El pandemonio mercantil ha mostrado ya su capacidad de transformar a los ciudadanos en zombis displicentes, ajenos los unos a los otros, obedientes sólo a la implantada compulsión de producción de riquezas obtusas.

Si la reflexión sobre lo humano muere para siempre, si persiste la tendencia mórbida que hoy ataca a las humanidades, llegará el momento en el que no existirá ciudadanía crítica, y el ideario de las democracias, que se desean útiles más allá de los pragmatismos políticos y que se desean significativas para la construcción de mejores sociedades, habrá fracasado. No importa si las naciones logran sus metas macroeconómicas, si las riquezas se invierten en la cosificación del hombre estaremos construyendo una cultura sin espíritu, miope y dócil a los poderes que fortalecen la lógica ensimismada y perversa del dinero por el dinero. Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿deseamos realmente vivir en un mundo así?

Existen modelos anticuados de desarrollo económico que actualmente son seguidos con espíritu dogmático por diversos gobiernos, incluido el panista mexicano, en tales modelos sólo importan los resultados macroeconómicos, no hay en ellos una vinculación comprometida y explícita con el mejoramiento de la calidad democrática, por ello en tales esquemas la calidad de vida, la apropiación ciudadana de su humanidad, sólo pasa por cifras y no por significados. Estos economicismos ostentan falacias que deben ser desmanteladas, nótese especialmente la falacia que asume que la sola producción de riquezas puede garantizar la calidad de vida de los ciudadanos (no fue así en medio del desarrollo económico sudafricano en los tiempos del Apartheid, y no ha sido así en el actual, y asombroso, crecimiento económico de China bajo un gobierno incapaz de lidiar democráticamente con sus disidentes).

Si bien las humanidades no sirven para generar riquezas (aunque varias veces lo hayan hecho en la historia), sí sirven para dignificar la existencia pues están implicadas en la calidad de vida de las personas, en la educación requerida para la construcción de un mundo solidario y en la generación de valores democráticos. Así pues, si queremos sociedades constituidas por ciudadanos críticos y sensibles, sería absurdo entregarse a esta inercia mortuoria que conduce al precipicio el cuerpo herido de las humanidades.

Los fines educativos que la Declaración Universal de los Derechos Humanos supone como obligatorios en toda nación entrañan el desarrollo integral de la personalidad en un clima de comprensión, libertad y tolerancia, y si bien las humanidades son un universo complejo y extremadamente variado (en donde incluso pueden ser halladas posturas antihumanistas), es irrefutable que aquellas son las principales promotoras del pensamiento crítico requerido en la formación integral de personas que se desean libres.

Debe quedar claro que las autoridades educativas incurren en un grave error al marginar la formación humanística haciéndola accesoria, o inexistente, y al suponer que comporta una carga inútil ante la prioridad de una educación que mira hacia la inserción laboral remunerada, y es que dichas autoridades son incapaces de conciliar los imperativos de la vida cotidiana con la orientación existencial que proporcionan las humanidades, y así condenan a sus estudiantes al liliputismo de la mera obtención de habilidades y destrezas instrumentales. Nussbaum afirma que “las democracias, alrededor del mundo, están siendo negligentes al despreciar el desarrollo de habilidades que son realmente necesarias para tener una democracia viva, consciente y responsable”[1], tales habilidades conciernen al razonamiento correcto, la argumentación clara, la autocrítica y las capacidades empáticas.

John Dewey, en su conocido libro Democracia y educación, había planteado un modelo pedagógico “socrático” en el que no cuenta la autoridad con la que se embiste un sujeto para hacer válidos sus argumentos, en dicho modelo sólo cuenta la calidad de la argumentación entre iguales. El modelo socrático de educación, seguido también por Nussbaum, asigna a la formación filosófica una tarea educativa y política de primerísima importancia: la promoción de sujetos críticos y autónomos, capaces de oponerse a manipulaciones ideológicas, no importando cuán arraigados estén los prejuicios y las creencias erróneas en la opinión pública.

El profesional de la filosofía posee, visto en esta perspectiva, una responsabilidad irrenunciable e intransferible, y así sucede con los demás profesionales de las humanidades, por ejemplo, en el ámbito de la formación artística es bien sabido que la sensibilización de los estudiantes no es fruto de un golpe emotivo sino de un arduo proceso en el que se involucra al estudiante en una alquimia emocional análoga a la vivida en la infancia en el seno familiar, y es que las emociones son entidades permanentemente educables. De ahí la confianza en que problemas sociales tan severos como la xenofobia puedan ser contrarrestados mediante programas adecuados de educación artística, programas que permitan el descentramiento del egotismo cultural y la apertura afectiva.

Las humanidades y las artes pueden así ser consideradas como las promotoras de sociedades genuinamente democráticas, pues sin ellas se tornan irresistibles las visiones parciales y dogmáticas, la cosificación del ser humano y la evasión de las responsabilidades morales en la construcción de una ciudadanía con conciencia de alteridad. Debemos aprender de los grandes humanistas la lección que consiste en no guardarse para sí el talento que les era propio, no importando si la comunicación de sus logros comportara o no una ganancia económica. De esta manera imaginemos lo ridículo de la escena de un humanista haciendo cálculos mezquinos sobre lo que va a invertir y lo que va a ganar económicamente. Si tal escena nos parece repugnante ¿por qué permitir que el mezquino sí lo haga con la obra del humanista? La humanidad tiene una deuda enorme con sus literatos, sus filósofos, sus historiadores, sus artistas, sus juristas… y tal deuda no puede ser saldada con la mera inclusión de materias del tipo “Ética para empresarios”, “Liderazgo y valores” u otras por el estilo. Es a todas luces una injusticia cultural mantener en ese fondo de parias a los humanistas y pretender, en el mejor de los casos, pagar la deuda con ficciones pedagógicas que presentan a las humanidades como dimensiones transversales (sic) en las nuevas currículas.

En síntesis, podemos dejar que las humanidades sean sepultadas por la basura de una cultura filistea, y someternos a un destino inhumano e insignificante (por no invocar los peligros de una sociedad totalitaria y criminal), o modificar nuestra actitud hacia ellas y tratar de revertir los daños que las sociedades se han infligido a sí mismas privándose del oxígeno que hace humanos a sus ciudadanos.

Por Edgar Morales Flores. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO


on Monday, February 7, 2011
" Cuando Descartes tuvo el sueño profético que decidió su vocación estaba practicando lo que llamamos en nuestros días una dulce «flema». Y Newton debajo de su árbol, y Arquímedes en su baño. Y cuando Platón platicaba con sus amigos en los jardines de Academos no practicaba lo que nuestro siglo llama vida intensa. ¿No son sus diálogos pura morosidad?

No; no es corriendo, no es en el tumulto de las gentes y en el apresuramiento de cien cosas atropelladas como se reconoce la belleza y como florece ésta. La soledad, el silencio, el reposo, son necesarios para todo nacimiento, y si alguna vez un pensamiento o una obra de arte surgen como un relámpago, es que ha habido antes una larga incubación de morosidad" . Jacques Leclercq


El filósofo belga Jacques Leclercq, que podemos conceptuar como destacado humanista católico, nos ofrece en su libro “Diálogo del hombre y de Dios” unas lúcidas reflexiones sobre la importancia de reconocer y respetar la verdadera jerarquía de los valores, teniendo en todo momento presente la primacía de los valores espirituales sobre los valores materiales.

Leclerq advierte que si la civilización se ve hoy día seriamente amenazada, corriendo el peligro de perecer, es porque se ha despreciado los valores espirituales, que son los más importantes para el ser humano, relegándolos a un segundo plano y supeditándolos a los valores materiales, con una completa inversión de la correcta jerarquía; es porque “se ha dado una importancia demasiado exclusiva a los económicos, es también por falta de una concepción justa del lugar de las cosas”.

El gran intelectual belga nos recuerda que “la medida del hombre es la de las cosas en que se transforma, al unirse a ellas”, pues “cuando el hombre se une a una cosa, se vuelve ella, o ella se vuelve él”. Y en este sentido, hay que tener en cuenta que “el hombre se embrutece si se vuelve una cosa inferior a sí mismo”, como ocurre cuando se deja absorber por los intereses, tendencias e inclinaciones carnales o materiales. Basta recordar, por ejemplo, “la penosa impresión que causan esos hombres para quienes la vida se reduce al amor carnal, o a comer y beber”. El hombre, por el contrario, se eleva y gana en grandeza “cuando se absorbe en una búsqueda espiritual, y esa grandeza aumenta a medida que el valor espiritual buscado se aproxima a lo Absoluto”.

Los valores materiales son necesarios para la vida, hay que saber valorarlos y apreciarlos, pero no hay que olvidar nunca su carácter subordinado a valores de rango superior, mucho más decisivos para la vida humana.

Leclerq lo expone con magistral claridad: “Debemos asimilarnos los valores materiales para servirnos de ellos y desarrollarnos gracias a ellos. El alimento, el dinero, el desarrollo muscular, son todas cosas de que debemos servirnos sin someternos a ellas. Cuando el hombre se deja esclavizar por esos valores, cuando se lo subordina, cuando permite que ellos se vuelvan su guía en lugar de ordenarlos a sí mismo, el hombre se envilece.

Por el contrario, se engrandece cuando se somete a los valores espirituales. Debe someterse a lo verdadero, a lo bello, a lo bueno; debe olvidarse de sí ante esos tres valores. El hombre crece en la medida en que se absorbe en lo universal, en que, olvidándose a sí mismo, deja tomar su vida, todo su ser, por esos valores espirituales que no son en realidad sino teofanías  --formas en las cuales se nos manifiesta Dios--, que a Él nos llevan, y las cuales no comprendemos exactamente sino en la medida en que vemos en ellas a Dios y en que vemos la identidad de esos universales trascendentales con el Ser trascendental que es Dios”.

Por Antonio Medrano

on Sunday, February 6, 2011
" Para hacer política sana y justa no basta conocer a los hombres; es necesario también amarlos".
Arturo Graf


En España, para despachar comida en cualquier establecimiento te piden el carnet de manipulador de alimentos; para llevar a unos niños al campo, el título de monitor de tiempo libre; el bachillerato para la mayoría de los puestos públicos; un examen para acceder a la universidad; nadie conduce, pilota o navega sin licencia; para pescar una trucha necesitas un permiso; no puedes matar un conejo sin haber superado un test psicotécnico y difícilmente entras en una empresa sin un mínimo currículo. Lo sorprendente es que para ser diputado, ministro o presidente del Gobierno apenas se exija nada.

Así, de acuerdo con la Ley 50 de 1997, “Para ser miembro del Gobierno se requiere ser español, mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme”. Y nada más. ¿A cuántos empleos públicos o privados, se podría aspirar únicamente con esos requisitos? ¿Quién aceptaría que un puesto de responsabilidad estuviera en manos de alguien al que no se le exige una mínima cualificación, formación, capacidad o experiencia?


Con frecuencia y cada vez más, nuestra sociedad esta liderada por verdaderos indocumentados que, en el colmo del cinismo, nos exigen papeles, permisos, licencias y titulaciones para todo y a todos los demás ciudadanos. Unos indocumentados que nos obligan a demostrar nuestras capacidades en casi todos los ámbitos, antes de que se nos permita hacer casi cualquier cosa en la vida y lo que es más grave, antes de que ellos hayan demostrado previamente las suyas.

Con todo, lo peor no es su cinismo o la contradicción que ello supone; tampoco la cerrazón, la estulticia de que hacen gala, o el elemental nivel cultural que a veces demuestran. No; lo peor, salvo algunas contadas excepciones, es que además carecen de cualquier atributo moral o del más mínimo sentido de la responsabilidad o el deber. Como recuerda Marco Tulio Ciceron “No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, sino también impío contra la patria y sacrílego contra los dioses”, para luego continuar diciendo “Los que gobiernan un Estado no tienen medio mejor para ganarse fácilmente la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés” –señalando acertadamente lo que hoy en día suele ser la excepción-. Y éste es, precisamente, el verdadero drama en el que estamos sumidos y de ello se derivan, prácticamente, todos los demás problemas de nuestra sociedad. No sólo eso, sino que en esas condiciones, la legitimidad moral de nuestros gobernantes para liderar y para exigir cualquier tipo de cualificación al resto de ciudadanos es más que cuestionable.

Un drama y una aberración que nos ha llevado a olvidar que las leyes, las normas y las regulaciones deberían estar al servicio de lo que verdaderamente importa… y no lo que verdaderamente importa al servicio de todos esos códigos. Y es que en ausencia de valores, principios inspiradores y una verdadera moral, todo ese papel únicamente sirve -y malamente-, para limpiar las babas a pseudo-políticos y codiciosos de toda índole, y el trasero de quienes se arrastran ante ellos, bajo su engreída mirada.

Cuando a nuestra sociedad le interesa regular algo, lo regula. Tiene los medios para poder hacerlo. El problema es que ello depende de quienes tienen la obligación y el deber de legislar, de forma que muchas veces lo hacen –o dejan de hacerlo- a su antojo, o exclusivamente en función de sus intereses particulares. Sólo así se explica que con toda esa capacidad para tasar, ordenar, formalizar, administrar, dirigir y exigir  –a veces claramente excesiva e intimidatoria-, se hayan olvidado de regular adecuadamente lo más elemental: las cualidades, atributos, características, formación, experiencia y mínimos que debería tener cualquier miembro del Gobierno y por descontado, el mismo Presidente.

Si los políticos quisieran, no existiría el más mínimo problema para legislar sobre el tema, de manera que ello pudiera contribuir a dotar a los sucesivos gobiernos y cargos de dirección del Estado de unos mínimos exigibles. Y si bien ello no constituiría una verdadera garantía –tampoco un carnet de conducir, un título universitario o una licencia de caza lo son y sin embargo se exigen-, al menos supondría que los candidatos cumplen con unos mínimos requisitos.

En este sentido, el debate podría ser tan amplio como quisiéramos. Empezando por la necesidad o no de poseer un título universitario, hasta que se exigiera un determinado número de años de experiencia en la función pública o simplemente la necesidad de hablar algún idioma adecuadamente y en particular el inglés. Por descontado, todo ello podría ser motivo de discusión y habría opiniones de diferente índole. Sin embargo, hay tres aspectos exigibles a cualquier aspirante a un cargo político, que deberían tener un amplio y fácil consenso:

1º - Superar una serie de exámenes psicotécnicos y grafológicos. Ello minimizaría el riesgo de admitir en el Gobierno y en puestos relevantes de la Administración a inmaduros, personas con conflictos de personalidad, emocionalmente inestables o con desórdenes de tipo psicológicos o morales.

2º -  Demostrar una experiencia mínima en puestos de responsabilidad. Aquí el criterio podría ser variable según el cargo, pero sería muy razonable exigir un mínimo de dos a cinco años de experiencia, algo absolutamente normal en el mundo empresarial para cualquier puesto de dirección.


3º - Manifestar, por escrito y de forma pública, cuál o cuáles son los principios, motivaciones o valores que le inspiran, comprometiéndose a actuar en todo momento guiado por esos criterios y por encima de cualquier coyuntura política. Por descontado, esos principios deberían estar inspirados en los dos grandes axiomas universales, la inteligencia y el amor y nunca podrían ser contrarios a los valores esenciales: el bien, la verdad y la belleza y el compromiso implicaría la obligación de abandonar el cargo, en caso de que en algún momento fueran incumplidos o traicionados dichos principios.

    A los anteriores puntos, que en realidad constituyen una revisión del candidato previa a su elección para un puesto público de relevancia, se sumaría un examen posterior, a modo de valoración de su ejercicio en el cargo. De este modo, en caso de flagrante dejación de funciones o de haber incurrido en importantes irresponsabilidades, se podría retirar la asignación vitalicia que muchos cargos llevan anejos, o incluso exigir las correspondientes responsabilidades legales, tanto por la vía civil, como por la vía penal. Todo esto no es nuevo y ya en la Atenas de Pericles (siglo V a.C.) se hacía algo parecido.

    Planteado en estos términos, no debería existir mayor problema para alcanzar un consenso sobre estos puntos, ya que en ellos únicamente se exigiría que los gobernantes fueran personas mentalmente sanas y emocionalmente estables, con una experiencia mínima en puestos de responsabilidad y sobre todo, con una moralidad sometida a los valores esenciales. Además, en caso de flagrante negligencia, se les podría llegar a retirar la pensión vitalicia e incluso, en los casos más graves, incurrir también en una responsabilidad legal. Sinceramente, no creo que nadie pudiera oponerse a esta forma de regular la política y si lo hiciera, sería cuando menos preocupante y para pensárselo dos veces antes de darle nuestro voto o de concederle un cargo de responsabilidad en el Gobierno o en la Administración de un estado.

    A partir de ahí, probablemente tendríamos mejores líderes y sin duda estarían más motivados –la posibilidad de perder un sueldo vitalicio o terminar en la cárcel no es pequeño acicate-, que por fuerza contribuirían a crear sociedades más justas, con una mejor convivencia y en donde los problemas serían menores o de otra índole. Líderes que pasarían del ejemplo –no siempre adecuado- a la ejemplaridad –necesariamente excelente-.

Si somos capaces de regular todo aquello que nos interesa y de exigir o fomentar la excelencia en otros ámbitos, no se entiende que aquello que constituye el origen de cualquier otra ordenación y que más directamente afecta a nuestra vida en sociedad, siga sin estar mínimamente regulado. Trasladar la excelencia al mundo de la política debería constituir uno de los principales objetivos de nuestra sociedad y la mejor forma de hacerlo es empezar por exigir a nuestros políticos unos requisitos mínimos. Es algo tan fácil de comprender, como de implementar… pero para ello hace falta que nuestros políticos quieran y no tengan más remedio que hacerlo y el mejor camino para conseguirlo es que el resto de la ciudadanía –toda en su conjunto- exija de manera urgente ese cambio y no admita que pueda ser de otra manera.

Quienes dirigen nuestra sociedad no sólo tienen que ser ejemplo a imitar, sino que de ninguna manera pueden ser indignos representantes de aquellos que les han otorgado su confianza, o incumplir con la enorme responsabilidad que conlleva ese liderazgo. Ya es hora  de que aprendamos a discernir que los valores éticos y morales deberían estar por encima de lo que decide o prefiere la mayoría en un momento dado,  pues el hecho de que algo o alguien sea democráticamente elegido, por sí solo no constituye garantía alguna en lo que respecta a  esos principios ineludibles y ni siquiera, hoy por hoy, implican cualidad, conocimiento o valor alguno, más allá de la habilidad para haber sido elegido frente a otras opciones, cuya valía también puede ser nula. Establecer esa distinción  y separar esos conceptos, resulta esencial para la supervivencia de nuestra sociedad, pues como escribía Lucio Anneo Séneca: “En nada hemos de poner mayor empeño que en no seguir, según acostumbran las ovejas, al rebaño que va delante y que caminan, no por donde se debe ir, sino por donde va todo el mundo. Porque ninguna cosa nos proporciona mayores desgracias que aquello que se decide por los rumores: convencidos, además, de que lo mejor es aquello que ha sido aceptado por la mayoría de las gentes, y de éstos tenemos muchos ejemplos; vivimos no según nos dicta la razón, sino por imitación”.

Ya va siendo hora de que los ciudadanos dejemos de imitar y empecemos a razonar... Y pocas cosas hay más próximas a la razón que instaurar la excelencia en la política y hacer de la vida pública algo verdaderamente ejemplarizante, pues de ella depende la ordenación de nuestra convivencia en sociedad, nuestro presente y nuestro futuro.

Por Alberto de Zunzunegui

on Wednesday, February 2, 2011
Por su interés y por ser un tema que -lamentablemente- sigue estando de plena actualidad y directamente relacionado con los valores elementales, reproduzco el texto que me remite Antonio Guerra Caballero, a quien además agradezco su generosidad, su profunda humanidad -patente en sus artículos- y su amable colaboración con este foro.

CORRUPCION Y MORAL

Ya adelantaba en mi artículo de fin de año que uno de los aspectos que más ha caracterizado el 2009 que acaba de finalizar es, además de por la enorme crisis y paro en que nos ha dejado sumidos, también por la desenfrenada corrupción que se ha detectado y que tenemos que soportar. Por sólo citar algunos casos, ahí están flagrantes los más recientes de Santa Coloma de Gramanet, Badalona, San Andrés de Llavaneras, Valencia, Madrid, Sevilla, Estepona, El Ejido, Almogía, Castro del Rey, Fuenlabrada de los Montes, Boadilla,  etc. Y, a la vista de los numerosos casos que con tanta frecuencia saltan a los medios de comunicación, está claro que no se trata de fenómenos aislados o anecdóticos, sino que estamos en presencia de hechos delictivos imputados que, en menor o mayor medida, afectan a militantes de todos los partidos y a la gran mayoría de las  Comunidades Autónomas (CC.AA.), a pesar de que los ciudadanos de a pie nos enteramos sólo de los que se descubren, pero no de los muchos que no salen a la luz pública y que quedan impunes.

La corrupción es un fenómeno que suele darse, sobre todo, en las Administraciones Autonómica y Local, y que está relacionada más bien con el Urbanismo en general, estando implicados en causas judiciales algunos presidentes y ex presidentes de CC.AA., consejeros, ex altos cargos, alcaldes, concejales, etc. Por algo será que las concejalías y demás cargos que tienen atribuidas competencias relacionadas con la construcción, terrenos urbanos, urbanizables, su recalificación, etc, son tan codiciados que tanto se los disputan los distintos partidos cuando gobiernan en coalición; y es que eso de procurar el propio beneficio sirviéndose de la política es una de las cosas que es común a algunos políticos de todas las tendencias. Y nuestro país ha pasado ya a ocupar el deshonroso puesto número 32 en el ranking de prácticas corruptas, con pérdida últimamente de cuatro puestos, según  reciente estadística internacional que se ha publicado.

Lo más paradójico de la corrupción institucional, o casos en los que están implicados titulares de la representación popular, es que el representante (alcalde, concejal, etc), debe actuar en teoría en beneficio de sus representados (el pueblo que les vota, porque confía en ellos y les confiere el título representativo: el escaño); pero, en la práctica, una vez que ya obtiene el poder por su mera colocación en la lista del partido al que se vota - la mayoría de las veces en puesto adjudicado directamente a dedo en función de la sumisión o sintonía con el líder y rara vez por mérito o capacidad - pues lo ejercen no sólo a espaldas de quienes les han conferido con su voto la representación, sino también actuando en muchos casos contra los intereses de sus representados o de la comunidad a la que sirven (más bien que deberían servir), con el agravante de que, además de aprovecharse del poder de representación para satisfacer sus propios intereses privados, incumplen el verdadero mandato de representación recibido, traicionan la confianza que los poderdantes le han depositado y la del propio partido que les ha incluido en las listas; eso si no lo traicionan convirtiéndose en tránsfugas.

Luego, la representación política tiene como característica que el representante es aquél cuyos actos son imputables a la comunidad que vive bajo su jurisdicción y en que la colectividad representada, en virtud de esa representación, ha de acatar luego las órdenes emanadas de quien la representa. Esa es el sistema representación política en la idea de Hobbes, Weber, Schimiltt, Maquiavelo, etc, incluso en las democracias. Y tal forma de representación favorece tanto al representante político, como que le basta con ganar en cada legislatura el escaño y, prácticamente, puede luego olvidarse de sus representados hasta dentro de cuatro años. Es decir, el poder de representación no se le puede retirar por sus otorgantes hasta las próximas elecciones, contrariamente a como sucede en la representación jurídica que se otorga en virtud del Derecho Civil, donde el mandante puede desautorizar y retirar el poder de representación a su apoderado en cualquier momento. Por eso, debería de articularse algún mecanismo de control por los ciudadanos que les permitiera hacer un seguimiento de control sobre la idoneidad en el ejercicio de la representación conferida, junto con los demás controles tanto institucionales como internos de los partidos. Y también a dicho representante se le debería hacer depender más del representado, y no del dirigente que elabora las listas de candidatos en función de su carnet, simpatía, afinidad o fiel obediencia, como acertadamente ha venido recientemente a decir el Presidente del Congreso. Siendo así que, a mi modo de ver, urge la revisión de la actual Ley electoral y las formas de representación popular, de cara a un mejor servicio de los políticos a la sociedad.

Precisamente, en base a lo perjudicial que puede resultar para los electores el otorgamiento de tal representación cuando el representante político se aparta del mandato recibido y utiliza el poder en su  provecho, ya los clásicos filósofos griegos daban pautas del comportamiento moral que debían observar quienes se dedicaran a la “cosa pública”. Platón decía en su “República” que: “El gobernante no está para atender a su propio bien, sino al de los gobernados”. Y que “los hombres de bien no deben estar dispuestos a gobernar ni por dinero ni por honores”.  En el Libro VIII, 550 a, y 546 a, añade sobre la oligarquía: “La riqueza almacenada destruye a los gobernantes que empiezan por inventarse nuevos modos de ganar y gastar dinero y llegan a violentar las leyes. Cuando en una ciudad se admira a la riqueza y a los ricos, se menosprecia la verdadera virtud y a los buenos”. En el 520 a y s: “El mejor Estado es aquél en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo”. También Platón y Aristóteles proclamaban que: “La política y la moral deben ir siempre unidas, y nunca separadas”. Y más tarde Kant propugnaba el “deber por el deber”, es decir, lo que se debe hacer hay que hacerlo por obligación, pero sin esperar nada a cambio, y reprobaba todo ejercicio del deber que tenga por objeto intereses particulares bastardos o espúreos. 

Lo anterior viene inequívocamente a decirnos que quienes ejercen la representación pública deben actuar siempre para la comunidad, obrando con justicia, satisfaciendo el interés general y el bien común, pero jamás para hacer del poder su propio y particular enriquecimiento. Y los políticos y todos los que ejercen funciones públicas deben de estar al servicio de los ciudadanos, que en realidad son quienes les pagan, pero nunca éstos al servicio de aquéllos; deben también administrar de forma legal, responsable, diligente y austera los recursos que le son confiados. Pero,  lamentablemente, cada vez son más los casos en los que la realidad de los hechos se encarga de tirar por tierra las sabias teorías y los principios morales de los antiguos filósofos, de donde trae su origen la auténtica democracia. De esa forma, qué duda cabe de que la gran mayoría de los sufridos electores consideramos la corrupción institucional como algo de todo punto bochornoso, sonrojante, odioso y aborrecible, siendo mucho más reprobable que la corrupción privada, a pesar de todo lo impresentable, detestable y nefasta que también ésta es. Y, ciertamente, tal proceder de algunos desaprensivos titulares de la representación popular llega a sembrar una preocupante alarma social. 

En bastantes casos, los contribuyentes se quedan perplejos, atónitos y desconcertados. No aciertan a entender qué es lo que está pasando y cómo puede ser que con tanta frecuencia y con tanto desmán el dinero con el que contribuyen luego tantas veces aparezca desviado hacia el enriquecimiento de unos pocos de esos que, teniendo por misión la defensa de los intereses de los que representan, luego traicionan su confianza. Durante las elecciones, a todos los candidatos se les llena la boca ofreciendo lo mejor y la solución de todos los problemas; pero algunos en cuanto alcanzan el poder les falta tiempo para enzarzarse y pelearse entre sí, culpándose unos a otros de lo mismo que luego cada uno de ellos hace. Muchos electores dan ya muestras de cansancio, desinterés, aburrimiento y hartazgo hacia la “res pública”, y ello explica que en cada nuevas elecciones la abstención sea mucho mayor, pese a que el voto es el derecho con el que los ciudadanos más expresan su voluntad en libertad; y es que hay muchos electores que piensan que para qué se van a molestar, si todo va a seguir igual. Y lo peor es que la gente ya empieza a tener por iguales a todos los políticos; la idea de corrupción generalizada se magnifica, se exagera y hasta se llega a pensar en que la  mayoría están contaminados. Y si bien es cierto que hay demasiados políticos imputados por presunta corrupción, no lo es menos que todavía quedan muchos más que son probos, honrados y ejemplares servidores públicos que a diario se afanan en la lucha por el bienestar general de la comunidad y en defensa de los intereses colectivos. Me consta que hay mucha gente que está en política aun perdiendo dinero, por vocación, por estar al servicio de los demás y por creer, convencido y de buena fe, que lo que hace es muy digno y honrado. Lo que ocurre es que por los pícaros y descarados suelen pagar luego los justos y honestos.

Es por ello, que algunos políticos desaprensivos deben concienciarse, muy seria y responsablemente, de que la corrupción hiere la dignidad de la ciudadanía y afecta a la propia esencia de los valores democráticos. Y es también necesario que la sociedad condene y haga el vació a los corruptos, porque su conducta ilícita puede poner en peligro los principios de la democracia, de la justicia y hacer quebrar la confianza y el respeto de los ciudadanos hacia las instituciones y hacia la política. La corrupción es una lacra social que es necesario erradicar con firme y decidida determinación. Hace falta que los partidos se impongan códigos de buena conducta y que luego los cumplan a rajatabla, de manera que ante cualquier imputación judicial todo presunto culpable cese de inmediato en el cargo, sin perjuicio de su restitución en el mismo si luego es declarado incólume de toda culpabilidad. Y hay que promulgar la normativa legal adecuada y eficaz para que ningún corrupto condenado judicialmente deje de devolver el dinero defraudado, como casi siempre ocurre, riéndose así de la Justicia y de los ciudadanos honestos.

Por Antonio Guerra Caballero (publicado en El Faro de Ceuta, el 11-01-2010)